viernes, 9 de agosto de 2019

La transparencia del tiempo.- Leonardo Padura (1955)

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5.-Antoni Barral, 1936

«Había sido durante las clases de catecismo que organizó al llegar a la Vall de Sant Jaume cuando el padre Joan advirtió que Antoni, un niño juncal, de grandes ojos negros dotados de una profundidad que parecía perderse en el tiempo, tenía capacidades intelectuales de las cuales estaban muy lejos los otros muchachos de la aldea. Por eso, con el permiso de Carles Barral, había comenzado no sólo a alfabetizarlo, sino a hablarle de historia, de literatura, de geografía y de ciencias naturales. Pronto comprobó que Antoni era una especie de rareza genética en aquel valle de payeses rústicos: aprendía, memorizaba, procesaba, como si las palabras del sacerdote sólo desempolvaran viejas sapiencias escondidas en su memoria. Para hacer más grata la instrucción, el cura le hablaba de reyes, emperadores, generales y papas como si le narrara cuentos; le transmitía sus conocimientos sobre la fecundación o sobre la geografía, adornándolos con anécdotas pintorescas. Gracias a ello Antoni Barral tuvo una primera idea romántica de cómo alrededor de las montañas que conocía se extendía un mundo amplio y diverso y de que, en el tiempo pasado conocido como la Historia, habían existido muchos hombres que, bien o mal, habían intentado o logrado cambiar el mundo, con actos o con ideas. Los deseos de conocer ese universo tramontano y vital comenzaron a germinar en la conciencia del joven. Sin embargo, la propuesta del cura de que Antoni se matriculase en una escuela de Camprodón fue desechada por su padre Carles: el hijo mayor, el Andreu, era tonto, vago, incapaz incluso de cuidar como es debido de un horno de carbón, esquilar una oveja sin lastimarla o ayudar en el parto de una cabra, y Carles, viudo desde hacía diez años, necesitaba a Antoni para poder salir adelante en aquella vida dura, de estrecheces sin límites que se vivía en la aldea, en el valle, en el país. El padre Joan aceptó la decisión sin discutirla, pero obtuvo a cambio la autorización para pode acompañar a Antoni en cualquiera de sus faenas o en sus cacerías de liebres, perdices rojas y palomas torcaces, y así continuar su labor pedagógica e, incluso, darle alguno de los libros que había traído de Barcelona en un baúl de cartón del cual, como por arte de magia, siempre podía salir un nuevo volumen nunca visto por Antoni.
 El deseo de conocer el mundo que había a uno y otro lado de la sierra, también más allá de los mares, de ver gentes diferentes a las de Oix, Molló, Beget, Camprodón, incluso a las de Olot, siguió creciendo en los pensamientos del joven. No obstante, Antoni bien sabía que las posibilidades de vivir esas experiencias difícilmente se concretarían en los días de su vida porque, además, él realizaba sus faenas no sólo con empeño, sino con placer: cuidar de que un horno de carbón no se volara, esquilar las ovejas, recorrer los senderos de montaña con el arria de mulos, atender y conocer a cada uno de sus animales eran sus misiones en la vida. En verdad, las lecciones y lecturas que le regalaba el padre Joan sólo servían para hacer sus faenas más satisfactorias y tener la posibilidad, en ciertos casos, de asociar los asuntos de su vida y de su aldea con las de otras vidas y sitios diferentes. Y, en ocasiones, para que Antoni soñara.
 En uno de aquellos encuentros, poco antes de que se produjera el alzamiento de los militares y comenzara la guerra, el padre Joan le había preguntado al muchacho qué le gustaría ser en la vida. Antoni lo miró y sonrió; entendía la pregunta, pero no su sentido. Porque en la Vall de Sant Jaume nunca nadie se había hecho semejante cuestionamiento. Allí los destinos siempre habían estado escritos desde antes de nacer y hasta el momento de morir. Y es que a sus quince años Antoni Barral estaba convencido de que su existencia replicaría la de sus antepasados. Y no se quejaba, no se lo cuestionaba. A pesar de que alguna que otra vez, oyendo a algún jornalero de paso por la aldea hablar de la necesidad de crear una sociedad donde todos serían iguales o escuchando al párroco hablarle de otros tiempos y lugares fabulosos o leyendo algún relato también facilitado por el cura, había llegado a soñar que algo, o quizás todo, podría ser diferente. Mas él sabía que sólo se trataba de eso, de un desvarío, una ilusión. Y fue el diluvio el que, de un modo dramático, lo obligó a despertar de sus sueños, pues hizo que todo fuera diferente.
 La noticia de que la columna de un comité de anarquistas de la CNT y la FAI de Sant Joan les Fonts había entrado en el vecino pueblo de Beget provocó el revuelo entre las cuatro decenas de aldeanos de la Vall de Sant Jaume. Sobre todo porque se decía que eran entre veinte y treinta hombres armados, con la misión de ir tomando posesión de territorios y estableciendo los términos de su revolución radicalísima y particular, deteniendo a los enemigos del pueblo e imponiendo levas forzosas. Su primer objetivo era neutralizar a esos enemigos indeseables, categoría en la que entraban terratenientes, burgueses y curas. El segundo propósito radicaba en comenzar la creación de una nueva sociedad en la cual todos fuesen los dueños de todo, sin vestigios de propiedad privada ni estatus sociales, o sea, haciendo una guerra contra la explotación y el Estado: la revolución total del comunismo libertario. Aquello no sonaba mal, aunque los comentarios que antecedían a la columna de los revolucionarios aseguraban que en otras aldeas de la sierra y en pueblos de la costa columnas como esa habían emprendido un proceso de socialización de la propiedad que incluía no sólo pequeñas fábricas y talleres, sino hasta los botes de los pescadores y las cabras y las ovejas de los pastores, que dejaban de ser propiedad del pescador o del pastor para transformarse en bien común del pueblo. ¿Sería cierto...? ¿Y habían sido ellos los que fusilaron al señor Pallard? Decían que sí... ¿Y ellos mismos quienes le dieron fuego a la iglesia de Sadernes con el párroco dentro?... En los comentarios llegados de cualquier parte, nadie aseguraba a ciencia cierta a qué política del gobierno de la República respondían esos hombres. De lo que los aldeanos estaban convencidos era de que su cercanía  significaría la llegada de la guerra y sus efectos a la Vall de Sant Jaume, como había advertido el padre Joan.»
[El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2018. ISBN: 978-84-9066-479-7.]

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