lunes, 26 de agosto de 2019

Toba Tek Singh.- Saadat Hasan Manto (1912-1955)

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La última voluntad de Gormukh Singh 

«Al principio sólo se produjeron algunos casos dispersos de apuñalamientos, pero después comenzaron a llegar noticias de altercados constantes entre ambas partes, en los que se usaban cuchillos, navajas, kirpan, espadas y rifles. En ocasiones también llegaban noticias de explosiones de bombas de fabricación casera.
 En Amritsar prácticamente todo el mundo pensaba que estos enfrentamientos entre comunidades no durarían mucho y que, en cuanto se enfriaran los ánimos, todo volvería a la normalidad. Anteriormente ya se habían producido allí varias revueltas que no habían durado mucho. Unos diez o veinte días de alboroto y luego, poco a poco, todo volvía a ser como antes. Por eso, a tenor de las experiencias pasadas, todos pensaban que aquel fuego se iría extinguiendo por sí solo hasta apagarse. Sin embargo, no fue así, y por el contrario, la intensidad de las revueltas fue aumentando día a día.
 Los musulmanes que vivían en barrios hindúes comenzaron a huir, e igualmente los hindúes que vivían en barrios musulmanes abandonaron sus casas y sus posesiones para refugiarse en un lugar seguro. Todos pensaban que esta sería una medida temporal, hasta que todo volviera a la normalidad.
 Mian Abdul Haq era un juez jubilado que estaba convencido de que todo se arreglaría enseguida; por eso no se sentía demasiado preocupado. Vivía con su hijo de once años, su hija de diecisiete y un antiguo criado de unos setenta años. Era una familia pequeña. Cuando comenzaron las revueltas, había comprado bastantes provisiones como medida de seguridad, de modo que estaba completamente tranquilo, ya que, aun en el caso de que Dios permitiera que las cosas empeoraran y cerraran las tiendas, no se tendría que preocupar por la comida ni por la bebida. Sin embargo, su joven hija, Sugra, estaba muy inquieta. Vivían en una casa de tres pisos, bastante alta en comparación con los otros edificios. Desde la azotea se veían perfectamente tres cuartas partes de la ciudad. Sugra llevaba varios días viendo fuego en algunas zonas.
 Al principio se oían las sirenas de los coches de bomberos, pero después ya ni siquiera se oía eso, ya que había fuegos por todas partes.
 Por las noches, la atmósfera era distinta. Las llamas se alzaban en medio de la profunda oscuridad y parecía como si los dioses estuvieran lanzando llamaradas de fuego por la boca. Además no hacían más que oírse ruidos extraños que, unidos a los gritos de las consignas, ya fuera de "Hare Hare Mahadev" o de "Allah Akbar", creaban un ambiente espeluznante.
 Sugra no le había confesado a su padre su miedo, ya que él les había dicho que no tenían nada que temer porque todo se iba a arreglar. Como él siempre tenía razón, estaba relativamente tranquila. Sin embargo, cuando cortaron la luz y el agua, sí que le manifestó su inquietud y, asustada, le sugirió que se marcharan unos días a Sharifpur, adonde se habían ido yendo poco a poco todos los vecinos, pero su padre no cambió de opinión y le dijo:
 -No hay por qué preocuparse inútilmente. Muy pronto se arreglará todo.
 Sin embargo, la situación, en vez de arreglarse, se deterioraba cada día más. Todos los musulmanes del barrio en que vivían se habían marchado y fue la voluntad de Dios que Mian Sahab sufriera un derrame cerebral repentino que lo dejó postrado en la cama. Su hijo, Basharat, que siempre estaba jugando por toda la casa, permaneció al lado de su padre y comenzó a darse cuenta de la complejidad de la situación.
 El mercado que había junto a su casa estaba en completo silencio. La farmacia del doctor Gulam Mustafá hacía tiempo que había cerrado. Un poco más allá estaba el doctor Goranditta Mal, pero Sugra vio desde la terraza que su consultorio también estaba cerrado con candado. El estado de su padre era bastante preocupante y ella estaba tan nerviosa que empezó a perder la cabeza. Llevándose a Basharat aparte le dijo:
 -¡Por Dios, haz algo! Ya sé que no es muy seguro salir, pero ve e intenta llamar a alguien, porque nuestro padre está muy mal.
 Basharat se marchó, pero volvió inmediatamente con el rostro amarillo como la cúrcuma. En la plaza había visto un cadáver cubierto de sangre, junto al cual había un montón de hombres sijs con el rostro tapado saqueando una tienda. Sugra abrazó a su atemorizado hermano y se sentó con resignación, pero no podía soportar ver a su padre en esa situación. Tenía la parte derecha del cuerpo totalmente paralizada, como si estuviera muerta. También le había afectado al habla y se comunicaba fundamentalmente por señas, diciéndole a Sugra que no debía preocuparse por nada, ya que con la ayuda de Dios misericordioso y bondadoso todo se arreglaría.
 No se arregló lo más mínimo. Estaba a punto de finalizar el Ramadán. Su padre pensaba que las revueltas terminarían mucho antes de Id (*), pero ahora daba la impresión de que quizás el día de Id iba a ser como el día del Juicio, ya que desde la azotea se veían alzarse nubes de humo en prácticamente todos los barrios de la ciudad y por la noche se oían unas explosiones tan horribles que Sugra y Basharat no conseguían dormir. Ella, en cualquier caso, se tenía que levantar para cuidar a su padre, pero ahora le parecía sentir esas explosiones dentro de su cabeza. A veces se quedaba contemplando impotente a su padre paralizado y a su hermano horrorizado. Además estaba Akbar, el viejo criado de setenta años, que no era de gran ayuda, ya que se pasaba todo el día en su cuarto tosiendo y expectorando. Un día Sugra se cansó y le increpó:
 -¿Para qué sirves tú? ¿No ves lo mal que se encuentra el señor? ¡Eres peor que la sal! ¡Ahora que tienes la oportunidad de hacer algo, te pasas el día en tu cuarto con la excusa del asma! ¡Hubo un tiempo en que los criados daban la vida por sus amos!»
 (*) Id ul Fitr: fiesta que marca el final del Ramadán.  
 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Contraseña, 2012, en traducción de Rocío Moriones Alonso. ISBN: 978-84-939308-1-3.]

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