Primera parte: Aventuras en libertad (Kansas)
1.-Conoced al Señor
«Nací y fui un hombre de color, no lo olvidéis, pero viví como una mujer de color durante diecisiete años.
Mi papa era un negro de pura raza de Osawatomie, en el territorio de Kansas, al norte de Fort Scott y cerca de Lawrence. Papa era barbero de profesión, aunque su trabajo nunca lo dejó del to satisfecho. Pa él, lo principal era predicar los Evangelios. Papa no tenía una iglesia al uso, d'esas que no permiten na salvo'l bingo los miércoles por la noche y que las mujeres se sienten por ahí a hacer recortables de muñecas. Salvaba las almas d'una en una mientras cortaba'l pelo en la taberna de Henry el Holandés, qu'estaba metía en una encrucijá en la ruta de California, que discurre paralela al río Kaw, al sur del territorio de Kansas.
Papa predicaba pa, en su mayoría, la chusma, los faroleros, los negreros y los borrachos que venían por la ruta de Kansas. No era un hombre de gran tamaño, pero se vestía como si lo fuera. Le gustaba llevar chistera, los pantalones arremangaos en los tobillos, camisas de cuello alto y botas de tacón. Casi toa su ropa era basura qu'encontraba, o cosas que robaba a los blancos qu'habían muerto en la pradera de una hinchazón o que se los habían cargao en cualquier trifulca. Su camisa tenía agujeros de bala del tamaño d'una monea de veinticinco centavos, su sombrero era dos tallas más pequeño y sus pantalones estaban hechos de dos perneras de distinto color qu'había cosío por el medio, por la parte donde se junta'l culo. Tenía'l pelo tan enredao y fosco que se podían encender cerillas en él. La mayoría de las mujeres ni se l'acercaba, mi madre incluía; ella cerró los ojos pa siempre al darme a mí la vida. Se decía qu'era una mujer amable y de piel clara, pa ser negra.
-Tu madre era l'única mujer del mundo lo bastante hombre pa escuchar mis santos pensamientos -alardeaba papa-, pues soy un hombre de muchas cualidades.
Cualesquiera que fuesen esas cualidades, no formaban un to mu grande, pues vestío de punta en blanco con toa su ropa, incluso con las botas y la chistera de casi diez centímetros, papa no llegaba al metro y medio d'altura, y parte de su estatura no era más qu'aire.
Pero lo que le faltaba d'altura, papa lo compensaba con la voz. Mi papa podía gritar más que cualquier blanco que jamás haya caminao por la verde tierra de Dios, sin ninguna excepción. Tenía una voz aguda y fina. Cuando hablaba, sonaba como si tuviera un arpa de boca metía en la garganta, pues hablaba con estallíos y explosiones, así que conversar con él era un auténtico dos por uno: te limpiaba la cara y te la lavaba con sus escupitajos al mismo tiempo; o más bien un tres por uno, si tenías en cuenta su aliento. L'olía a vísceras de cerdo y a serrín, ya qu'había trabajao en un matadero durante muchos años, así que, en general, la mayoría de la gente de color l'evitaba.
Pero a los blancos sí les gustaba bastante. Muchas noches, vi cómo mi papa s'hinchaba a beber zumo de l'alegría y luego saltaba encima de la barra de la taberna de Henry el Holandés, pegaba tijeretazos y gritaba entre'l humo y la ginebra:
-¡Que viene'l Señor! ¡Ya viene a sacaros los dientes y a arrancaros el pelo!
