miércoles, 28 de agosto de 2019

Don Casmurro.- Joaquim Machado de Assis (1839-1908)

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Capítulo XXVI.- Las leyes son hermosas

«Por la cara de José Días pasó algo parecido al reflejo de una idea; una idea que le alegró extraordinariamente. Se calló un instante; tenía puestos los ojos en él; volvió los suyos hacia la barandilla. Como insistiese:
 -Es tarde -dijo-; pero para probarte que no hay falta de voluntad, iré a hablar con tu madre. No te prometo vencer, pero sí luchar; trabajaré con toda el alma. ¿De verdad no quieres ser sacerdote? Las leyes son hermosas, querido... Puedes ir a Sao Paulo, a Pernambuco, o aún más lejos. Hay buenas universidades por todo el mundo. Encamínate a las leyes, si es tu vocación. Voy a hablar a doña Gloria, pero no cuentes únicamente conmigo; habla también con tu tío.
 -Hablaré.
 -Únete también a Dios, a Dios y a la Virgen Santísima -concluyó apuntando hacia el cielo.
 El cielo estaba medio oscuro. En el aire, cerca de la playa, grandes pájaros negros daban vueltas, revoloteando o planeando, y bajaban a mojar los pies en el agua, y volvían a subir para bajar de nuevo. Pero ni las sombras del cielo, ni las danzas fantásticas de los pájaros me desviaban del espíritu de mi interlocutor. Después de responderle que sí, me enmendé:
 -Dios hará lo que usted quiera.
 -No blasfemes. Dios es dueño de todo; él es, por sí, la tierra y el cielo, el pasado, el presente y el futuro. Pídele su felicidad, que yo no hago otra cosa... Ya que no puedes ser sacerdote y prefieres las leyes... Las leyes son hermosas, sin olvidar la teología, que es mejor que nada, como la vida eclesiástica es la más santa... ¿Por qué no puedes ir a estudiar leyes fuera de aquí? Es mejor ir pronto a alguna universidad y, al tiempo que estudias, viajas. Podemos ir juntos; veremos tierras extranjeras, escucharemos inglés, francés, italiano, ruso, español y hasta sueco. Doña Gloria probablemente no podrá acompañarte; aunque si puede irá, no querrá dirigir los negocios, papeles, matrículas y cuidar de hospedajes y andar contigo de un lado para otro... ¡Oh! ¡Las leyes son hermosísimas!
 -Está dicho; ¿le pide a mi madre que no me meta en el seminario?
 -Pedirlo, lo pido: pero pedir no es alcanzar. Ángel de mi corazón, si el deseo de servir es poder de mandar, aquí estamos, estamos a bordo. ¡Ah!, no te imaginas lo que es Europa; ¡oh!, Europa...
 Levantó la pierna e hizo una pirueta. Una de sus ambiciones era volver a Europa, hablaba de ella muchas veces sin acabar de tentar a mi madre ni a tío Cosme, por más que alabase los aires y las bellezas... No contaba con esa posibilidad de ir conmigo y permanecer allí durante la eternidad de mis estudios.
 -¡Estamos a bordo, Bentinho, estamos a bordo!
[...]

Capítulo CXXIV.- El discurso

 -Vamos, es la hora...
 Era José Días que me invitaba a cerrar el ataúd. Lo cerramos y yo cogí una de las argollas; estalló el alarido final. Palabra que cuando llegué a la puerta y vi el sol claro, lleno todo de gentes y de carros, las cabezas descubiertas, tuve uno de aquellos impulsos míos que nunca llegaban a la ejecución: fue tirar a la calle el ataúd, difunto incluido. En el carro le dije a José Días que se callara. En el cementerio tuve que repetir la ceremonia de la casa, desatar las correas y ayudar a llevar el féretro al nicho; imagínate lo que esto me costó.
 Bajado el cadáver al hueco trajeron la cal y la pala; sabes cómo es, habrás ido a más de un entierro, pero lo que no sabes, ni puedes saber, ni puede saber ninguno de tus amigos, lector, o cualquier otro extraño, es la crisis en que entré cuando vi todos los ojos sobre mí, los pies quietos, las orejas atentas, y, al cabo de algunas instantes de total silencio, un susurro vago, algunas voces interrogativas, señales, y alguien, José Días, que me decía al oído:
 -Vamos, habla.
 Era el discurso. Querían el discurso. Tenían derecho al discurso anunciado. Maquinalmente metí la mano al bolso, saqué el papel y lo leí a trompicones, no todo, ni seguido, ni claro. La voz me parecía entrar en vez de salir, las manos me temblaban. No era sólo la emoción nueva lo que así me ponía, sino el propio texto, las memorias del amigo, las nostalgias confesadas, las alabanzas a la persona y a sus méritos; todo esto que estaba obligado a decir, y lo decía mal. Al mismo tiempo, temiendo que me adivinasen la verdad, forcejeaba por esconderla bien. Creo que me oyeron pocos, pero el gesto general fue de comprensión y de aprobación. Las manos que me tendieron eran de solidaridad; algunos decían: "¡Muy bonito! ¡Muy bien! ¡Magnífico!". A José Días le pareció que la elocuencia  estuvo a la altura de la piedad. Un hombre, que me pareció periodista, me pidió permiso para imprimir el manuscrito. Sólo mi gran turbación recusaría un obsequio tan sencillo.

Capítulo CXXV.- Una comparación

 Príamo se cree el más infeliz de los hombres por besar la mano de aquel que mató a su hijo. Es Homero quien relata esto, y es un buen autor, a pesar de contarlo en verso; pero hay narraciones exactas en versos, y hasta en malos versos. Compara la situación de Príamo con la mía; yo acababa de alabar las virtudes del hombre que había recibido difunto aquellos ojos; es imposible que algún Homero no sacase de mi situación mucho mejor efecto o, cuanto menos, igual. No digas que nos faltan Homeros, por la causa señalada en Camoes; no señor, nos faltan, es verdad, pero es porque los Príamos procuran las sombras y el silencio. Las lágrimas, si las tienen, son secadas tras las puertas, para que las caras aparezcan limpias y serenas; los discursos son más de alegría que de melancolía, y todo transcurre como si Aquiles no matara a Héctor.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2000, en traducción de Pablo del Barco. ISBN: 84-226-8458-6.]

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