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«El prisionero era el líder de la célula C-7 de la unidad terrorista Z-99. Con base en la zona secreta de la provincia de Binh Duong, la Z-99 era colectivamente responsable de cientos de ataques con granadas, minas, bombas, morteros y ejecuciones que habían acabado con varios millares de vidas y habían sembrado el terror en Saigón. La especialidad de nuestro prisionero era convertir relojes de pulsera normales en mecanismos de detonación de aquellas bombas improvisadas. Le quitaba la manecilla de las horas y la de los segundos a un reloj de pulsera, le metía un cable de batería a través de un orificio del cristal y ajustaba la manecilla de los minutos al intervalo que deseara. Cuando la manecilla avanzaba hasta tocar el cable, la bomba detonaba. Las bombas en sí se fabricaban con minas de tierra, robadas de los almacenes americanos o bien compradas en el mercado negro. También se fabricaban bombas con TNT que entraba de contrabando en la ciudad en cantidades pequeñas, escondido dentro de piñas vaciadas, barras de pan y cosas parecidas, hasta en los sujetadores de las mujeres, lo cual generaba bromas sin fin en el seno de la Sección Especial. Sabíamos que la Z-99 tenía a alguien que manipulaba los relojes, pero antes de averiguar quién era lo solíamos llamar simplemente el Relojero, y así era como yo pensaba todavía en él.
El Relojero se me quedó mirando con cara socarrona la primera vez que entré en su habitación, una semana después de empezar su tratamiento. No era la reacción que yo esperaba. Hey, good lookin'!, me dijo en inglés, citando la canción de Hank Williams. Yo me senté en su silla y él en la cama; era un hombrecillo diminuto y tembloroso, con una tupida mata de pelo crespo y asombrosamente negro en medio de la blancura de aquella habitación. Os agradezco la lección de inglés, me dijo, sonriéndome. ¡Seguid poniendo esa música! ¡Me encanta! Por supuesto, no era verdad. Se le veía un centelleo en la mirada, un brevísimo destello de indisposición, aunque tal vez le viniera de ser licenciado en Filosofía por la Universidad de Saigón y primogénito de una respetable familia católica que lo había desheredado por sus actividades revolucionarias. Fabricar relojes de la forma legítima -su profesión antes de hacerse terrorista- había sido un simple trabajo para pagar las facturas, según me contó durante nuestra conversación inicial. Fue una simple charla trivial, de la que entablan dos personas para conocerse, aunque por debajo de los coqueteos acechaba nuestra común conciencia de nuestros papeles de prisionero e interrogador. A mi conciencia de este hecho se le sumaba el conocimiento de que Claude nos estaba mirando por el monitor de vídeo. Di gracias por el aire acondicionado. Si no, hubiera estado sudando, intentando averiguar cómo podía ser al mismo tiempo enemigo y amigo del Relojero.
Le informé de que se lo acusaba de subversión, conspiración y asesinato, pero puse énfasis en que era inocente hasta que se demostrara lo contrario; la frase le hizo reír. Eso les gusta decir a tus titiriteros americanos, pero es una estupidez. La Historia, la humanidad, la religión y esta guerra nos enseñan justamente lo contrario. Que todos somos culpables hasta que se demuestra lo contrario, tal como nos han enseñado los mismos americanos. ¿Por qué creen si no que en realidad todo el mundo es del Viet Cong? ¿Por qué disparan primero y preguntan después? Porque para ellos toda la gente amarilla es culpable hasta que se demuestre su inocencia. Los americanos son un pueblo confuso porque no pueden entender esta contradicción. Creen en un universo de justicia divina en el que la especie humana es culpable del pecado, pero también creen en una justicia laica que les presupone inocencia a los seres humanos. Las dos cosas no pueden ser al mismo tiempo. ¿Y sabe usted qué hacen los americanos al respecto? Pues se fingen eternamente inocentes, da igual cuántas veces pierdan su inocencia. El problema es que quienes insisten en ser inocentes creen que todo lo que hacen es justo. Por lo menos quienes admitimos nuestra culpa sabemos las cosas oscuras que somos capaces de hacer.
