La caja de Pandora
Prefacio
«En el siguiente drama he trabajado a lo largo de nueve años, desde 1892 hasta 1901. Antes de cada nueva reedición lo he sometido a una cuidadosa revisión, hasta que ha adquirido la forma actual que debe ser la definitiva. Quisiera recordar aquí las palabras que ya incluyera en la edición de 1906 cuando al libro le sobrevino una sentencia judicial que ordenaba su destrucción.
Después de que la acusación calificara al drama de mamarrachada carente de todo valor ético y artístico, las tres instancias que debían emitir un dictamen sobre la obra reconocieron justamente sus cualidades éticas y artísticas. Estas instancias fueron: el Tribunal Real Provincial número 1 de Berlín, el Tribunal Supremo de Leipzig y el Tribunal Real Provincial número 2 de Berlín.
Fundamentándose en este reconocimiento, el Tribunal número 1 decidió la absolución del acusado y la autorización del libro. El Tribunal Supremo defendió la opinión de que las cualidades éticas y artísticas no eran criterio suficiente para anular el carácter obsceno del escrito y, amparándose en este criterio, revocó la primera sentencia. El Tribunal número 2 se sumó a la opinión del Tribunal Supremo y ordenó, al tiempo que absolvía al acusado, la destrucción del libro en su forma primitiva, no sin antes prodigarle una incomparable crítica más esmerada que cualquier otra reseña publicada hasta ese momento.
La finalidad de esta edición es conservar esas cualidades éticas y artísticas y purificarlas de todas aquellas manchas que, en la primera y nunca fácil elaboración del material, el desborde artístico y el goce creador, me hicieron pasar por alto. No puedo asumir la responsabilidad de hacer desaparecer valores, cuya existencia ha sido reconocida por veinte jueces alemanes y por hombres honrados y respetables. Permítanme sólo algunas breves observaciones totalmente imparciales.
No es Lulú el personaje trágico principal de esta obra, como fue considerado erróneamente por los jueces, sino la Condesa Geschwitz. Exceptuando algunas intrigas aisladas, Lulú desempeña en los tres actos un papel totalmente pasivo; por el contrario, la Condesa Geschwitz ofrece muestras, ya desde el primer acto -puedo decirlo tranquilamente-, de una capacidad de autosacrificio sobrehumana. En el segundo acto se ve obligada, por el desarrollo de la trama, a tener que superar, con un supremo esfuerzo de toda su energía espiritual, la terrible fatalidad antinatural que pesa sobre ella; a continuación, en el tercer acto, después de haber soportado las torturas anímicas más terribles con serenidad estoica, muere sacrificándose en defensa de su amiga.
En ninguna de las tres sentencias dictadas sobre la obra fue declarado ilícito el haber elegido como objeto de la creación dramática la terrible fatalidad antinatural que pesa sobre esta criatura. En realidad, también en la antigua tragedia griega, los personajes principales están siempre fuera de lo natural. Son de la estirpe de Tántalo, los dioses forjaron alrededor de su frente una corona de hierro. Esto quiere decir que, a pesar de las evoluciones anímicas más brutales, que a cualquiera que presenciase su lucha le proporcionarían la mayor de las dichas humanas, ellos no pueden escapar a la maldición que les domina como una herencia adversa; por el contrario, inútiles para la comunidad humana, se hunden, miserablemente, en medio de grandes sufrimientos, en lo profundo de su fatalidad. En el sentimiento del espectador no puede acuñarse la antinaturalidad como tal de un modo más terrible. Si el espectador, además, obtiene de la representación goce estético y un irreprochable beneficio espiritual, esto eleva la representación del campo de la moral al ámbito del arte.
A pesar de ello, la maldición de lo antinatural por sí sola no me hubiera seducido para elegirla como objeto de la creación artística. Lo he hecho, en mayor medida, porque todavía no he encontrado un tratamiento trágico de este fátum, tal y como se nos presenta en nuestra cultura actual. Me animó el impulso de desproveer de su talante ridículo a esa poderosa tragedia humana de las grandiosas y totalmente estériles luchas espirituales y, además, acercarlas al interés y a la compasión de todos aquellos que no están afectados por ella. Para conseguir este fin me pareció oportuno personificar de la forma más expresiva posible el sarcasmo ruin y la risa estridente burlona, que el hombre inculto siempre tiene dispuesta para enfrentarse a este tipo de tragedias. Para ello creé la figura del acróbata Rodrigo Quast. Rodrigo Quast es el antagonista de la Condesa Geschwitz. Durante el trabajo era totalmente consciente de que, con cuanta mayor brutalidad presentara las burlas de este acróbata, a mayor altura moral elevaría las evoluciones espirituales a las que se ve arrastrada la condesa Geschwitz en su infortunio. Para conseguir el efecto perseguido me resultaba evidente que las burlas debían ser una y otra vez desvirtuadas y superadas mediante la seriedad del tratamiento del destino de la Condesa Geschwitz y que, al final, la seriedad trágica tenía que quedar dueña del campo de batalla como vencedora incondicionalmente reconocida.
Todas las representaciones han confirmado que en el último acto de la obra he logrado provocar esta impresión. Incluso las sentencias pronunciadas sobre la obra en su forma primitiva aprecian este hecho. La sentencia del Tribunal Supremo, y con ella la del Tribunal Provincial número 2 de Berlín, tan solo ponen en tela de juicio que la tragedia suscite en el "lector normal" la impresión pretendida por el autor. ¡Por supuesto que no necesariamente! Ya que en la gran masa de "lectores normales" también está, en primera línea, la persona inculta, que en el drama aparece incorporada como acróbata y contra cuya burlona risa estridente está dirigida la tendencia de la pieza. Aquel a quien la sátira censura, no siente sus efectos con la simple lectura, sino sólo cuando, para su gran sorpresa, ve cómo las personas cultas encuentran ridículo y despreciable en la escena el retrato de su propio carácter. Por lo demás, las indecencias que he puesto en boca de este acróbata no alcanzan ni de lejos aquéllas de un Falstaff, Mephisto o Spiegelberg.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1993, en traducción de Juan Andrés Requena del Río. ISBN: 84-376-1163-6.]
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