Los filósofos oscuros
«-Así que ya veis -concluyó Willie-. Si hubiese persistido en mi intolerancia, ¿dónde estaría ahora? Pero vi mi error, descubrí la lección de la paciencia, la fraternidad y la caridad. Le debo todo al reverendo Emmanuel, que me aclaró esas cuestiones. ¿No os parece una cosa maravillosa eso que dijo sobre que nuestros reveses no son más que los dolores del alma que crece?
Nos vinieron a la mente los años fríos y tristes que habíamos conocido tras el cierre de las minas en las que habíamos trabajado.
-Nosotros sufrimos tantos dolores de crecimiento, Willie -dijo mi amigo Arthur-, que nuestras almas murieron.
-No vamos a discutir contigo, Willie -dijo Walter-. Eres joven y por ahora te ha ido bien. Nosotros ya no somos tan jóvenes y podemos decir sin exagerar que las cosas nos han ido endemoniadamente mal.
-Deberíais olvidar todo eso, proscribir el odio -dijo Willie vivamente.
-No puedes olvidar lo que ha conformado tu vida durante tantos años. La afrenta ocasional, Willie, ya es bastante difícil de olvidar, pero cuando un hombre tiene que aguantar que lo arrojen al ocio y la inutilidad durante años, no sólo es incapaz de olvidarlo sino que se vuelve un acto de fe tenerlo presente cada momento que vive, pues el deber de uno como ser humano, de ahí en adelante, es luchar para que la posibilidad de esa afrenta no se vuelva a dar contra uno mismo o contra otros. Tú eres joven, Willie. No has entrevisto más que un brillo del cuchillo que ha pasado por nuestros cuerpos.
-Deberíais tener paciencia -dijo Willie con obstinación.
-Paciencia -dijo mi amigo Ben-. Oh, Dios Santo. Nos dice que deberíamos tener paciencia. Toda la que tenemos la encontramos en nosotros mismos.
-Si nos hubiese faltado la paciencia, Willie -dijo Walter-, hace mucho que habríamos hecho caso al razonamiento que nos decía que le ahorraríamos al Estado y a nosotros mismos un montón de tiempo y molestias si nos colgásemos de una viga.
-Hay demasiado odio en vosotros -dijo Willie, nos pareció que flaqueando un poco-. Habéis perdido el sentido de la fraternidad.
-Mira, Willie, en todos estos años, nuestro centro de gravedad más permanente ha sido un sentido de la piedad y la camaradería. Lo han traicionado muchos compañeros que nos han abandonado por una vida de más tranquilidad y menos lucha. En nuestro interior, una tentación tras otra lo han puesto a prueba, pero nunca se ha quebrado.
-Habéis estado ciegos a la mano de la caridad.
-Si la hubiésemos visto, Willie, le habríamos dado un bocado. No hay mayor expendedor de veneno que la caridad. Sólo los esclavos necesitan caridad. Las únicas cosas que necesita un hombre para estar en plena forma son libertad e inteligencia. Cosas sencillas, no hay duda, pero actualmente sólo una pequeña parte de la humanidad las disfruta.
-Vamos, no me acorrales, Walter -dijo Willie con una risa-. A veces resultáis tan viejos, duros e inaccesibles como una figurilla de loza. Pero sigo pensando, hermanos, que vuestro gran error, el tuyo y de Ben y Arthur y John, es haberos confinado en estas apestosas Barriadas hasta volveros tan grises y sucios como ellas. Habéis cerrado los oídos a los delicados mensajes que podían haberos llegado del exterior. Deberíais haber seguido al reverendo Emmanuel. Si lo hubieseis oído, lo habríais amado tanto como yo. No hay hombre, por mucho mal que te haya hecho, al que no puedas perdonar y persuadir así de que cambie su actitud.
-¿Perdonaríais incluso a un gusano como el maderero?
-Lo perdoné, de hecho, y mira qué amablemente se portó conmigo cuando vio que había hecho las paces con él.
-¿Pero no te parece que tenías razón en lo de los tritones y las estrellas y todo eso, en lo del desorden y el descontento?
-Uno vive para ser feliz -dijo Willie-, no para tener razón.
-Una actitud muy excéntrica, Willie, y que si se hubiera adoptado en los tiempos del Diluvio habría convertido a todos los hombres en arenques.
-La felicidad es lo que busco y la felicidad es lo que tendré.
-Pues buena suerte en tu aventura, Willie. Pero mira. No has dicho que las condiciones de vida en estas Barriadas te sacan de quicio. La mayor parte de nuestros vecinos llevan vidas poco cómodas y nada hermosas. ¿Tú te imaginas que la gente seguirá soportando esa extraña forma de vida para siempre, sin considerar esa miseria al por mayor como innecesarios grilletes que hay que romper? ¿Y cómo imaginas que se romperán los grilletes si no es mediante uno o dos ataques de intranquilidad e intolerancia por parte de la gente? Tú trabajas en una fundición. Has visto suficientes grilletes como para saber que ni siquiera una comunidad más experimentada en llanto los fundiría con sus lágrimas.
-Lo sé -dijo Willie-, y es ahí donde vosotros, amigos, estáis tan perdidos por no prestar atención al reverendo Emmanuel. Él tiene una teoría que explica todo eso. Dice que existió una Edad de Hielo.
-Que se acabó -dijo Ben solemnemente- cuando volví a entrar en el oficio de la construcción.
-No esa edad de hielo. Me refiero a la grande, la auténtica, con montañas de hielo que lo cubrían todo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, 2007, en traducción de Bárbara Mingo Costales. ISBN: 978-84-9841-110-2.]
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