«Resulta verdaderamente extraño que gente normal como John, o yo misma, alquile una casa señorial en verano.
Una mansión colonial, un patrimonio heredado, una casa encantada, el ideal romántico de felicidad a mi alcance -¡pero eso sería pedirle mucho al destino!
Sin embargo, quiero manifestar, pecando de arrogancia, que aquí hay algo raro.
Si no, ¿por qué tiene un arrendamiento tan bajo? Y ¿por qué lleva tanto tiempo sin inquilinos?
John se ríe de mí, claro, pero eso es algo que una ya espera cuando se casa.
John es un hombre práctico, pero llevado al extremo. No es nada tolerante con las cosas de la fe, le horrorizan las supersticiones y se mofa abiertamente de todo aquello que no siente o ve, o de lo que no se puede resumir en cifras.
John es médico, y quizá (esto no se lo diría ni a un moribundo, por supuesto, pero estoy ante un simple papel y exteriorizarlo me aporta un gran alivio mental), quizá sea uno de los motivos por los que no mejoro.
¡Ya ves que él no cree que yo esté enferma!
Y ¿qué puedo hacer?
Cuando un médico de renombre, que además es tu propio marido, afirma a amigos y familiares que no me pasa nada y que lo que tengo es una depresión nerviosa, una mera tendencia histérica, ¿qué puede hacer una?
Mi hermano, que es médico y también de buena reputación, opina lo mismo.
Así que tomo fosfatos y fosfitos -sea lo que sea eso- y estimulantes, y doy paseos y me da el aire y hago ejercicio y tengo absolutamente prohibido "trabajar" hasta que me recupere.
Yo, personalmente, no comparto esas ideas.
Yo, personalmente, creo que trabajar en un ambiente amigable, con entusiasmo y haciendo cosas variadas me haría bien.
Pero ¿qué se supone que debe hacer una?
Pese a su opinión, me dediqué a escribir durante una temporada y, sin embargo, tener que hacerlo a escondidas me agota de tal manera...; pero, o me comporto con astucia o me encontraré con una fuerte oposición.
A veces imagino que, en mi estado, si en vez de tanta prohibición hallara más compañía y más estímulos...; pero John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado, y eso siempre me hace sentir mal -debo confesarlo.
Así que voy a evitar pensar en ello y hablaré de la casa.
¡Qué lugar tan bonito! Está bastante aislada, bien alejada de la carretera y a unos cinco kilómetros del pueblo. Me hace rememorar lugares de Inglaterra sobre los que he leído; hay setos y muros y cancelas con pestillos, y multitud de casas pequeñas con terreno alrededor para los amantes de la jardinería o para el disfrute de la gente.
¡Tiene un jardín adorable! Nunca había visto un jardín así, grande y umbrío, lleno de caminos perfilados por setos de boj con bancos cubiertos por pérgolas emparradas.
En su momento también debió de haber invernaderos, pero ahora están rotos.
Existía algún problema jurídico -creo-, algo entre los herederos y los coherederos. Fuera por el motivo que fuera, el lugar llevaba años vacío.
Eso cercena mi predisposición por lo fantasmagórico, me temo, pero ¡me da lo mismo! En esta casa hay algo raro; puedo sentirlo.
Llegué incluso a comentárselo a John una noche con luna, pero dijo que lo que yo sentía era una corriente de aire y, a continuación, cerró la ventana.
En ocasiones me enfado con John sin motivo. Estoy segura de que nunca he estado tan sensible, y creo que se debe a mi estado de nervios.
Pero John dice que, si sigo sintiéndome así, voy a perder el autocontrol; así que hago grandes esfuerzos por contenerme, al menos delante de él, pero me agoto.
No me gusta nada nuestro dormitorio. Yo prefería uno de la planta baja que tiene salida al porche y rosas en la ventana, y unos bonitos y tradicionales bandós de chintz, pero John no quiso oír hablar de ello.
Decía que esa habitación no tenía más que una ventana, que carecía del espacio necesario para poner dos camas y que, si decidía cambiar, no había cerca otro dormitorio.
Es muy atento y cariñoso y apenas me deja moverme sin marcarme una pauta para cada cosa.
Me prepara una programación con cada hora del día y se ocupa de mí en todo momento, y yo siento que soy una desagradecida despreciable por no valorarlo más.
Comentó que si habíamos venido aquí había sido sólo por mí, pues iba a disfrutar de un reposo perfecto y de un montón de aire puro.
-El ejercicio que hagas, querida, dependerá de tu resistencia física -decía-, y comerás tanto como apetito tengas, pero el aire lo inhalarás constantemente.
Así que instalamos la enfermería en la parte alta de la casa.
Es un habitación grande y ventilada que ocupa casi toda la planta, con ventanas orientadas a todas las direcciones y con aire y sol en abundancia. En sus orígenes debió de ser el cuarto de los niños y después el de los juegos y un gimnasio, diría yo, porque las ventanas tienen rejas para los críos pequeños y en las paredes hay anillas y otros artilugios.
Por el aspecto de la pintura y del papel diría que aquí hubo instalada una escuela infantil. Alrededor del cabecero de la cama, aproximadamente hasta donde yo alcanzo y, al otro lado de la habitación, en toda una franja ancha pegada al suelo, lo han arrancado a grandes trazos -el papel-. En mi vida he visto un papel más feo.
Es uno de esos flamantes y descontrolados diseños que cometen, a su paso, todo tipo de tropelías artísticas.
Es lo suficientemente apagado como para confundir a quien lo observa, lo suficientemente pronunciado para irritar e inducir a su estudio de continuo, y, si sigues sus curvas inciertas y poco convincentes durante un pequeño trecho, verás que de repente se suicidan: se sumergen en ángulos atroces y se destruyen a sí mismas en insólitas contradicciones.
El color es repulsivo, casi repugnante: un ocre sucio y reprimido, curiosamente descolorido por el lento avance de los rayos del sol.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Contraseña, 2012, en traducción de Maria José Chuliá. ISBN: 978-84-939308-2-0.]
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