miércoles, 31 de marzo de 2021

Ética del siglo XXI.- José Rubio Carracedo (1940)

Resultado de imagen de jose rubio carracedo Ecoética y justicia ambiental
El surgir de la conciencia ecológica

 «No obstante, como apunta F. Aramburu (2004), pueden sistematizarse en tres las opciones que se han venido defendiendo ante la nueva situación:
 1.-Opción “naturalista”: ejercida por grupos ecologistas radicales (“ecología profunda”), que pretende desvincular al Hombre de la Naturaleza en cuanto máxima fuerza perturbadora, por lo que lo elimina de toda consideración medioambiental.
 2.-Opción “humanista”: considera el medio ambiente como un complejo global, en el que se interconectan los sistemas natural, social y técnico. El hombre ha causado y sigue causando graves problemas, pero suya es la conciencia y la responsabilidad por su evolución.
 3.-Opción “tecnocrática”: reduce el progreso social a las realizaciones tecnológicas y considera un mito el agotamiento de los recursos naturales; igualmente, piensa que no hay que preocuparse por los problemas medioambientales, ya que la ciencia-tecnología sabrá resolverlos cuando sea necesario.

Obviamente, sólo la segunda opción resulta correcta, siendo la tercera la más peligrosa e injustificable, producto del clima de acumulación economicista y del neoliberalismo posesivo. Pero también la primera resulta injustificable y perturbadora, pues el hombre, pese a sus excesos contra el medio ambiente, constituye una parte integrante y esencial del mismo en cuanto “entorno natural”. Es cierto que la conciencia ecológica surgió en la “década catastrofista” (los años 70 del pasado siglo) ante la evidencia de la fragilidad de la biosfera, ante el agotamiento de los recursos naturales, la ruptura de los equilibrios sistémicos (ecosistemas), etc. Los informes del Club de Roma sobre “los límites del crecimiento” y el horizonte del “crecimiento cero” contribuyeron a crear en los países más desarrollados una fuerte reacción anti-humanista.
  Pero hoy es ya bien patente que el Medio Ambiente funciona como un sistema complejo en el que deben distinguirse tres subsistemas interconectados entre sí mediante un equilibrio dinámico: el “medio físico-químico y biológico”, formado por los ecosistemas y denominado biosfera; el “medio humano” que constituyen las relaciones sociales o sociosfera; y un “universo tecnológico”, elaborado por el hombre, que condiciona al medio humano y natural, y se denomina tecnosfera. Este último subsistema, la tecnosfera, se ha hipertrofiado a partir de la Revolución Industrial y es el responsable de importantes desajustes y de la inestabilidad de los otros dos, en especial de los desastres medioambientales.
 Ahora bien, el desajuste y la degradación ambiental no tienen por qué ser irremediables. Ante todo, porque los tres subsistemas (biosfera, sociosfera y tecnosfera) constituyen un todo complejo cuya dinámica interna tiende al equilibrio. Sólo es preciso reforzar la sociosfera y vincularla más estrechamente con la biosfera para que en el horizonte aparezca la promesa de un reequilibrio, aunque esforzado y siempre amenazado. Es decir, la ética y la política (legislación) han de aliarse con la ecología. El llamado “desarrollo sostenible” sólo será posible mediante la conjunción y equilibrio de los tres subsistemas.
 En la actualidad es perceptible un fuerte desenfoque de muchas tendencias ecologistas, por un lado, y del tecnocentrismo, por otro. Lo básico es que el puesto del hombre está dentro de la naturaleza, no frente a ella. Como repetía R. Margaleff, “el hombre en la naturaleza, no el hombre y la naturaleza”. De lo contrario, nos embarcamos en un “maniqueísmo” esterilizante, según el cual “los culpables son los demás”. Tampoco el planteamiento exclusivamente científico por sí solo es suficiente: precisamos del trío compuesto por ciencia, ética y democracia. Algunos avances significativos se han producido ya en este despertar de la conciencia medioambiental: la exigencia de informes de impacto ambiental, el principio de responsabilidad ampliada (Principio de Precaución) y el Principio ético de “sostenibilidad”. Se ha lanzado la denominada “Biología de Conservación” (J.A. García Rodríguez, 2004), que promete ser una guía del cómo actuar, aunque precisa de la ética para no caer en la conocida falacia naturalista. En efecto, lo natural es valioso en sí, pero únicamente a través del reconocimiento y de la valoración humana puede llegar a ser objeto de obligación moral.
 Por lo demás, resulta descabellado intentar evitar todo impacto ambiental del hombre sobre la naturaleza: es constitutivo del Homo Faber, como más adelante expondré. Lo que es posible y necesario es limitar y encauzar dicho impacto, que forma parte de la antropogénesis, tanto más cuanto que la técnica (o transformación adaptativa del entorno natural) forma parte de su mismo ser. Ello atañe no sólo al “sistema de soporte vital” de la biosfera, sino también a los ciclos que nos afectan directamente (climáticos, energéticos, bióticos). La ciencia será la encargada de enseñarnos “el manejo alternativo” de los recursos ecológicos y económicos, pero los principios de sostenibilidad (explotación racional de los recursos naturales) y de biodiversidad (conservación y restauración) desempeñarán un papel crucial.

