Carta segunda
«La división más amplia del pueblo español es la de nobles y plebeyos. Pero he de precaverle contra el concepto erróneo que un inglés puede sacar de estos términos. En España pertenece a la nobleza todo aquel cuya familia, bien por prescripción inmemorial o por patente real, tenga derecho a la exención de ciertas cargas y al disfrute de ciertos privilegios. Creo que esta distinción tiene su origen en el repartimiento del terreno que hicieron los reyes cristianos en las ciudades conquistadas a los musulmanes. En algunas cédulas de nobleza -no puedo decir si todas ellas son iguales- el rey, después de enumerar los privilegios y exenciones que concede a la familia en cuestión, añade la cláusula general de que serán considerados a todos los efectos como hidalgos de casa y solar conocido. En España hidalgo y noble son términos sinónimos. En nuestros días han sido suprimidos muchos de los antiguos privilegios de los hidalgos, pero no sin reconocerles el rango o distinción social de que gozaban antes de la modificación de la ley. De esta manera todavía el caballero español -otro nombre con que se designa esta nobleza secundaria en todas sus numerosas e imprecisas ramificaciones- está exento del sorteo para la milicia y sólo los hidalgos son admitidos como cadetes en el ejército. Según las normas del turno de ascensos creo que ascienden diez cadetes antes que un sargento sea promovido a oficial y aun muchas veces este último es pasado por alto. Los suboficiales que son bastante afortunados para conseguir el ascenso difícilmente llegan a evitar el desvío y trato despreciativo de sus orgullosos compañeros, y el mote de pinos con que se les conoce -probablemente como alusión a la elevada estatura que ha de tener un sargento, al igual que sucedía con los libertos romanos- implica cierta tacha que apenas borran de manera completa los más altos honores y dignidades del ejército.
La nobleza se transmite ininterrumpidamente del padre a todos sus hijos varones. Pero aunque la mujer no puede transmitir este privilegio a sus descendientes, su calidad de hija de hidalgo es de absoluta necesidad para producir lo que en la lengua del país se llama un noble de cuatro costados, es decir, un hombre cuyos padres, abuelos y bisabuelos pertenecen a la clase privilegiada. Pero vivimos en unos tiempos tan corrompidos que puedo nombrar a más de un caballero de esta ciudad a quien le ha facilitado más de un costado la pericia de los secretarios encargados de buscar y reunir las pruebas y documentos requeridos en estos casos.
También existe entre nosotros una distinción de sangre que creo es propia de España. La gran masa de nuestro pueblo la acepta tan ciegamente que el labriego más humilde considera su falta como una fuente de miseria y degradación que está condenado a transmitir a toda su descendencia. La menor mezcla de sangre africana, india, mora o judía mancha a toda una familia hasta la última generación, sin que el paso de los años borre el conocimiento de este hecho, o por lo menos lo haga desaparecer la humildad y oscuridad de las partes que tal desgracia tienen. En esta populosa ciudad ni aun los años ignoran que la Inquisición castigó por relapso en el judaísmo a uno de los antepasados de cierta familia que desde tiempo inmemorial tiene una confitería en uno de los lugares más céntricos de Sevilla. Recuerdo perfectamente que cuando niño yo mismo pasaba a menudo por aquel lugar sin apenas atreverme a mirar de reojo a la bella joven que atendía el establecimiento por temor de avergonzarla, como me decía a mí mismo.
Toda persona limpia de sangre manchada es definida por la ley como cristiano viejo, limpio de toda mala raza y mancha. La severidad de esta ley, o mejor dicho de la opinión pública que la apoya, es tal que cierra a sus víctimas las puertas de cualquier empleo en la Iglesia o el Estado y las excluye hasta de las cofradías y hermandades religiosas que sin embargo están abiertas a las clases más humildes. Estoy convencido de que si San Pedro fuera español, o no admitiría en el cielo a gente de sangre manchada o los enviaría a algún apartado rincón del paraíso donde su vista no ofendiera a los cristianos viejos.
Pero lo que se dice de las leyes -y creo que es cierto en todos los países antiguos y modernos con la única excepción de Inglaterra- de que son como las telarañas, que atrapan a los débiles pero ceden ante los fuertes y atrevidos, se puede aplicar también, o quizá con mayor razón, a la opinión pública. Es un hecho que muchas de las grandes familias aristocráticas de este país derivan buena parte de su sangre de moros y judíos. Sus respectivos árboles genealógicos han sido dibujados hasta esas ramas cancerosas en un libro manuscrito que ni las amenazas del Gobierno ni el miedo a la Inquisición han sido capaces de eliminar. Me refiero al Tizón de España. Pero las riquezas y el poder se mofan de la opinión pública y mientras un pobre y honrado trabajador, humillado por sentimientos parecidos a los de un paria de la India, apenas se atreverá a saludar a sus vecinos porque un cuarto o quinto antepasado suyo cayó en las garras de la Inquisición por negarse a comer carne de cerdo, un orgulloso aristócrata, tal vez más cercano descendiente de los patriarcas, considerará indigno de su rango casarse con la primera dama del reino si ésta no le aporta un sombrero más que unir a los siete u ocho que ya tiene derecho a conservar puestos delante del rey. Pero este punto requiere más detenida explicación.
El privilegio más preciado de un Grande de España es el de poder permanecer cubierto delante del rey. Consiguientemente, el número de sombreros de una familia indica su derecho hereditario a otros tantos títulos de grandeza. El orgullo de clase ha llevado a nuestros aristócratas a casarse solamente con sus iguales, y como por otra parte las propiedades y títulos pueden ser heredados por las mujeres, se ha llegado a la acumulación de inmensas fincas en unas pocas manos. El principal interés de estas familias nobles es seguir aumentando constantemente sus enormes patrimonios.»
[El texto pertenece a la edición en español de Compañía Europea de Comunicación e Información, 1991, en traducción de Antonio Garnica. ISBN: 84-7969-000-3.]
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