domingo, 28 de marzo de 2021

Leche de otoño. Memorias de una campesina.- Anna Wimschneider (1919-1993)


Resultado de imagen de anna wimschneider  «Mi madre había muerto el 21 de julio de 1927.
  Llegó la época de la cosecha y la mayoría de las faenas había que realizarlas en el campo. Todos estaban cansados de tener que ayudar una y otra vez. Mi padre pensó entonces que tenía que ayudarse a sí mismo. No le quedó otro remedio que poner a trabajar a los niños.
 Franz era el mayor, todavía no tenía trece años y la vecina le enseñó a ordeñar. El siguiente era Michl, once años, a quien le tocó la limpieza del establo. Otra vecina vino para enseñarme a guisar y a remendar la ropa, y a indicarme cómo debía cuidar a los niños pequeños. Yo tenía ocho años. El tercero, Hans, también tenía que colaborar. Para dar el pasto a los animales teníamos que levantarnos todos los niños mayores. Nos despertábamos hacia las cinco. Mi padre cogía la guadaña, un hermano la carretilla y los menores llevábamos rastrillos. En una hora habíamos distribuido el forraje con la carretilla; los pequeños todavía dormían. Franz ordeñaba las dos vacas que eran más fáciles de ordeñar. La vecina las otras dos, las que costaban más. Yo encendía el fuego y hervía la leche, la vertía en el cuenco, añadía un poco de sal y luego desmigajaba el pan. Entonces nos sentábamos todos alrededor de la mesa, rezábamos la oración matinal, el credo y el padrenuestro por mi madre. A veces se levantaba enseguida alguno de mis hermanos pequeños y entonces tenía que preocuparme de él, de manera que casi no me daba tiempo a comer. Tras el desayuno rezábamos la oración de gracias y otro padrenuestro por mi madre. Los chicos ya se habían lavado y peinado, con lo que alcanzaban todavía a ir a misa antes de que empezara la escuela. Yo, en cambio, tenía que ir a despertar a los más pequeños y ayudarles a arreglarse, a vestirse y a desayunar. A veces lloraban, quizá porque no estaban contentos conmigo. El abuelo todavía no se levantaba. A partir de ese momento podía vestirme y arreglarme para ir a la escuela. Me iba cuando mi padre volvía del trabajo en el establo. Entonces corría lo más rápido posible los cuatro kilómetros que me separaban de la escuela. A veces tenía que ir parando porque sentía una punzada fuerte en un lado, y a menudo llegaba cuando ya había empezado el primer recreo. Entonces los demás niños se reían de mí.
 Al cabo de poco tiempo, los chicos dijeron que mi trabajo estaba en la casa, que ése era un trabajo de chica. Después de la escuela venía la señora Meiereder para enseñarme a cocinar. Mi padre le dijo en mi presencia: “Si la chica no atiende bien, le das una bofetada, entonces lo aprenderá más rápido”. La mayoría de cosas me las enseñaba el domingo porque no teníamos escuela. Con nueve años ya sabía preparar bollos al horno, Dampfnudeln (1), Apfelstrudel (2) de manzana, platos de carne y muchas otras cosas. Pero al principio cometía muchos errores. Mi padre entraba, miraba dentro del horno, y decía: “Ay, chica, tienes que avivar el fuego, así no podrás asar la carne. Cuántas veces tengo que repetírtelo”, y me daba una bofetada. La señora Meiereder también me regañaba de vez en cuando, pero nunca me pegó.
 Durante el trabajo llevaba conmigo un taburete, porque era tan pequeña que no llegaba a la altura de ninguna olla. Mirar en el fogón, poner el taburete, encender el fuego, quitar el taburete, ir al aparador, poner el taburete, ¡cuántas veces tuve que hacer esto mientras cocinaba! Cuando estaba asando carne y el horno echaba humo, podía ir a mirar. Esto no funcionaba en cambio con los bollos al horno, porque se deshacían y cuando llegaban a la mesa me esperaba otra bofetada. Aún hubiera podido tolerarlo si sólo me la hubiera dado mi padre, pero mis hermanos mayores todavía me daban otra. A veces olvidaba salar la comida porque mi atención se iba hacia la habitación donde jugaban mis hermanos. Cuando la situación se ponía muy escabrosa y rompían algo jugando a perseguirse o a la vaca ciega, la culpa la tenía yo por no haber puesto atención a mis hermanos. Y cuando mis tres hermanos mayores se pegaban en el suelo y mi padre lo oía desde fuera, entraba con una vara y atizaba a todo el que encontraba en su camino. Entonces volvía a haber tranquilidad.
