miércoles, 23 de septiembre de 2020

Carta a mi madre.- Georges Simenon (1903-1989)

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   «Pasé diecinueve años contigo y casi tantos con Désiré. Tú trabajabas mucho. Él también. La suerte no os reservó muchas alegrías.
 Hoy comprendo que una pareja con hijos ya no es sólo una pareja. Y a veces lo olvida. En la casa, cerca de ellos, hay ojos de niños, casi siempre presentes, que los miran, que los juzgan con el rasero de su joven inteligencia. 
 Creemos ser simplemente padre y madre.
 No es verdad. Somos dos individuos cuyos gustos, palabras y miradas se ven sometidos a un juicio despiadado.
 Ahora que has muerto, ahora que te escribo una de mis escasas cartas, yo también soy padre y, naturalmente, ya no soy despiadado.
 Me pregunto hoy lo que pensarías tú, tan desconfiada, durante las horas que pasaba yo al pie de tu cama, mirándote más intensamente de lo que hubiera deseado. Tal vez te dijeses: "Espera con impaciencia a que fallezca para abandonar el hospital y volver a su casa".
 Y tal vez también la sombra de una sonrisa que por la mañana se te dibujaba entre los labios significara:
 -Como ves, aún estoy aquí...
 Ahora bien, durante todas aquellas horas, yo intentaba comprenderte, conocerte, imaginar a la niña Henriette Brüll que habías sido, pues solamente se conoce de verdad a alguien si se ha conocido su infancia.
 De la tuya sólo sé fragmentos que tal vez correspondan tanto a la leyenda como a la realidad, porque tú hablabas lo menos posible de ella y, en la época de mi juventud, no se permitía preguntar a los padres por su pasado.
 Conozco la Rue Féronstrée y las callejuelas que en ella desembocan. Sé que en una de esas callejuelas viviste con tu madre. También sé que no hablabas francés, sólo un flamenco mezclado con alemán, que hacía que se rieran de ti en las tiendas donde te enviaban a hacer recados.
 Tu padre, también él, es para mí un ser legendario. Fue administrador de una gran propiedad de Limburgo, al borde del canal. Yo fui allí de vacaciones, pues se ocupan de ello unos primos. Tu padre era dyjkmaster (jefe de diques), cosa de la que te mostrabas, con razón, muy orgullosa. En efecto, el dyjkmaster es quien tiene las llaves de las esclusas que permiten inundar la región en caso de sequía, lo que lo convierte en un personaje importante.
 ¿Por qué abandonó Limburgo? Nunca lo dijiste. Vuelvo a verlo en Herstal, en las afueras próximas a Lieja, viviendo con toda su familia en el antiguo castillo de Pepin de Herstal. Poseía cuatro o cinco gabarras y, por lo que sé, era una gran comerciante de madera.
 Tengo una fotografía de él. Es un hombre de rostro enérgico y ojos duros. Era alemán, nacido cerca de la frontera holandesa, y se casó con una holandesa.
 ¿Cómo, por qué vino a Bélgica? ¿Por qué se puso a beber desmesuradamente hacia la edad de cincuenta años? Lo ignoro. El caso es que en una noche de borrachera avaló unas letras de cambio para un amigo, éste quebró y tu padre se encontró de repente en la ruina.
 Así, que tú tenías cinco años cuando abandonaste el antiguo castillo de Herstal. El único recuerdo que de él me confiaste es el de que habías tenido una oveja. Te la habían dado cuando aún era un cordero y, después de que creciese, siempre te negaste a separarte de ella.
 ¿Qué vida se hacía en Herstal? ¿Cómo se produjo la dispersión de tus hermanos y hermanas, todos mucho mayores que tú?
 Ya ves, eso es todo lo que yo habría querido saber, pues me habría ayudado a conocer también a la madre que llegaste a ser.
 Hay grandes vacíos en tu historia, tal como me la han contado. Tengo una fotografía de tu madre, una mujer altiva de facciones regulares, pero tan duras como las de su marido y que mira delante de sí con expresión de desafiar al mundo.
 Esa mujer era la que, cuando llamaban a la puerta del piso, se apresuraba a poner cacerolas al fuego para dar la impresión de estar preparando una comida copiosa.
 Tú has conservado algo de ella. Algo y lo contrario. Tú también eras, madre, orgullosa, pero tenías el orgullo, por así decirlo, de tu humildad. Estabas orgullosa de ser pobre y de no pedir nada a nadie. Te presentabas más pobre de lo que eras, como si fuese una virtud, y a los setenta y un años empiezo a preguntarme si no será verdad.
 Con frecuencia te oía pronunciar estas palabras:
 -Mira, María, nosotros vivimos con lo estrictamente necesario.
 Esas palabras -"estrictamente necesario"- me obsesionaron cuando yo era muy niño. Las consideraba un insulto a mi padre, pues, si mi padre se había casado contigo y había fundado una familia, era porque se consideraba capacitado para hacerse cargo de sus responsabilidades.
 Pero tú eras una Brüll y los Brüll nunca han aceptado ser de clase media y menos aún ser pobres.
 Uno de tus hermanos, al que sólo vi una vez en mi vida, era muy rico y poseía un castillo. Como tu padre, era un personaje importante en Limburgo, donde vendía abonos y grano a los labradores cuya producción compraba más adelante.
 Aquel hermano nunca vino a verte después de tu boda. Nunca entró en nuestra casa. Pero un día en que yo miraba un mueble de madera blanca pintada de color de roble, me confiaste:
 -Mi madre y yo habíamos conservado unos muebles antiguos de la época de mi padre. Un día vino mi hermano y nos dijo que esos muebles, casi desvencijados, no eran prácticos y que iba a substituírnoslos por otros nuevos.
 Mi tío mandó retirar las antigüedades de la familia y las substituyó, generoso, por artículos baratos.
 Eso lo comprendiste. Ahora sé que comprendiste muchas cosas, que numerosos recuerdos para mí desconocidos fueron forjando poco a poco a la mujer que llegó a ser mi madre.
 Yo te miraba. Seguía la expresión de tus ojos a medida que unos u otros entraban. Y, de vez en cuando, te veía cerrar los párpados, como si estuvieras cansada de todo aquello, tanto de las visitas como de mí.   
 Apenas conociste a tu padre, ya que murió cuando tenías cinco años. ¿Conociste a tu madre mucho más tiempo? Ignoro cuándo murió y de qué. Ignoro también qué edad tenías y qué trastornos pudo provocar aquello en tu vida.
 Me produce estupefacción  descubrir el vacío que puede existir entre dos generaciones, cuando cada uno de nosotros, por sus genes, ya que no por su educación, tiene un parecido con sus padres.
 Te conozco, sé que, inmóvil en tu cama del hospital, debiste de preguntarte en qué podía pensar yo durante las horas que pasaba mirándote. Como ya te he dicho, sólo tengo una fotografía de tu padre y para mí sigue siendo una persona a la vez extraordinaria y misteriosa.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1999, en traducción de Carlos Manzano. ISBN: 84-08-46204-0.]
 

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