Me impresionó su comprensión de la cultura y la psicología americanas, pero no podía demostrárselo. De forma que le dije: entonces, ¿prefiere que le presuponga culpable?
Si no ha entendido que sus amos ya me consideran culpable y me van a tratar como tal, entonces no es usted tan listo como cree. Pero no es de extrañar. Es usted un bastardo, y defectuoso como todos los híbridos.
Visto desde la distancia, no creo que el Relojero tuviera intención de insultarme. Como les pasa a la mayoría de los filósofos, simplemente carecía de don de gentes. A su manera poco elegante, me estaba comunicando lo que tanto él como muchos otros consideraban un simple dato científico. Y sin embargo, en aquella habitación blanca, admito que lo vi todo rojo. Podría haber alargado aquel interrogatorio durante años si me hubiera dado la gana, haciéndole una infinidad de preguntas que no llevaran a ninguna parte mientras en apariencia buscaba su punto débil y en secreto intentaba mantenerlo a salvo. En cambio, lo único que yo quería hacer en aquel momento era demostrarle que sí era tan listo como creía, es decir, más listo que él. De los dos, solamente uno podía ser el amo. El otro tenía que ser el esclavo.
¿Cómo podía demostrarle esto? Una noche en mis aposentos, después de que la cólera se enfriara y se endureciera, me di cuenta de que yo, el bastardo, lo entendía a él, el filósofo, con total claridad. La fuerza de una persona siempre era su debilidad, y viceversa. Y el punto débil de cada uno siempre estaba a la vista de quien fuera capaz de verlo. El Relojero, por ejemplo, era el revolucionario dispuesto a abandonar lo más importante para los católicos vietnamitas, su familia, para quienes el único sacrificio aceptable se hacía en nombre de Dios. Su fuerza residía en su sacrificio, y eso era lo que había que destruir. Me senté de inmediato a mi mesa y le escribí al Relojero su confesión. Él leyó mi relato la mañana siguiente con incredulidad y luego lo volvió a leer antes de fulminarme con la mirada. ¿Está diciendo usted que me declaro maricón? Homosexual, lo corregí yo. ¿Va usted a difamarme?, me dijo. ¿A contar mentiras de mí? Nunca he sido maricón. Nunca he soñado con ser maricón. Esto... esto es sucio. Levantó la voz y se le sonrojó la cara. Hacerme decir que me hice revolucionario porque amaba a un hombre... Decir que fue por eso por lo que me escapé de mi familia... Que mi mariconería explica mi amor por la filosofía... Que ser maricón es la razón de que desee destruir la sociedad... Que he traicionado a la revolución para poder salvar al hombre al que amaba y al que vosotros habéis capturado... ¡Nadie se lo va a creer!
Entonces a nadie le importará que lo publiquemos en la prensa junto con la confesión del amante de usted y unas cuantas fotografías íntimas de los dos.
Nunca me podréis sacar en una fotografía así.
La CIA tiene un talento notable para la hipnosis y las drogas. Él se quedó callado. Yo seguí: cuando los periódicos cubran esto, se dará usted cuenta de que no solamente lo condenarán sus camaradas revolucionarios. También se le cerrará para siempre el camino de vuelta a su familia. Sus familiares tal vez aceptarían a un revolucionario reformado, o hasta a uno victorioso, pero nunca aceptarán a un homosexual, da igual lo que pase a su país. Será usted un hombre que lo habrá sacrificado todo por nada. Ni siquiera será un recuerdo para sus camaradas ni para su familia. Si habla usted conmigo por lo menos esta confesión no se publicará. Su reputación se mantendrá intacta hasta el día en que se termine la guerra. Me puse de pie. Piense en ello. Él no dijo nada y tampoco hizo nada, más que mirar fijamente su confesión. Me detuve ante la puerta. ¿Todavía le parezco un bastardo?
No, dijo él en tono inexpresivo. Me parece un simple gilipollas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 2017, en traducción de Javier Calvo. ISBN: 978-84-322-3223-7.]
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