Propuestas de fundamentación de la ecoética

  Lo que aquí nos atañe, sobre todo, es el estudio de la respuesta que ha dado –y debe dar- la ética a los nuevos problemas medioambientales y a la nueva sensibilidad surgida de los mismos. Hay que decir que, en general, la ética tradicional no ha estado a la altura de las nuevas circunstancias. Pero en los dos últimos decenios ha surgido de modo muy vigoroso un nuevo tipo de ética aplicada, esto es, una hermenéutica crítica de la acción del hombre en la naturaleza, que suele denominarse “ética ecológica”, “ética medioambiental” o “ecoética”. Por similitud con la ética clásica, trata de reflexionar y prescribir la acción correcta del hombre en el medio ambiente. Una revista muy conocida, Environmental Ethics, ha servido con frecuencia de punta de lanza en esta investigación aplicada, aunque con sesgo radical.
Resultado de imagen de etica del siglo XXI Como antes dejé apuntado, son varias las líneas de enfoque y acción que se vienen defendiendo, con diferencias muy notables entre las mismas. Algunos problemas siguen discutiéndose en un debate poco fructífero, dadas las diferentes convicciones de partida. Baste enumerar algunos: ¿sigue vigente la famosa falacia naturalista? ¿Puede hablarse con propiedad de los “derechos de los animales”? ¿Es justificable un antropocentrismo moderado? ¿Es inevitable el signo utilitarista de la tecnología? ¿Son justificables racionalmente los atributos cualitativamente diferenciales del ser humano, o constituyen un simple “especieísmo” (privilegio de especie)? Se hace imprescindible, pues, efectuar una fundamentación serena y crítica de las principales líneas de enfoque, a fin de discernir las más equilibrada y fiable, con fines orientadores. La nueva filosofía de la naturaleza y la nueva ecología sistémica proporcionan servicios inestimables a la ecoética.
 José Mª García Gómez-Heras (2002) ha presentado una sistematización de las principales propuestas de fundamentación en un trabajo a la vez sintético, claro y preciso, y al que me atendré en sus líneas maestras. Según Gómez-Heras, pues, serían seis las grandes corrientes concurrentes: “antropocentrismo” (valor hombre), “patocentrismo” (capacidad de sentir), “biocentrismo” (valor vida), “fisiocentrismo” (valor naturaleza), “metafísica” (valor ser) y “argumentación religiosa” (teologías). Dejaré de lado las dos últimas por considerarlas menos relevantes. En todas ellas se trata de ampliar más y más el ámbito moral, de modo que la ecoética se ocupe de los mismos, al modo de círculos concéntricos graduales. Son perceptibles dos grandes ejes alternativos: “antropocentrismo-fisiocentrismo” por un lado y “subjetivismo-objetivismo axiológico”, por el otro. Examinemos los cuatro primeros.

 Fundamentación antropocéntrica

 Desde Protágoras, el antropocentrismo radical ha sido la tesis filosófica central de Occidente: el ser humano es el único fin en sí mismo en cuanto único sujeto moral. Tras la Ilustración y la Revolución Industrial se acentuó exageradamente el uso puramente utilitarista de la naturaleza, que ha desembocado en la crisis ecológica actual. A partir de la segunda mitad del siglo XX han surgido, sin embargo, diversas orientaciones de antropocentrismo moderado, entre las que cabe citar:
 1.-Argumento de los derechos de generaciones futuras, a partir de un concepto ampliado de la justicia y de una clara sensibilidad medioambiental (J. Passmore, H. Jonas). Las exigencias de igualdad y solidaridad complementan las de justicia. Añade el concepto central de “justicia intergeneracional”, que obliga a preservar las condiciones de habitabilidad del planeta, del que la generación actual es sólo la administradora.
 2.-Argumento deontológico y discursivo en torno al principio de “universalización de normas” morales y su aplicación crítica al trato del hombre con la naturaleza. Destacan los trabajos de Hare y, en especial de Apel y Habermas con su ética discursivo-dialógica: toda pretensión de validez ha de ser debatida teniendo en cuenta los argumentos e intereses de todos los afectados. La ilegitimidad de la conocida falacia naturalista  se refuerza con nuevos argumentos. El hombre es el único “animal ético”, esto es, el único ser capaz de razonar siguiendo principios previamente fundamentados y de aplicarlos mediante hermenéutica crítica y dialógica a la acción.
 3.-Argumento de las necesidades básicas: se trata de superar el enfoque utilitarista del hombre en la naturaleza, distinguiendo entre las necesidades básicas, en las que la primacía humana resulta indiscutible, de otras necesidades secundarias o artificiales, cuya relevancia hay que demostrar. Se trata, en realidad, de jerarquizar las necesidades para asegurar lo principal; en definitiva, de un antropocentrismo bien ordenado.
 4.-Argumento estético: los valores estéticos de la naturaleza, objeto hasta ahora de poetas y artistas, pasan a generar según este planteamiento obligaciones morales, de tal modo que el ser humano ha de cumplir el deber de su cuidado y conservación. La naturaleza bella obligaría también moralmente y vetaría su utilización meramente utilitarista o tecnocrática.

 Fundamentación patocéntrica

 Sus argumentaciones siguen la línea de una ecoética ampliada a los animales (Patosfera). En sus planteamientos, la distinción hombre-animal se aligera hasta desaparecer. El valor moral central sería la compasión.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Proteus, pp. 16-20. ISBN: 978-84-936999-3-2.]
                    

martes, 30 de marzo de 2021

El bebedor.- Hans Fallada (1893-1947)

