Tragedia de Caldesa
Dando razón de un caso desafortunado que con una dama le sucedió
«A tan alto grado el extremo de mi dolor alcanza, que en este momento me quejo de que en un momento sea verdad que mi tristeza pueda terminar; en esto paso mis tormentos infernales, que estar triste me da goce y me place mi dolor eternamente cultivar. Y si a mi dolorida mente se le presenta en alguna hora la muerte, rehúso aceptar, por el placer que la pérdida de mi vida me comporta. ¿Cómo será, pues, que pueda ponerse por escrito causa de tanto dolor? ¿Qué papel sufrirá estar tinto de la fealdad de tanto crimen? ¿Convendrá el aire en que se dé voz con el fin de que tanta culpa claramente sea leída? Que se abra el infierno y de espíritus inmundos rebose; vuelvan los elementos a la confusión primera; muéstrense claramente de los condenados las penas, para que el mundo, en terror convertido, alegría no celebre. Manténganse los ríos en suspenso y los montes apresurados corran; el mar hirviente lance los peces a la orilla; descanse el sol bajo la habitable tierra, y nunca jamás a nuestra vista sus dorados cabellos extienda; no se cuenten más del año los doce meses y una sola noche el tiempo por venir contenga.
Pero ¿por qué quiero con exceso de palabras encarecer crimen de tan excesiva fealdad, la que, razonada llanamente, pavor de tan espantosa maravilla trae consigo, que es imposible que los oyentes, sin gran alteración, los oídos abandonen a tan profanas palabras?
En la parte del mundo en la que todavía hoy de la gentil hija de Agenor conserva el nombre propio, en esa feroz y belicosa provincia de España, en el deleitoso y amenísimo reino de Valencia, dentro de los muros de su mayor ciudad, reinando aquel rey don Juan que al animoso troyano ha sucedido con el mismo ánimo una ínclita doncella, de belleza sin par, en viveza superando a todas las demás, con gracia y singularidad tan extremas que sería loco quien en su presencia a otra loara en estima de tanto valor, deliberó, después que a su servicio por mucho tiempo de mi dolorido vivir usado había, que mis cansados pensamientos, al tiempo que mi persona, en el deseado estrado de su falda descansaran.
Larga historia sería teñir el papel con las enamoradas razones que entre nosotros, con muestra de extremada querencia, pasaban: fingía la bella señora tanta felicidad por mis pasados servicios y presentes palabras que su ser en mí trasponía: todo lo que a su voluntad, persona y vivir se veía, con abandono dejó en la discreción de mi conocimiento. Mas, para que de mí solo no fuera verdadero paraíso en este mundo haber alcanzado, después de poco tiempo de tan calmado estado, al tocar a la puerta de su casa, dice la prudente señora que, en aquella hora, esperaba a una persona, con la que al despachar si tardanza tareas de brevedad muy necesarias, conmigo volvería, para que con mayor descanso en todo aquel día no hubiera nadie que pudiera separar a dos personas, a las que en extrema bienquerencia en tan alta y deleitosa concordia acordaba.
Con la esperanza de tan discretas noticias, permanecí solo en la recámara, cuya puerta no olvidó ella cerrar con amarga cerradura. No sé si el deseo de ventanas hacía a la casa tenebrosa, que a mí me pareció, pasados dos horas del mediodía, que la noche con sus oscuras alas ocupaba la tierra, o si Apolo escondía su luminosa cara, estimando cosa no razonable que esta casa fuera por él iluminada en la hora en que tan deshonesto crimen se cometía.
Así pase la mayor parte de este egipciaco día, solo y acompañado de muchos y dudosos pensamientos. El cuerpo, cargado por pesada carga de mortales enojos, yaciendo sobre el lecho, esperaba el fin de tan enojos tarde; pero, no consintiendo mi cabeza atribulada que mi persona estuviera segura, me vi forzado, dando vueltas, a seguir la variedad de mis tristes y solícitos pensamientos. Volviendo los ojos a una mínima ventana que al patio de la casa se abría, vi a un hombre que, con aire de esperar a alguien, suaves pasos paseaba, dando respuesta a quienes por la bella señora preguntaban, de que en tareas secretas y de gran importancia ocupada estaba.
¡Oh piadosos oyentes! Transportando vuestros piadosos misericordes pensamientos hacia mí, diga cada quien si semejante dolor como el mío jamás ha sufrido, y con dolorido pensamiento mirad la tristeza que en tal hora mi triste conciencia combatía, esperando cuál sería el fin que de tan doloroso principio sobrevendría. Pero ¿por qué detengo el tiempo, buscando palabras a tanta pena conformes, pues es imposible que tan gran tristeza pueda expresarse? Finalmente, cuando del día restaba tan poco que los caballos de Febo más allá de las columnas de Hércules hollaban, mis llorosos ojos merecieron ver a la tan querida doncella, la cual, saliendo de una cámara, con gestos, palabras, abrazos, con otras muestras de amor extremado, enemigos de honestidad, a un enamorado mostró la figura: plática, manera, gracia y gentiles aires que no quiero describir, porque el fin de ésta mira hacer evidente cuánta grandeza de mi desventura las demás cosas alcanza. Y, para mayor desventura mía, el último adiós a mis oídos llegó, en sentido de tales palabras: "¡Con Dios vayas, querido!", cerrando la última palabra con un beso deshonesto, cuyo sonido mis oídos ofendió, no con menor ofensa de la que sentirán en el triste valle los de la parte izquierda, cuando les diga nuestro Redentor: "¡Id, maldecidos al fuego eterno!", cuando con justa sentencia, en este mundo formará las últimas palabras.
Saliendo de su casa el tan querido enamorado, le hizo obsequio la señora de una tan lozana y humilde reverencia, que sólo la saya impidió que su rodilla izquierda tocara el duro suelo, mostrando en su bella cara no poca tristeza por su ausencia. Siguió sus hombros con piadosa y enamorada vista, acercándose después a un pozo que cerca de ella estaba. Con la fría agua intentó apartar de su afable cara el color y el calor que, en la nada sangrienta batalla, pero placentera y deleitosa, de Venus había adquirido; y, acercándose a la cárcel de mi triste prisión o cámara, abriendo la puerta, fingió alegría de mi vista, tanta como había mostrado dolor verdadero ante el que en extremo amaba, por su partida.
Pero su delicada persona estaba maculada, pareciendo de rosas con blancos lirios mezcladas, si con sucias manos se manejaran; que la persona del galán que con ella reposado había de ningún modo era conforme con la delicadeza de tan tierna doncella.»
[El texto pertenece a la edición en español de Trama Editorial, 2004, en traducción de Martí Soler Vinyes. ISBN: 84-89239-44-4.]
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