XI
«Se arrellanó en una butaca y se reconcentró.
Desde hacía años era hábil en la ciencia de husmear. Pensaba que el olfato podía experimentar goces iguales a los del oído y de la vista, porque, a consecuencia de una disposición natural y de un cultivo erudito, cada sentido era susceptible de percibir impresiones nuevas, de duplicarlas, de coordinarlas, de componer con ellas ese total que constituye una obra. Y al fin y al cabo, la existencia de un arte que despidiese odorantes fluidos no era más anormal que la de otros que destacan ondas sonoras o hieren con rayos diversamente coloreados la retina de un ojo. Claro que, por la misma razón que sin una intuición particular desarrollada por el estudio nadie puede discernir entre una pintura de un gran maestro y un mamarracho, entre un aire de Beethoven y un aire de Chapisson, nadie tampoco, sin una iniciación previa, puede no confundir al primer intento un bouquet creado por un artista sincero con un revoltijo fabricado por un industrial para la venta en droguerías y bazares.
En este arte de los perfumes le había seducido, entre todos, un aspecto: el de la precisión ficticia.
Los perfumes no proceden casi nunca, en efecto, de las flores cuyo nombre llevan. El artista que osara tomar sólo a la naturaleza sus elementos no produciría más que una obra bastarda, sin verdad, sin estilo, pues la esencia obtenida por la destilación de las flores no podría ofrecer sino una remotísima y vulgarísima analogía con el aroma mismo de la flor viva cuando expande sus efluvios en plena tierra.
Así -con excepción del inimitable jazmín, que no acepta ninguna fabricación artificial ni ninguna similitud y que rechaza hasta los perfumes que se le asemejan-, todas las flores están representadas exactamente por alianzas de alcoholatos y de espíritus, sustrayendo al modelo su personalidad misma y añadiendo a ello esa minucia, ese tono mayor, ese humillo capitoso, ese toque raro que califica a una obra de arte.
En resumen, en la perfumería el artista remata el olor inicial de la naturaleza, cuya fragancia labra y aumenta cual un joyero purifica las aguas de una piedra y la hace valer más.
Poco a poco, los arcanos de este arte, el más descuidado de todos, se habían abierto ante Des Esseintes, que descifraba entonces esa lengua varia y tan insinuante como la de la literatura, ese estilo de una concisión inusitada bajo su apariencia flotante y vaga.
A tal fin, le había sido preciso por lo pronto trabajar en la gramática de los perfumes, comprender la sintaxis de los olores, penetrarse bien de las reglas que lo rigen, y una vez familiarizado con este lenguaje, comparar la obra de los maestros -Atkinson y Lubin, Chardin y Violet, Legrand y Piesse-, desensamblar la construcción de sus frases, pesar la proporción de sus palabras y el orden de sus períodos.
Después, en este idioma de los fluidos, la experiencia debía apoyar las teorías muy a menudo incompletas y banales.
La perfumería clásica era, en efecto, poco diversa, casi incolora, y estaba adaptada a un molde fundido por químicos antiguos. Chocheaba, confinada en sus viejos alambiques, cuando el período romántico había nacido y la había modificado, tornándola más joven, más maleable y más dúctil.
Su historia seguía paso a paso la de nuestra lengua. El estilo perfumado Luis XIII, compuesto de los elementos gratos en aquella época -el polvo de iris, el almizcle, la algalia y el agua de mirto, designada ya con el nombre de "agua de los ángeles"-, apenas si era suficiente para expresar las gracias desenvueltas y las tintas un poco crudas del tiempo que nos han conservado ciertos sonetos de Saint Amand. Más tarde, con la mirra, el incienso, las fragancias místicas, poderosas y austeras, el aspecto pomposo del "gran siglo", los artificios redundantes del arte oratorio, el estilo ampuloso, sostenido, frondoso, de Bossuet y de los maestros del púlpito, fueron casi posibles. Más tarde todavía, las gracias fatigadas y sabias de la sociedad francesa bajo Luis XV encontraron más fácilmente su intérprete en la frangipana y la "mariscala" que en cierto modo dieron hasta la síntesis de aquella época. Después, tras el fastidio y la incuria del Primer Imperio, que abusó de las aguas de Colonia y de las preparaciones a base de romero, la perfumería, en pos de Víctor Hugo y de Teófilo Gautier, se lanzó hacia los países del sol. Creó perfumes orientales, "zalemas" fulgurantes de especias; descubrió entonaciones nuevas, antítesis hasta entonces olvidadas; entresacó y recogió antiguos matices que complicó, que sutilizó, que combinó; rechazó súbitamente, en fin, la voluntaria decrepitud a la cual la habían reducido Malesherbes, Boileau, Andrieux y Baur Lormian, bajos destiladores de sus poemas.
Pero esta lengua no había permanecido estacionaria desde el período de 1830. Había evolucionado, y modelándose al paso del siglo, había avanzado paralelamente a las otras artes. También ella se había plegado a los deseos de los aficionados y de los artistas, lanzándose sobre el chino y el japonés, imaginando álbumes odorantes, imitando los ramilletes de flores de Takeoka, obteniendo con alianzas de espliego y de clavo el olor de la asarina; con un maridaje de pachuli y de alcanfor, el aroma singular de la tinta china; con los compuestos del acitrón, del clavo y del azahar, la emanación de la hovenia del Japón.
Des Esseintes estudiaba, analizaba el alma de estos fluidos, haciendo la exégesis de sus textos; se complacía en desempeñar para su satisfacción personal el papel de un psicólogo, en desmontar y volver a montar los engranajes de una obra, en desatornillar las piezas que forman la estructura de una exhalación compuesta, y con este ejercicio, su olfato había llegado a tener la seguridad de una maestría casi impecable.
Lo mismo que un vinatero reconoce el vino con husmear una gota; que un vendedor de lúpulo, en cuanto olfatea un saco, determina su valor exacto; que un negociante chino puede inmediatamente revelar el origen de los tés que huele, decir en qué granjas de los montes Boheos o en qué conventos búdicos ha sido cultivado, así como la época en que han sido cogidas sus hojas, y precisar el grado de torrefacción, la influencia que ha sufrido con la vecindad de la flor del ciruelo, de la aglea, de la Olea fragrans y de todos los perfumes que sirven para modificar la naturaleza del té, para añadirle un realce inesperado, para introducir en su humillo un poco seco un perfume de flores lejanas y frescas, también Des Esseintes, respirando un asomo de olor, podía al punto descubrir las dosis de su mezcla, explicar la psicología de su mixtura, casi citar el nombre del artista que la había escrito y le había impreso la marca personal de su estilo.
No hay para qué decir que poseía la colección de todos los productos empleados por los perfumistas; tenía hasta verdadero bálsamo de la Meca, ese bálsamo tan raro que no se cosecha más que en ciertas partes de Arabia y cuyo monopolio pertenece al Gran Señor de Turquía.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1986, en traducción de Germán Gómez de la Mata. ISBN: 84-02-10668-4.]
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