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 «Volvió la cabeza y me miró durante un largo tiempo. Noté lo asustada que estaba, la rapidez de su respiración, cómo intentaba tranquilizarse.
 -Erwin –dijo entonces con una voz atropellada-. ¡Erwin! ¡Qué aspecto tienes! ¿De dónde vienes en ese estado? ¿Dónde has estado tanto tiempo? ¡Ay, Erwin, Erwin, no sabes el miedo que he pasado por tu causa! ¡Que tengamos que vernos de nuevo de esta manera! ¡Erwin, piensa que en un tiempo nos queríamos! ¡No lo destruyas todo! Vuelve a mí.  Haré todo lo que esté en mis manos por ayudarte. Quiero ser muy paciente contigo, nunca más me pelearé contigo…
 Cada vez hablaba más atropelladamente, hizo una pausa sin aliento y me observó suplicante.
 Sin embargo a mí me movían unos sentimientos muy diferentes. Miraba a esa mujer arreglada, enrojecida por el sueño y en su camisón de seda azul con ira, con odio, con aversión, yo, que tenía una pinta como si me hubiera arrastrado por el fango, yo, que olía como una abubilla en época de cría. Creo que debió ser el aviso de nuestro amor de otro tiempo lo que me puso tan furioso. Sus palabras, en lugar de tranquilizarme, únicamente me habían hecho sentir la distancia que existía con el desde hacía tiempo sepultado pasado. Nos estábamos comparando, y allí estaba ella, que lo tenía todo, y aquí estaba yo, un candidato a la nada.
 Furioso me abalancé sobre Magda y casi me caí sobre una cuchara de servir de plata, miré a mi alrededor para verla, retrocedí un paso y la pisé. Magda gritó en voz baja. Yo, sin embargo, me volví a abalanzar sobre ella levantando los puños y grité:
 -¡Sí, eso es lo que quieres tú, que vuelva a ti! ¿y entonces qué? –Agitaba los puños cerca de su rostro-. Entonces me llevarás a la cama y procurarás que me duerma y en cuanto esté dormido avisarás a los médicos y dejarás que me lleven, para toda la vida, a un centro de rehabilitación para alcohólicos, y entonces te reirás de mí para tus adentros y te harás con mis propiedades, eso es lo que quieres. Sí, eso es lo que quieres.
 La observé fijamente, esta vez yo también sin aliento. Y Magda me volvió a mirar. Había empalidecido notablemente, pero yo podía ver que a pesar de mi conducta furiosa y amenazante no tenía miedo de mí. De repente mi estado de ánimo cambió; mi excitación se suavizó y frío y tranquilo le dije:
 -Quiero decirte lo que eres. Eres una carroña asquerosa, te digo esto a la cara.
 Ella no encogió los hombros y sólo me miraba.
 -Eres una traidora, traicionaste todo nuestro matrimonio en cuanto enviaste a los médicos detrás de mí. ¡Debería escupirte a la cara, lejos de mí, bruja!
 Me seguía mirando. Entonces dijo rápidamente:
 -Sí, envié a los médicos tras de ti, pero no para traicionarte, sino para salvarte, si es que aún es posible. Si aún quedara en ti alguna chispa de razón. Erwin, deberías comprenderlo. Deberías entender que no puedes seguir viviendo así un mes entero, quizá ni siquiera una semana…
 La interrumpí. Reí burlón.
 -¿Ni un mes más? ¿Ni una semana? Podré vivir así durante años, lo aguantaré todo, y justamente a pesar de de ti seguiré viviendo así, justamente a pesar de ti.
 Me incliné muy cerca de ella.
 -¿Quieres que te diga lo que haré la próxima vez que esté completamente borracho? Pues me pondré debajo de tu ventana y gritaré para que me oiga todo el mundo que eres una traidora, una carroña asquerosa, ávida de mi dinero, ávida de mis cuentas…
 -Sí –dijo ella enfadada-, me lo puedo creer muy bien que estás dispuesto a ello. Pero entonces no sólo te ingresarán en un sanatorio sino que irás a parar a la cárcel y no sé –dijo ahora también muy sarcástica- si eso te convendría.
 -¿Qué? –grité yo y mi rabia había alcanzado el cénit-, ¿ahora me quieres meter en la cárcel? ¡Espera un poco, no vuelvas a mencionar eso! Te voy a enseñar… -Y la agarré, estaba todo rojo. Quería cogerla del cuello, pero ella se resistió con fuerza. Era casi tan fuerte como yo y en mi estado actual quizá considerablemente más fuerte que yo. Forcejeamos, era una dulce sensación notar ese cuerpo en su momento tan querido y ahora enemigo tan cerca, ahora el pecho, los muslos, que se entrechocan. Un pensamiento me cruzó veloz la mente: ¡si ahora la besaras de repente, si le murmuraras palabras de amor en el oído! ¿Y si la engatusaras? Le murmuré en la oreja: “Mañana por la noche volveré y te mataré. Lo haré muy sigilosamente…”
 Magda gritó.
 -No, no, estoy bien, Else, ¡yo sola puedo con él! ¡Llame usted al doctor Mansfeld y a la policía, yo lo retendré aquí!
 Me di la vuelta de repente. Allí estaba Else, atraída por el ruido de nuestra lucha, se la veía preciosa, pero entonces desapareció en el vestíbulo en busca del teléfono. De un empellón me solté y exclamé:
 -¡No seré tuyo, por mucho tiempo, Magda!
 Le di un empujón, que le hizo caer de espaldad. A la carrera recogí la cubertería de plata que había dispersa por el suelo, también la cuchara de servir rota, y corrí hacia el vestíbulo. Lo metí todo en la maleta y me esforcé por cerrarla. Magda estaba de nuevo allí.
 -¡No te llevarás las cosas! ¡Mi cubertería de plata se queda aquí, no te la vas a pulir bebiendo!
 A un metro, Else estaba telefoneando con empeño. Oí la frase:
 -¡Quiere matar a su mujer!
 ¡Vaya por Dios con la chica!, pensé yo. Ambos nos peleábamos por la maleta. Entonces la dejé ir de repente y Magda volvió a caer al suelo. Le arranqué la maleta de la mano, le arreé una o dos veces y salí corriendo hacia el descansillo, agarré mis zapatos y salí en calcetines a la calle. Por un momento me tambaleé…
 -¡Deme usted la maleta, señor! –dijo la suave e insinuante voz de Polakowski-. Yo me adelantaré. ¡Rápido, que vienen las mujeres!
 De forma totalmente mecánica le entregué la maleta a Polakowski, él salió corriendo y yo tras él, adentrándome en la noche en calcetines…
[…]

