Primera parte
Capítulo I: de la fuerza actual de Francia
«Toda la fuerza de la revolución de Francia consiste en el arte de fanatizar la opinión al servicio de los intereses políticos. Si un hombre cualquiera tuviera influencia sobre los franceses, el conocimiento de su carácter, el examen de su ambición, sin duda harían fáciles los medios de tratar con él; pero son las ideas las que reinan en Francia y no los individuos. Los franceses tienen demasiada vanidad para someterse a un jefe; el rey se confundía con la realeza: era el rango y no el talento el que le colocaba por encima de todos; pero aquel que se escogiera, que se siguiera y al que se creyera voluntariamente, sería por lo mismo reconocido como debiendo a su talento su superioridad sobre los demás; y esta confesión no es francesa. La invención de la imprenta, vulgarizando las luces, ha hecho mucho más rara la especie de ciega confianza que somete los soldados a sus jefes políticos o militares; y cuando se agrega a la invención de la imprenta esa otra invención más moderna de los panfletos, que aparecen todos los días y a todas las horas, que investigan los menores actos de los hombres, que subrayan cada ridículo, que dan pábulo a cada sospecha, que deciden de todo, se verá que es imposible conservar la magia de la gloria. Esta continua observación es para ella una especie de prostitución donde se destruye su prestigio.
Se ha repetido mucho que no ha habido grandes hombres en esta revolución; yo creo que se puede observar en las diferentes épocas esfuerzos de virtud, pruebas de valor, amplitud de espíritu, una audacia criminal que en los tiempos pasados, incluso en la época de la revolución inglesa, hubieran sido suficientes para adquirir verdadera influencia; y, sin embargo, en Francia ninguna reputación se ha mantenido. Los hombres no han sido otra cosa más que instrumentos de la idea dominante; el pueblo les ha considerado como medios y no como jefes. Necker estaba con el pueblo, en tanto que le creía oprimido; lo combatió cuando quiso transformarse en usurpador; en ese mismo instante, Necker, se vio abandonado por todos los que le habían seguido. Mirabeau murió a tiempo para no experimentar la inutilidad del talento empleado en remontar el torrente dominador. Lafayette, fiel a su juramento a la constitución, y queriendo defenderla en la jornada del 10 de agosto, no ha podido conservar, de todos los guardias nacionales de Francia, más que veinte compañeros de infortunio. Dumouriez, cuyo talento militar no puede ser puesto en duda, arrastrado por una de sus intrigas a intentar restaurar el trono, que otra intriga le había hecho derrocar, tuvo que huir de las armas de sus propios soldados, quienes, nada instruidos de la opinión que puede merecer su carácter moral, no debían ver en él más que un bravo y victorioso general. No queda más que Robespierre, cuyo terrible poder necesita ser explicado; pero si es posible decirlo, se había identificado con el terror, y amparándose de todas las odiosas pasiones de los jacobinos, llegaba sin saberlo, a hacerse un trono del cadalso, donde ocupaba el lugar del verdugo; pero desde que esta intención quedó manifestada, desde que quiso pretender a ciertas distinciones en el imperio de la maldad, surgió la revuelta contra él. La Convención ha surgido, sin duda, del sentimiento de horror y de espanto que estos crímenes inspiraban; pero en los primeros momentos el pueblo incierto no se ha aliado a la Convención contra Robespierre, más que por la preferencia que siempre concede a una asamblea sobre un hombre. El pueblo no quiere y no cree armarse más que para sí mismo. Es la reunión de sus representantes lo que defiende en la Convención y el poder de un individuo, sea quien sea, no tiene nada de democrático.
Se podrían hallar ideas de libertad en esta invencible repugnancia hacia el gobierno de uno solo, o al ascendiente del pequeño número; pero como este principio es incompatible con la estabilidad del estado social, resulta destructor de esta libertad que se cree su base. Sin embargo, lo que importa en la circunstancia actual, no es analizar las desgracias incontestables de la revolución de Francia, sino juzgar sus efectos. Los franceses, reunidos contra los extranjeros, son por sí mismos más fuertes que toda Europa y los franceses están unidos por la fuerza de la opinión pública. Los medios de influenciarla deben ser, por consiguiente, el primer objeto de las potencias. Se ganarían sucesivamente los conductores de la facción popular, si se representaran completamente semejantes a los que se habían desechado. Desde que existe un movimiento público, crea siempre hombres para aprovecharse de ellos. No se trata, convengo en ello, de la mayoría numérica de Francia como entusiasta de las ideas democráticas, sino que son todos los caracteres activos, impetuosos, que multiplican su existencia mediante sus pasiones, arrastrando a los otros a su voluntad y reclutando a los débiles mediante el mismo espanto que inspiran. Los intereses que se oponen a esta impulsión son de naturaleza combinada; el móvil es el amor al orden y al reposo y los medios se resienten casi siempre de la moderación del fin. Los crímenes de los jacobinos, colocándoles en situación desesperada, han reagrupado y doblado su fuerza; la misma conciencia de un hombre honesto le aísla; hay, quizá, en la virtud algo de solitario y de completo que se opone al cambio, a la reunión de intereses necesarios para formar un partido en los momentos de agitación política. En fin, las potencias, por la incertidumbre de sus sistemas, por las faltas que ha cometido, han impedido que el partido contrario a la república pudiera ofrecer ningún objeto fijo de reunión en el interior. El odio contra la invasión extranjera es, por consiguiente, en Francia, una especie de sentimiento general; es la sola idea que reúne a una nación presta a desunirse.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editora Espasa-Calpe Argentina, 1946, en traducción de M. Granell.]
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