 Pasado algún tiempo, mi padre volvió a traer a casa al más pequeño, porque la vieja madrina se había quedado dormida para siempre. Nos alegramos mucho de tener al pequeño Ludwig, todavía era muy chiquito y aún no hablaba. En aquella época, los chicos y las chicas se ponían la misma ropa hasta la edad de tres años. Esto simplificaba las cosas. Cuando alguno tenía necesidad, lo sentábamos corriendo en el orinal y otro de los hermanos tenía que hacer algo para que se quedara sentado.
 Nos alimentábamos principalmente a base de leche, patatas y pan. Al atardecer, cuando ya no podía guisar como es debido porque teníamos escuela desde por la mañana temprano hasta las cuatro y al volver a casa ya anochecía, preparábamos para los cerdos una gran cacerola de patatas cocidas. Los niños pequeños no eran capaces de esperar a que estuvieran listas y se quedaba dormidos en el sofá o en el banco duro. Entonces teníamos que despertarlos para que comieran. Como teníamos mucha hambre, nos comíamos tantas patatas que al final no sobraban bastantes para los cerdos. Entonces se enfadaba mi padre. Hans se comió una vez trece patatas. Mi padre le dijo: “Estás chiflado, devoras más que una marrana, no devores tanto, que no habrá suficiente para la marrana”.
 De vez en cuando venía una vecina y miraba cómo iban las cosas y lo que yo hacía. Al comienzo del cuarto curso tenía que ir a casa de la señora Meiereder ahora para aprender a hacer el pan y a lavar las piezas grandes de la ropa. Esto lo hacíamos luego en casa con todo esmero entre mi padre y yo. Teníamos una tina que incluso era igual a la de la señora Meiereder. Primero dejábamos durante toda la noche la ropa en remojo, luego la escurríamos, la sacudíamos y la poníamos en la tina. Sobre la ropa colocábamos un paño grande de lienzo en el que esparcíamos ceniza de madera de abedul, y luego echábamos por encima agua hirviendo; esto era la colada para la ropa, porque no teníamos detergente en polvo. Después de algunas horas se sacaba esta colada de la tina. Ahora colocábamos la ropa sobre un banco y con un jabón duro la frotábamos y luego la cepillábamos. Yo me ponía sobre mi taburete porque era demasiado baja para el banco de la ropa.
 Para hacer el pan era al contrario. Teníamos que poner la amasadera en el suelo porque así podía aplicar más fuerza al preparar la masa. Siempre cocíamos dieciséis panes de una vez; cada pan pesaba de cuatro a cinco libras. Cada día comíamos tres panes. Uno con la sopa de la mañana, otro lo consumíamos los niños durante el recreo de la escuela y el tercero nos lo comíamos con la cena. En la escuela teníamos dos recreos; el menor duraba quince minutos y la pausa mayor del mediodía una hora entera. Como no tenía sitio en el banco de las niñas porque estaba abarrotado, me sentaba junto a un chico que me traía cada día un bollo al horno de parte de su madre. Nunca he olvidado el detalle de esta mujer.
Resultado de imagen de anna wimschneider leche de otoño circulo de lectores Mi padre decía siempre que tres panes tienen que alcanzar para todo un día. Pero no siempre era suficiente y entonces volvíamos a comernos las patatas de los cerdos. Nuestro padre decía entonces que lo arruinaríamos con nuestro apetito. A la hora de comer se ponía uno de los niños pequeños sobre las piernas de mi padre y otro a su izquierda y otro a su derecha, y comían del plato de mi padre. Para cenar había casi siempre Dampfnudeln. Me salían muy bien, con la corteza tostada. Los presentaba con la corteza hacia arriba en una fuente grande que se colocaba en un trípode de hierro y en la parte inferior había otra fuente grande con pepinos, leche o caldo de peras desecadas. Esto tenía un aspecto muy apetitoso que nos daba nueva hambre. Tenían que ser siempre grandes raciones, dos cazos o cacerolas. Tampoco nos olvidábamos del abuelo. A él le llevaba la comida a su habitación, sólo cosas blandas porque ya no tenía ni un diente.
 Cuando el abuelo todavía caminaba bien, se iba muy temprano a la iglesia. Michl tenía que ir con él porque, durante el trayecto, el abuelo iba siempre al mismo lugar en el bosque y hacía sus necesidades en el mismo árbol. Ya no podía vestirse solo, por eso lo acompañaba Michl.