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Resultado de imagen de hans fallada el bebedor Pertenecía a las incoherencias de nuestra administración que con este grupo de cincuenta y seis decrépitos, brutales y criminales hombres también compartieran su vida dos jovencitos, uno de diecisiete y otro de dieciocho años. Uno podía pensar que esta casa, en cuyas paredes repercutían continuamente obscenidades, improperios y peleas, cuya atmósfera estaba bañada de odio e infamia, no era el lugar más idóneo para educar a una juventud a la que aún le quedaba toda la vida por delante. Pero se encontraban entre nosotros y no de forma pasajera, sino por mucho tiempo, compartían nuestro dormitorio, nuestra mesa y nuestro trabajo. No dudo que compartían nuestra manera de pensar y de sentir y si algo les diferenciaba de nosotros los adultos era que su maldad era una cara de su fulgor, aunque más interesada y afinada que la nuestra. Ambos eran jóvenes y guapos; uno, de apellido Kolzer, se aparta completamente sobre lo que he contado del extravagante estilo de vida de Hans Hagen, quizá hable de él más adelante en otro contexto. El otro, de dieciocho años, de apellido Schmeidler, pertenecía al más estrecho círculo de Hans Hagen. También pertenecía a este estrecho círculo Liesmann, al que ya había mencionado antes, ese pendenciero sombrío y lacónico con un parche de cuero negro en el ojo derecho; además de un personaje alto, extraño, algo donquijotesco, de veintinueve años de edad, un medio polaco, de apellido Brachowiak. Ellos tres, y a diferencia de Hans Hagen, tenían en común que desde los seis años habían estado internados en instituciones públicas. Los habían internado en un orfanato y en centros de asistencia social, habían tenido que ir a la cárcel y habían aterrizado finalmente en esta casa. A pesar de que siempre se habían rebelado contra esta presión social y gruñían sobre ello, se sentían más que bien viviendo en este tipo de instituciones, su atmósfera envenenada suponía para ellos el aliento de la vida. Todos ellos habían sido puestos en libertad en repetidas ocasiones a modo de prueba y los tres no habían sabido salir airosos: tras cuatro, seis semanas ya habían vuelto a sus seguras casas, generalmente primero a la cárcel, pues fuera rechazaban todo trabajo y sólo querían vivir del robo.
 Con un asombro inaudito escuché primero que Liesmann, al que veía siempre en la radiante cercanía de Hagen, que era su amigo más íntimo, con el que lo compartía todo, era aquel con quien el rey Hagen se había peleado tan salvajemente, lo que le había supuesto ocho semanas de riguroso arresto. Pero tuve que creérmelo, pues lo oí en boca del mismo supervisor, que aparte de sus pequeñas peleas, Hagen ya se había pegado tres veces “con éxito” con Liesmann: en una ocasión le había dislocado la mandíbula, en otra ocasión le había perforado la mano y, en la última ocasión, le había malherido de tal forma el ojo que a raíz de ello Liesmann casi perdió la vista. Sí, debía creerlo, pues el mismo Hagen fue quien en una ocasión levantó el parche negro del ojo de Liesmann, me mostró el ojo fijo y oscuro y dijo:
 -Ahí es donde le he soltado una al muy majadero. ¿Ya puedes volver a ver un poco, majadero?
 Sonaba como si estuviera tiernamente preocupado.
 -Bueno, como si hubiera estado mirando demasiado rato el sol… -contestaba Liesmann pacífico.
 Sí, eran los mejores amigos, cuidaban el uno del otro. Liesmann se puso en marcha y consiguió tabaco, extorsionaba a los más débiles sin consideración, les pegaba y entonces ellos dos se repartían el botín. Cuidaban el uno del otro, y de repente se pegaban, no se pegaban un poco, sino que se peleaban a vida o muerte, convencidos de que “éste tiene que diñarla”, incitados por unos celos coléricos. Pues ahí estaba ese pequeño y guapo joven de dieciocho años, Schemeidler, ese chapero, que en general ambos compartían pacíficamente. […] El amor, una flor sobre un montón de basura, perturbaba esta casa; otros hombres se deslizaban lascivos alrededor de este círculo y no se atrevían a acercarse, ya que temían la violencia cruel de Liesmann y los golpes astutos de jiu-jitsu de Hagen. Aunque Schemeidler, el niño, la puta, tampoco descuidaba a estos lejanos y mudos admiradores, “los cocinaba”, les cogía lo que les quedaba de tabaco, a cambio de una sonrisa recibía pan, por agarrarlos rápida y tiernamente se quedaba con lo mejor del paquete de comida que acababa de llegar. […] ¿No he dicho ya que vivíamos en un infierno? No faltaba de nada en este infierno, tampoco el amor, ¡aunque también el amor estaba podrido, apestaba!»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix-Barral, 2012, en traducción de Christian Martí-Menzel, pp. 100-104 y 256-259. ISBN: 978-84-322-0969-7.]
  

lunes, 29 de marzo de 2021

¿Debemos querer decir lo que decimos?.- Stanley Cavell (1926-2018)


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Capítulo 9
Conocimiento y reconocimiento