Luego se tiraba encima d'una multitú de la peor escoria, la de los rebeldes de Misuri más borrachuzos que jamás hayáis visto. La mayoría lo golpeaba hasta tumbarlo en el suelo y sacarle los dientes a patás, pero a esos tipos blancos les daba igual que mi papa se les echase encima en el nombre del Espíritu Santo o que viniera un tornao y lo mandase volando d'un lao a otro de la taberna; en aquellos tiempos el Espíritu del Redentor que derramó su sangre por nosotros era un asunto serio en la pradera y a los típicos pioneros blancos no les era ajeno'l concepto de l'esperanza. Casi tos lo tenían bien reciente al haber venío al Oeste con una idea que no había salío como s'esperaban, así que daban la bienvenía a cualquier cambio que les ayudara a levantarse de la cama pa matar indios y no morirse por culpa de las fiebres o de las serpientes de cascabel. También ayudaba que papa hacía'l mejor aguardiente del territorio de Kansas (a pesar de qu'era predicador, a papa no le molestaba tomar un trago, o tres) y, aunque parezca mentira, los mismos pistoleros que l'arrancaban el pelo a tirones y le daban una buena tunda solían levantarlo después y decir: "Vamos a beber"; y tos juntos se marchaban a aullar a la luna mientras bebían el licor de la felicidá de papa. Se sentía orgulloso de su amistá con la raza blanca; l'había aprendío de la Biblia, o eso decía.
-Hijo -solía decir-, acuérdate siempre del libro d'Ezequías, capítulo doce, versículo diecisiete: "Capitán Ahab, cede tu vaso a tu sediento vecino y deja que beba hasta que se harte".
Cuando me di cuenta de que no había ningún libro de Ezequías en la Biblia, ya era adulto, y tampoco había ningún capitán Ahab. En realidá, papa no sabía leer ni una palabra y sólo recitaba los pasajes de la Biblia qu'había escuchao a los blancos.
Ahora bien, es verdá qu'en el pueblo había quienes querían ahorcar a mi papa por haberse visto poseío por el Espíritu Santo y haberse arrojao a la muchedumbre de pioneros qu'iban al Oeste y se detenían a por provisiones en la taberna de Henry el Holandés. Eran especuladores, tramperos, niños, mercaderes, mormones e, incluso, mujeres blancas. Estos pobres colonos ya tenían bastante con preocuparse de las serpientes de cascabel que salían del entarimao, de los rifles que se disparaban a la mínima y de construir chimeneas al revés, de manera que terminaban asfixiándose y muriéndose; como pa tener que preocuparse por un negro que se les tiraba encima en el nombre del Gran Redentor Coronao. D'hecho, cuando yo tenía diez años, en 1856, en el pueblo ya s'hablaba abiertamente de volarle la tapa de los sesos a mi papa.
Creo que se l'habrían volao de no haber recibío una visita en primavera que les ahorró el trabajo.
La taberna de Henry el Holandés estaba mu cerca de la frontera con Misuri y era una especie d'oficina de correos, juzgaos, lugar de chismorreos y licorería pa los rebeldes de Misuri que cruzaban la frontera de Kansas pa venir a beber, jugar a las cartas, contar mentiras, ir de putas, vocear y quejarse de cómo los negros s'estaban haciendo con el mundo mientras los yanquis s'encargaban de tirar por la letrina los derechos constitucionales de los blancos. Yo no prestaba atención a estas charlas porque mi trabajo, por aquel entonces, consistía en sacar brillo a los zapatos mientras mi papa cortaba'l pelo, y m'echaba al gaznate tol pan de maíz y la cerveza que podía. Pero, al llegar la primavera, en la taberna del Holandés no s'hablaba d'otra cosa que de cierto canalla blanco y asesino conocío como John Brown el Viejo, un yanqui del Este qu'había venío al territorio de Kansas a causar problemas con la banda de sus hijos, los llamaos Rifles de Pottawatomie. Según lo que contaban, John Brown el Viejo y sus hijos asesinos pensaban matar a tolos hombres, mujeres y niños de la pradera. John Brown el Viejo robaba caballos, quemaba granjas, violaba mujeres y rebanaba cabezas. Que si John Brown el Viejo esto y John Brown el Viejo l'otro y, vaya por Dios, pa cuando terminaron con él, tenía pinta de ser el hijoputa asesino más infame y retorcío que jamás hayáis visto, así que decidí que, si algún día me topaba con él, vaya que si me lo cargaba yo mismo, sólo por lo qu'había hecho o por lo qu'iba a hacer a los blancos buenos que yo conocía.»
[El texto pertenece a la edición en español de Hoja de Lata Editorial, 2017, en traducción de Miguel Sanz Jiménez. ISBN: 978-84-16537-19-8.]
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