 El abuelo tenía una camisa con dos ojales en la parte delantera del cuello. Por aquí había que introducir un pasador que podía voltearse por la parte delantera. Luego tenía un acabado de lencería blanca con el pecho fuertemente almidonado y ancho como el tronco, y por la parte inferior podía meterse un poco por dentro de la pretina. En la zona del pasador se le colgaba una corbata. Así no se le veía la camiseta vieja que llevaba por debajo. Para calzarse se ponía zapatos de hebilla y debajo unas calzas cortas de goma. Éstas tenían cosidas a derecha y a izquierda una goma negra y elástica que se sujetaba en el tobillo. Los pantalones eran muy estrechos y llevaban tirantes. El abuelo siempre se ponía para trabajar un delantal azul que se sujetaba por el cuello y por la cintura con una cinta de lino estrecha y azul. Nunca trabajaba sin su delantal, que denominábamos el harapo. En nuestra tierra todavía puede comprarse hoy en día género para estos harapos. Es la misma tela azul.
 El abuelo tenía su sitio durante el día en el banco de la estufa. Los niños nos poníamos a menudo cerca de él. Sus pelos grisáceos se levantaban sueltos hacia arriba y en los lóbulos de las orejas llevaba unas pequeñas laminitas de oro. Esto lo tenía porque se suponía que era saludable para la vista. Apoyaba su mano derecha en la moldura de la estufa y los niños cogíamos la piel suave y floja de su mano y se la estirábamos. Esto podíamos hacerlo todos excepto Alfons, porque no le caía simpático. En vez de Alfons le llamaba siempre Atterl. Cuando yo hacía albondigones, el abuelo me cortaba el pan.   
 En las tardes de invierno calentábamos fuertemente la estufa  y la habitación permanecía caliente. En el cuarto de arriba, exactamente encima de esta estufa, había una estufa de cerámica que se calentaba simultáneamente con la otra. Tenía forma de herradura y uno podía sentarse en su entrante. Los niños nos habíamos sacado muchas veces unos a otros de allí cuando alguno se quedaba demasiado tiempo porque todos querían calentarse un poco antes de irse a dormir. Mi padre colocaba una tablilla sobre la estufa y se sentaba encima. A menudo olía a quemado, y eso era entonces el pantalón de mi padre. Le gustaba fumarse por la noche una pequeña pipa con tabaco barato; el leño, como le llamaba a su pipa. Y sobre la mesa estaba colgada una lámpara de petróleo con una pantalla de vidrio; esto era muy agradable. Mi padre tenía que contar historias fantásticas y espeluznantes de la guerra, porque había participado en ella, y de crímenes. El abuelo explicaba cómo había llevado madera larga y pesada con los caballos desde Eggenfelden hasta Passau. A veces se apagaba el petróleo de la lámpara y cuanto más oscura se quedaba la habitación, más nos excitábamos los niños. Entonces, jugábamos a la gallina ciega y chocábamos con todo, era muy divertido. El humo del petróleo nos ponía negros los orificios de la nariz y las barbitas, y esto nos hacía reír.
 Mientras mis hermanos escuchaban a mi padre, yo tenía sobre la mesa una máquina manual de coser y tenía que aplicarme en zurcir la ropa. También teníamos una pequeña lamparilla de aceite que estaba en un tarro de un litro. Sin esta lamparita no hubiera podido ver la costura. Cuando mi padre y mis hermanos se iban a la cama, yo debía quedarme bastante más tiempo cosiendo, al menos hasta las diez de la noche. A menudo me quedaba dormida de puro cansancio. Mi padre golpeaba entonces en el suelo de la habitación superior y gritaba que qué me pasaba, que no oía la máquina de coser. Al momento volvía a despertarme y continuaba cosiendo.»             

 (1)   Especialidad alemana: bollito de masa de pan, que se fríe en una sartén –tapada-, sólo por una parte y hasta que sube la masa. (N. del T.)
(2) Especialidad de Baviera y Austria: especie de brazo de gitano de hojaldre, relleno de manzana, que se sirve caliente y con nata montada. (N. del T.)
    
    [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1990, en traducción de Agustín Delgado, pp. 9-17. ISBN: 84-226-322-X.]

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