  «Algunos filósofos podrían tomar esto como una refutación suficiente de la idea escéptica de que dos personas no pueden tener el mismo dolor, por tanto, vale la pena hacer observar que no lo es. Si, tal y como se encuentra, fuera una refutación, debería ser, además, verdad que, cuando el criterio de identidad de un objeto es una descripción entonces contaríamos sólo en términos de esa descripción. Pero esto también depende de la clase de objetos de que se trate. Decir que poseemos el mismo coche (a saber, que lo compartimos), es decir, que hay un solo coche que sea propiedad nuestra (lo que hace que sea el mismo es su integridad física, por decirlo así). Decir que tenemos el mismo coche es decir que el mío es el mismo que el tuyo (ambos son un Ford Fiesta). Que son el mismo significa que no son diferentes, en todo caso, no de diferentes modelos. No sé si tendríamos que decir que son coches diferentes, pero no puede negarse que yo tengo el mío y tú el tuyo, que hay dos. Que se cuenten los coches como el mismo no significa que no haya dos de ellos. Esto podría llevarnos a preguntar: ¿cómo pueden dos cosas ser la misma cosa? Podría tranquilizar a quien haga esta pregunta si se le dijese: (1) donde tenga sentido decir que una cosa es lo mismo que otra, tiene sentido decir que ambas cosas son la misma cosa. Podría contestarse simplemente a quien pregunta si se le dijese: (2) no hay dos cosas, sólo hay una. Ésta tendría que ser la respuesta con respecto a colores, modos de andar, por ejemplo. Si el color de ese bloque encaja con la misma descripción de este bloque (digamos el #314 de la Lista Universal de Colores), entonces, el color de los bloques es el mismo, y punto. Si se pregunta, “¿pero no sigue habiendo dos colores?”, entonces, a menos que se quiera decir que uno de ellos se parece más al # 315 o al # 313, quien pregunta no sabe qué significa “color” o “mismo”, no sabe qué es un color.
  ¿Cuál de estas respuestas querría darse a la pregunta de cómo dos dolores pueden ser uno y el mismo dolor? Me parece que es justo decir que Malcolm da, o sugiere, ambas respuestas, pero no tengo claro que esto pueda hacerse de modo coherente. Porque la primera respuesta parece implicar claramente que también tiene sentido decir que hay dos dolores, dos iguales; mientras que la segunda respuesta niega limpiamente que en absoluto tiene sentido decir que haya dos. Parece ser que con los dolores, como con los coches, pero no con los colores, podemos decir: en un sentido, hay dos, pero, en un sentido, hay sólo uno. Y entendemos, o parece que entendemos, cuáles sean estos sentidos: los filósofos los han llamado “identidad cualitativa” e “identidad numérica”. Malcolm, por tanto, queriendo negar que exista un sentido correcto en el que pueda decirse que dolores (descriptivamente) idénticos sean dos, se esfuerza debidamente en mostrar que la noción de “identidad y diferencia numérica” no tiene aplicación en el caso de las sensaciones. ¿Cómo se explica esto?
  […]
 A Malcolm le parece (p. 142) que, aunque “es grande (en realidad, irresistible) la tentación de suponer que hay un sentido de ‘la misma sensación’ según el que dos personas no pueden tener la misma”, sin embargo, “el caso no es realmente diferente al de los estilos, colores, opiniones y pensamientos repentinos”. Ateniéndonos al color, ¿cómo vamos a establecer esta asimilación? O, lo que quizá equivalga a lo mismo, ¿cómo se puede compartir la confianza de Malcolm en que lo que expresa el escéptico sólo puede ser “una tentación irresistible” y no un esclarecimiento, un hecho?
 […]
 Esto parece mostrar cuán diferentes son los colores de, digamos, los dolores de cabeza. Yo no puedo contestar sin pensarlo –sin pensarlo significa sin nada que preguntar- si los objetos idénticamente coloreados tienen numéricamente idénticos colores. Pero puedo responder a la pregunta de si mi dolor de cabeza es numéricamente idéntico al tuyo. La respuesta es ¡por supuesto que no! (aunque es cierto que hemos comparado rasgos y señales y hemos descubierto que padecemos el mismo terrible dolor de cabeza que un tal Dr. Ewig describe como parte del síndrome de Ewig). Puede que la pregunta no me guste, o no la entienda muy bien, pero parece que he de contestar como he contestado: “he de contestar”, en el sentido de que, si no lo hago, el escéptico parecería justificado en su apreciación de que estaba evitando la respuesta, evitando la verdad. Mientras que, en el caso del color, simplemente y verdaderamente, “no tengo ninguna respuesta”. “A pesar de lo que estamos tentados a pensar…”. Dice Malcolm. Pero yo no me encuentro tentado en lo más mínimo a pensar que existe algún sentido de “el mismo color” tal que el color de un objeto no puede ser el mismo que el color de otro.
