viernes, 23 de agosto de 2019

Fortunata y Jacinta.- Benito Pérez Galdós (1843-1920)

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 Parte segunda
VII.- La boda y la luna de miel
 12

«-¡Perfectamente! Pero usted se olvida que es casada y que Dios le manda querer a su marido, y si no le quiere, serle fiel de cuerpo y de pensamiento. ¡Bonita plancha, sí, señor, bonita!... En mi vida me ha pasado otra. Y usted, pisoteando el honor y la ley de Dios, se ha prendado de cualquier pelagatos... Ya se ve: su pasado licencioso le envenena el alma y la purificación fue una pamema. ¡No haber visto esto, Señor, no haberlo visto!
 Estaba tan furioso el cura por lo mal que le había salido aquella compostura, y su amor propio de arreglador padecía tanto, que no pudo menos de desahogar su despecho con estas coléricas razones:
 -Pues sépase usted que está condenada y no le dé vueltas: condenada.
 No se sabe si este procedimiento del terror hizo su efecto, porque Fortunata no contestó nada. La expresión de sus sentimientos acerca del tremendo anatema perdióse en la oscuridad de aquella caverna.
 -Al menos, desdichada, confiese usted su delito -dijo Rubin, que deslizándose en las tinieblas había encontrado un cajón en que sentarse-. No me oculte usted nada. ¿Cuántas veces, cuántas veces ha faltado usted a su marido?
 La contestación tardaba. Nicolás repitió la pregunta hasta tres veces suavizando el tono y al fin oyó un susurro que decía:
 -Muchas.
 Cuenta el padre Rubin que aquel muchas le dio escalofríos y que le pareció el rumorcillo que hacen las correderas cuando en tropel se escurren por las paredes.
 -¿Con cuántos hombres?
 -Con uno solo...
 -¡Con uno solo!... ¿De veras? ¿Le conoció usted después de casada?
 -No, señor. Le conozco hace mucho tiempo... Le he querido siempre.
 -¡Ah! Ya..., la historia vieja... Perfectamente -dijo el cura, cuyo amor propio se erguía al encontrar un medio de aparecer previsor-. Eso ya me lo temía yo. ¡El amorcito primero!... ¿No lo dije, no se lo dije a usted? Por ahí está el peligro. He visto muchos casos. Bueno. ¿Y ese pelafustán es el de marras?
Fortunata contestó que sí, sin comprender lo que quería decir de marras.
 -¿Y ése ha sido el miserable que abusando de su fuerza maltrató al pobre Maxi, débil y enfermizo?... ¡Ay, mundo amargo!
 -Él fue..., pero Maxi le provocó... -dijo la voz-. Esas cosas vienen sin saber cómo... Yo lo presencié desde la ventana.
 -¿Desde qué ventana?
 -De la casa aquella.
 -¿Casita tenemos?... Sí..., sí, lo de siempre. Lo había previsto yo. No crea usted que me coge de nuevo. ¡Casita y todo!... ¡Cuánta infamia! ¿Y no siente usted remordimientos? Cualquier persona que tuviera alma estaría e tal caso llena de tribulación... Pero usted, tan fresca.
 -Yo lo siento..., lo siento... Quisiera que eso no hubiese pasado.
 -Eso, que no hubiera pasado el lance, para continuar pecando a la calladita. Y siga el fandango. También esta clase de perversidad me la sé de memoria.
 Fortunata se calló. Fuera que los ojos del clérigo se acostumbraban a la oscuridad, fuera que entrase en el cuarto más luz, ello es que Nicolás empezó a distinguir a su hermana política sentada sobre el baúl, con un pañuelo en la mano. A ratos se lo llevaba al rostro como para secar sus lágrimas. Cierto es que Fortunata lloraba; [...]
 -Esas lágrimas que usted derrama, ¿son de arrepentimiento sincero? ¡A saber!... Si usted se nos arrepintiera de verdad, pero de verdad, con contrición ardiente, todavía esto podría arreglarse. Pero sería preciso que se nos sometiera a pruebas rudas y concluyentes...; ésta es la cosa. ¿Volvería usted a las Micaelas?
 -¡Oh! No, señor -replicó la pecadora con prontitud.
 -Pues entonces, que se la lleve a usted el demonio -gritó el clérigo con gesto de menosprecio.
 -Le diré a usted... Yo me arrepiento, pero...
 -¡Qué peros ni qué manzanas!... -manifestó Rubín, manoteando con groseros modales-. Reniegue usted de su infame adulterio, reniegue también del hombre malo que la tiene endemoniada.
 -Eso...
 -¿Eso qué?... ¡Vaya con la muy...! Y me lo dice así, con ese cinismo.
 Fortunata no sabía lo que quería decir cinismo, y se calló.
 -Todo induce a creer que usted se prepara a reincidir y que no hay quien le quite de la cabeza esa maldita ilusión.
 El gran suspiro que dio la otra confirmó esta suposición mejor que las palabras.
 -De modo que, aun viéndose perdida y deshonrada por ese miserable, todavía le quiere usted. Buen provecho le haga.
 -No lo puedo remediar. Ello está entre mí y no puedo vencerlo.
 -Ya... La historia de siempre. Si me la sé de memoria... Que quieren sólo a aquél y no pueden desterrarlo del pensamiento y que patatín y que patatán... En fin, todo ello no es más que falta de conciencia, podredumbre del corazón, subterfugios del pecado. ¡Ay, qué mujeres! Saben que es preciso vencer y desarraigar las pasiones; pues no, señor, siempre aferradas a la ilusioncita... Tijeretas han de ser... En resumidas cuentas, que usted no quiere salvarse. La pusimos en el camino de la regeneración y le ha faltado tiempo para echarse por los senderos de la cabra. ¡Al monte, hija, al monte! Bueno; allá se entenderá usted con Dios. Ya me estoy riendo del chasco que se va usted a llevar. Porque ahora, como si lo viera, se lanzará otra vez a la vida libre. Divertirse..., ¡ea!... Por de pronto, habrá un arreglito y ese tunante le dará alguna protección; tendrá usted casa en que vivir... Y ahora que me acuerdo, ¿ese hombre es casado?
 -Sí, señor -dijo Fortunata con pena.
 -¡Ave María Purísima! -exclamó el cura, llevándose ambas manos a la cabeza-. ¡Qué horror y qué sociedad! Otra víctima: la esposa de ese señor... Y usted tan fresca, sembrando muertes y exterminios por dondequiera que va...
 Esta frase de sermón aterró un poco a Fortunata.
 -Tendrá usted su castigo y pronto. La historia de siempre... ¡Qué mujeres, Señor, qué mujeres! Váyase usted a correr aventuras, deshonre a su marido, perturbe dos matrimonios; ya vendrá, ya vendrá el estallido. No le arriendo la ganancia. El amancebamiento ahora, después la prostitución; el abismo. Sí, ahí lo tiene usted, mírelo abierto ya, con su boca negra, más fea que la boca de un dragón. Y no hay remedio, a él va usted de cabeza... Porque ese hombre la abandonará a usted... Son habas contadas.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982. ISBN: 84-7530-063-4.]

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