 Lo que muestra la asimilación del dolor al color por parte de Malcolm es solamente que dolor y color son similares en este aspecto: ambos se cuentan o identifican en términos de descripciones. Pero en este aspecto, también ambos son similares a los Ford Fiesta. Los colores no pueden contarse de ninguna otra forma. Si se me insiste, me parece que estaría dispuesto a decir que los dolores son en este aspecto más parecidos a los objetos que a los colores. Puede que ambos tengamos el síndrome de Ewig, con su dolor de cabeza, pero yo tengo el mío y tú tienes el tuyo. Yo expreso o reprimo el mío, y tú el tuyo. Si nos dan idénticas cintas azules para la cabeza, entonces aunque yo tenga mi cinta y tú la tuya, yo no tengo mi azul y tú el tuyo. Podría haber un azul que fuera mi azul (que únicamente yo supiera cómo mezclarlo, o llevarlo de modo característico), pero sería diferente a tu azul (si tú tuvieras uno); este es el punto en cuestión de decir “mi” aquí: el punto de asociarlo conmigo en particular, aunque tú podrías copiarlo o adoptarlo. Pero si un dolor de cabeza es (descrito como) mi dolor de cabeza, el punto en cuestión de asociarlo conmigo no es necesariamente distinguirlo del tuyo. No es importante, por lo general, que sea diferente al tuyo o no, si se da la circunstancia de que tú tienes uno; aunque podríamos intentar determinar si nos duele en el mismo lugar, o algo así, porque eso quizá ayude a diagnosticar su causa, pero quizá porque al sufrimiento le gusta la compañía. Hay tanta, o tan poca, cuestión en asociarlo conmigo como la hay en mostrar que yo tengo un dolor. “Mi dolor de cabeza es peor” constituye una expresión de dolor de cabeza tanto como “tengo dolor de cabeza”. Y es sorprendente que el punto en cuestión de localizar exactamente dónde le duele al niño, aunque eso forma parte, u ocupa el primer lugar, de ver qué hace falta hacer, es también, y a menudo totalmente, una cuestión de poder condolerse de modo más pertinente. Podría decirse: nuestro interés en el dolor es diferente de nuestro interés en el color. La importancia fundamental de que alguien tenga dolor es que lo tiene; y la naturaleza de esa importancia –a saber, que él está sufriendo, que necesita de atención- es lo que hace importante saber dónde está el dolor, y cuán severo y de qué clase es (de entre algunas pocas clases, e.g., punzante, sordo, agudo, intermitente, abrasador…). Estas son las formas que tenemos de identificar dolores; y, por tanto, si así lo prefieres, puedes decir que si un dolor llega a ser identificado por estos criterios con los mismos resultados que otro dolor (cierto lugar, cierto grado, cierta clase), entonces, se trata del mismo dolor. Pero también me parece que no es del todo correcto, o me parece que estos criterios de identidad no son del todo suficientes, para hacer completamente inteligible que se diga “el mismo”.
Resultado de imagen de debemos querer decir lo que decimos  Estos criterios pretenden mostrar, en la medida de lo posible, que los dos dolores (quiero decir, el dolor de este hombre y el dolor de ese hombre) son físicamente idénticos (o indistinguibles); pero la similitud física exacta no es suficiente en todos los casos para establecer la aplicación de “(descriptivamente) el mismo”. (La integridad física es suficiente en el caso de la re-identificación de un objeto como el mismo que viste ayer, o que utilizaste cuando estuviste allí el año pasado…). A menos que exista una descripción estándar de un objeto en cuyos términos se establezcan antecedentemente las características específicas como algo que asegura la aplicación de la descripción , y asegure con ello que varios ejemplos cuenten como el mismo, “(descriptivamente) el mismo” no está plenamente justificado. Y en general: la identidad física, esto es, el carácter de indistinguible empíricamente no es suficiente ni necesario para justificar “(descriptivamente) el mismo”. No es suficiente: pues dos guisantes en una vaina puede que sean empíricamente indistinguibles (aparte de su diferencia de ubicación, en una ocasión particular), pero eso no nos inclinaría a decir que los guisantes son uno y el mismo (a no ser, quizá, que estén siendo contrastados los dos juntos con un tercer guisante de una variedad diferente). No es necesaria: pues si existe alguna descripción estándar (o algún rasgo sorprendente en términos del cual se construya una descripción) que asegure la aplicación de “(descriptivamente) el mismo” a cada una de dos instancias o ejemplos, entonces toleramos una indefinidamente amplia discrepancia física entre las instancias. Mi Ford Fiesta puede estar horriblemente abollado y el tuyo recién pulido y repintado, pero seguimos teniendo el mismo coche; mi dolor de cabeza podría producirme contracciones nerviosas en el párpado, o ir acompañado de una ligera náusea, pero si ambos satisfacemos los criterios del Dr. Ewig, entonces tenemos el mismo dolor de cabeza. (Quizá estas consideraciones expliquen por qué Wittgenstein meramente dice: “en la medida que tiene sentido decir que mi dolor es el mismo que el suyo…”; no dice que siempre tenga sentido, ni siquiera que alguna vez tenga pleno sentido).
 […]
 El escéptico aparece con su espeluznante conclusión –que no podemos saber lo que otra persona siente porque no podemos tener la misma sensación, sentir su dolor, sentirlo de la forma que ella lo siente- y produce una conmoción; debemos refutarle, hace imposible incluso que le prestemos atención de forma correcta. Pero el escéptico no empieza con una conmoción. Empieza con una apreciación plena de los hechos decisivamente significativos de que yo podría estar sufriendo cuando nadie más lo está, y que podría ser que nadie (más) lo supiera (¿o le importara?); y que otros podrían estar sufriendo sin que yo lo sepa, lo que es igualmente espantoso. Pero luego ocurre algo, y en lugar de indagar la significación de estos hechos, el escéptico se enreda (así, podría parecer) en cuestiones acerca de si podemos tener el mismo sufrimiento, tener uno el sufrimiento de otro. Pero ya se tenga o no la sensación de que la cuestión se ha desviado en el curso de su investigación, la motivación del escéptico sigue siendo más fuerte, incluso más comprensible, que la del anti-escéptico.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2017, en traducción de Diego Ribes Nicolás, pp. 316-321. ISBN: 978-84-16935-70-3.]      
    

domingo, 28 de marzo de 2021

Leche de otoño. Memorias de una campesina.- Anna Wimschneider (1919-1993)


Resultado de imagen de anna wimschneider  «Mi madre había muerto el 21 de julio de 1927.
  Llegó la época de la cosecha y la mayoría de las faenas había que realizarlas en el campo. Todos estaban cansados de tener que ayudar una y otra vez. Mi padre pensó entonces que tenía que ayudarse a sí mismo. No le quedó otro remedio que poner a trabajar a los niños.
 Franz era el mayor, todavía no tenía trece años y la vecina le enseñó a ordeñar. El siguiente era Michl, once años, a quien le tocó la limpieza del establo. Otra vecina vino para enseñarme a guisar y a remendar la ropa, y a indicarme cómo debía cuidar a los niños pequeños. Yo tenía ocho años. El tercero, Hans, también tenía que colaborar. Para dar el pasto a los animales teníamos que levantarnos todos los niños mayores. Nos despertábamos hacia las cinco. Mi padre cogía la guadaña, un hermano la carretilla y los menores llevábamos rastrillos. En una hora habíamos distribuido el forraje con la carretilla; los pequeños todavía dormían. Franz ordeñaba las dos vacas que eran más fáciles de ordeñar. La vecina las otras dos, las que costaban más. Yo encendía el fuego y hervía la leche, la vertía en el cuenco, añadía un poco de sal y luego desmigajaba el pan. Entonces nos sentábamos todos alrededor de la mesa, rezábamos la oración matinal, el credo y el padrenuestro por mi madre. A veces se levantaba enseguida alguno de mis hermanos pequeños y entonces tenía que preocuparme de él, de manera que casi no me daba tiempo a comer. Tras el desayuno rezábamos la oración de gracias y otro padrenuestro por mi madre. Los chicos ya se habían lavado y peinado, con lo que alcanzaban todavía a ir a misa antes de que empezara la escuela. Yo, en cambio, tenía que ir a despertar a los más pequeños y ayudarles a arreglarse, a vestirse y a desayunar. A veces lloraban, quizá porque no estaban contentos conmigo. El abuelo todavía no se levantaba. A partir de ese momento podía vestirme y arreglarme para ir a la escuela. Me iba cuando mi padre volvía del trabajo en el establo. Entonces corría lo más rápido posible los cuatro kilómetros que me separaban de la escuela. A veces tenía que ir parando porque sentía una punzada fuerte en un lado, y a menudo llegaba cuando ya había empezado el primer recreo. Entonces los demás niños se reían de mí.
 Al cabo de poco tiempo, los chicos dijeron que mi trabajo estaba en la casa, que ése era un trabajo de chica. Después de la escuela venía la señora Meiereder para enseñarme a cocinar. Mi padre le dijo en mi presencia: “Si la chica no atiende bien, le das una bofetada, entonces lo aprenderá más rápido”. La mayoría de cosas me las enseñaba el domingo porque no teníamos escuela. Con nueve años ya sabía preparar bollos al horno, Dampfnudeln (1), Apfelstrudel (2) de manzana, platos de carne y muchas otras cosas. Pero al principio cometía muchos errores. Mi padre entraba, miraba dentro del horno, y decía: “Ay, chica, tienes que avivar el fuego, así no podrás asar la carne. Cuántas veces tengo que repetírtelo”, y me daba una bofetada. La señora Meiereder también me regañaba de vez en cuando, pero nunca me pegó.
 Durante el trabajo llevaba conmigo un taburete, porque era tan pequeña que no llegaba a la altura de ninguna olla. Mirar en el fogón, poner el taburete, encender el fuego, quitar el taburete, ir al aparador, poner el taburete, ¡cuántas veces tuve que hacer esto mientras cocinaba! Cuando estaba asando carne y el horno echaba humo, podía ir a mirar. Esto no funcionaba en cambio con los bollos al horno, porque se deshacían y cuando llegaban a la mesa me esperaba otra bofetada. Aún hubiera podido tolerarlo si sólo me la hubiera dado mi padre, pero mis hermanos mayores todavía me daban otra. A veces olvidaba salar la comida porque mi atención se iba hacia la habitación donde jugaban mis hermanos. Cuando la situación se ponía muy escabrosa y rompían algo jugando a perseguirse o a la vaca ciega, la culpa la tenía yo por no haber puesto atención a mis hermanos. Y cuando mis tres hermanos mayores se pegaban en el suelo y mi padre lo oía desde fuera, entraba con una vara y atizaba a todo el que encontraba en su camino. Entonces volvía a haber tranquilidad.
 Pasado algún tiempo, mi padre volvió a traer a casa al más pequeño, porque la vieja madrina se había quedado dormida para siempre. Nos alegramos mucho de tener al pequeño Ludwig, todavía era muy chiquito y aún no hablaba. En aquella época, los chicos y las chicas se ponían la misma ropa hasta la edad de tres años. Esto simplificaba las cosas. Cuando alguno tenía necesidad, lo sentábamos corriendo en el orinal y otro de los hermanos tenía que hacer algo para que se quedara sentado.
 Nos alimentábamos principalmente a base de leche, patatas y pan. Al atardecer, cuando ya no podía guisar como es debido porque teníamos escuela desde por la mañana temprano hasta las cuatro y al volver a casa ya anochecía, preparábamos para los cerdos una gran cacerola de patatas cocidas. Los niños pequeños no eran capaces de esperar a que estuvieran listas y se quedaba dormidos en el sofá o en el banco duro. Entonces teníamos que despertarlos para que comieran. Como teníamos mucha hambre, nos comíamos tantas patatas que al final no sobraban bastantes para los cerdos. Entonces se enfadaba mi padre. Hans se comió una vez trece patatas. Mi padre le dijo: “Estás chiflado, devoras más que una marrana, no devores tanto, que no habrá suficiente para la marrana”.
 De vez en cuando venía una vecina y miraba cómo iban las cosas y lo que yo hacía. Al comienzo del cuarto curso tenía que ir a casa de la señora Meiereder ahora para aprender a hacer el pan y a lavar las piezas grandes de la ropa. Esto lo hacíamos luego en casa con todo esmero entre mi padre y yo. Teníamos una tina que incluso era igual a la de la señora Meiereder. Primero dejábamos durante toda la noche la ropa en remojo, luego la escurríamos, la sacudíamos y la poníamos en la tina. Sobre la ropa colocábamos un paño grande de lienzo en el que esparcíamos ceniza de madera de abedul, y luego echábamos por encima agua hirviendo; esto era la colada para la ropa, porque no teníamos detergente en polvo. Después de algunas horas se sacaba esta colada de la tina. Ahora colocábamos la ropa sobre un banco y con un jabón duro la frotábamos y luego la cepillábamos. Yo me ponía sobre mi taburete porque era demasiado baja para el banco de la ropa.
 Para hacer el pan era al contrario. Teníamos que poner la amasadera en el suelo porque así podía aplicar más fuerza al preparar la masa. Siempre cocíamos dieciséis panes de una vez; cada pan pesaba de cuatro a cinco libras. Cada día comíamos tres panes. Uno con la sopa de la mañana, otro lo consumíamos los niños durante el recreo de la escuela y el tercero nos lo comíamos con la cena. En la escuela teníamos dos recreos; el menor duraba quince minutos y la pausa mayor del mediodía una hora entera. Como no tenía sitio en el banco de las niñas porque estaba abarrotado, me sentaba junto a un chico que me traía cada día un bollo al horno de parte de su madre. Nunca he olvidado el detalle de esta mujer.
Resultado de imagen de anna wimschneider leche de otoño circulo de lectores Mi padre decía siempre que tres panes tienen que alcanzar para todo un día. Pero no siempre era suficiente y entonces volvíamos a comernos las patatas de los cerdos. Nuestro padre decía entonces que lo arruinaríamos con nuestro apetito. A la hora de comer se ponía uno de los niños pequeños sobre las piernas de mi padre y otro a su izquierda y otro a su derecha, y comían del plato de mi padre. Para cenar había casi siempre Dampfnudeln. Me salían muy bien, con la corteza tostada. Los presentaba con la corteza hacia arriba en una fuente grande que se colocaba en un trípode de hierro y en la parte inferior había otra fuente grande con pepinos, leche o caldo de peras desecadas. Esto tenía un aspecto muy apetitoso que nos daba nueva hambre. Tenían que ser siempre grandes raciones, dos cazos o cacerolas. Tampoco nos olvidábamos del abuelo. A él le llevaba la comida a su habitación, sólo cosas blandas porque ya no tenía ni un diente.
 Cuando el abuelo todavía caminaba bien, se iba muy temprano a la iglesia. Michl tenía que ir con él porque, durante el trayecto, el abuelo iba siempre al mismo lugar en el bosque y hacía sus necesidades en el mismo árbol. Ya no podía vestirse solo, por eso lo acompañaba Michl.
 El abuelo tenía una camisa con dos ojales en la parte delantera del cuello. Por aquí había que introducir un pasador que podía voltearse por la parte delantera. Luego tenía un acabado de lencería blanca con el pecho fuertemente almidonado y ancho como el tronco, y por la parte inferior podía meterse un poco por dentro de la pretina. En la zona del pasador se le colgaba una corbata. Así no se le veía la camiseta vieja que llevaba por debajo. Para calzarse se ponía zapatos de hebilla y debajo unas calzas cortas de goma. Éstas tenían cosidas a derecha y a izquierda una goma negra y elástica que se sujetaba en el tobillo. Los pantalones eran muy estrechos y llevaban tirantes. El abuelo siempre se ponía para trabajar un delantal azul que se sujetaba por el cuello y por la cintura con una cinta de lino estrecha y azul. Nunca trabajaba sin su delantal, que denominábamos el harapo. En nuestra tierra todavía puede comprarse hoy en día género para estos harapos. Es la misma tela azul.
 El abuelo tenía su sitio durante el día en el banco de la estufa. Los niños nos poníamos a menudo cerca de él. Sus pelos grisáceos se levantaban sueltos hacia arriba y en los lóbulos de las orejas llevaba unas pequeñas laminitas de oro. Esto lo tenía porque se suponía que era saludable para la vista. Apoyaba su mano derecha en la moldura de la estufa y los niños cogíamos la piel suave y floja de su mano y se la estirábamos. Esto podíamos hacerlo todos excepto Alfons, porque no le caía simpático. En vez de Alfons le llamaba siempre Atterl. Cuando yo hacía albondigones, el abuelo me cortaba el pan.   
 En las tardes de invierno calentábamos fuertemente la estufa  y la habitación permanecía caliente. En el cuarto de arriba, exactamente encima de esta estufa, había una estufa de cerámica que se calentaba simultáneamente con la otra. Tenía forma de herradura y uno podía sentarse en su entrante. Los niños nos habíamos sacado muchas veces unos a otros de allí cuando alguno se quedaba demasiado tiempo porque todos querían calentarse un poco antes de irse a dormir. Mi padre colocaba una tablilla sobre la estufa y se sentaba encima. A menudo olía a quemado, y eso era entonces el pantalón de mi padre. Le gustaba fumarse por la noche una pequeña pipa con tabaco barato; el leño, como le llamaba a su pipa. Y sobre la mesa estaba colgada una lámpara de petróleo con una pantalla de vidrio; esto era muy agradable. Mi padre tenía que contar historias fantásticas y espeluznantes de la guerra, porque había participado en ella, y de crímenes. El abuelo explicaba cómo había llevado madera larga y pesada con los caballos desde Eggenfelden hasta Passau. A veces se apagaba el petróleo de la lámpara y cuanto más oscura se quedaba la habitación, más nos excitábamos los niños. Entonces, jugábamos a la gallina ciega y chocábamos con todo, era muy divertido. El humo del petróleo nos ponía negros los orificios de la nariz y las barbitas, y esto nos hacía reír.
 Mientras mis hermanos escuchaban a mi padre, yo tenía sobre la mesa una máquina manual de coser y tenía que aplicarme en zurcir la ropa. También teníamos una pequeña lamparilla de aceite que estaba en un tarro de un litro. Sin esta lamparita no hubiera podido ver la costura. Cuando mi padre y mis hermanos se iban a la cama, yo debía quedarme bastante más tiempo cosiendo, al menos hasta las diez de la noche. A menudo me quedaba dormida de puro cansancio. Mi padre golpeaba entonces en el suelo de la habitación superior y gritaba que qué me pasaba, que no oía la máquina de coser. Al momento volvía a despertarme y continuaba cosiendo.»             

 (1)   Especialidad alemana: bollito de masa de pan, que se fríe en una sartén –tapada-, sólo por una parte y hasta que sube la masa. (N. del T.)
(2) Especialidad de Baviera y Austria: especie de brazo de gitano de hojaldre, relleno de manzana, que se sirve caliente y con nata montada. (N. del T.)
    
    [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1990, en traducción de Agustín Delgado, pp. 9-17. ISBN: 84-226-322-X.]