Llegó
la época de la cosecha y la mayoría de las faenas había que realizarlas en el
campo. Todos estaban cansados de tener que ayudar una y otra vez. Mi padre pensó
entonces que tenía que ayudarse a sí mismo. No le quedó otro remedio que poner
a trabajar a los niños.
Franz era el mayor, todavía no tenía trece
años y la vecina le enseñó a ordeñar. El siguiente era Michl, once años, a
quien le tocó la limpieza del establo. Otra vecina vino para enseñarme a guisar
y a remendar la ropa, y a indicarme cómo debía cuidar a los niños pequeños. Yo
tenía ocho años. El tercero, Hans, también tenía que colaborar. Para dar el
pasto a los animales teníamos que levantarnos todos los niños mayores. Nos
despertábamos hacia las cinco. Mi padre cogía la guadaña, un hermano la
carretilla y los menores llevábamos rastrillos. En una hora habíamos
distribuido el forraje con la carretilla; los pequeños todavía dormían. Franz
ordeñaba las dos vacas que eran más fáciles de ordeñar. La vecina las otras
dos, las que costaban más. Yo encendía el fuego y hervía la leche, la vertía en
el cuenco, añadía un poco de sal y luego desmigajaba el pan. Entonces nos sentábamos
todos alrededor de la mesa, rezábamos la oración matinal, el credo y el
padrenuestro por mi madre. A veces se levantaba enseguida alguno de mis
hermanos pequeños y entonces tenía que preocuparme de él, de manera que casi no
me daba tiempo a comer. Tras el desayuno rezábamos la oración de gracias y otro
padrenuestro por mi madre. Los chicos ya se habían lavado y peinado, con lo que
alcanzaban todavía a ir a misa antes de que empezara la escuela. Yo, en cambio,
tenía que ir a despertar a los más pequeños y ayudarles a arreglarse, a
vestirse y a desayunar. A veces lloraban, quizá porque no estaban contentos
conmigo. El abuelo todavía no se levantaba. A partir de ese momento podía
vestirme y arreglarme para ir a la escuela. Me iba cuando mi padre volvía del
trabajo en el establo. Entonces corría lo más rápido posible los cuatro kilómetros
que me separaban de la escuela. A veces tenía que ir parando porque sentía una
punzada fuerte en un lado, y a menudo llegaba cuando ya había empezado el primer
recreo. Entonces los demás niños se reían de mí.
Al cabo de poco tiempo, los chicos dijeron que
mi trabajo estaba en la casa, que ése era un trabajo de chica. Después de la
escuela venía la señora Meiereder para enseñarme a cocinar. Mi padre le dijo en
mi presencia: “Si la chica no atiende bien, le das una bofetada, entonces lo
aprenderá más rápido”. La mayoría de cosas me las enseñaba el domingo porque no
teníamos escuela. Con nueve años ya sabía preparar bollos al horno, Dampfnudeln (1), Apfelstrudel (2) de manzana, platos de carne y muchas otras cosas.
Pero al principio cometía muchos errores. Mi padre entraba, miraba dentro del
horno, y decía: “Ay, chica, tienes que avivar el fuego, así no podrás asar la
carne. Cuántas veces tengo que repetírtelo”, y me daba una bofetada. La señora
Meiereder también me regañaba de vez en cuando, pero nunca me pegó.
Durante el trabajo llevaba conmigo un
taburete, porque era tan pequeña que no llegaba a la altura de ninguna olla. Mirar
en el fogón, poner el taburete, encender el fuego, quitar el taburete, ir al
aparador, poner el taburete, ¡cuántas veces tuve que hacer esto mientras
cocinaba! Cuando estaba asando carne y el horno echaba humo, podía ir a mirar. Esto
no funcionaba en cambio con los bollos al horno, porque se deshacían y cuando llegaban
a la mesa me esperaba otra bofetada. Aún hubiera podido tolerarlo si sólo me la
hubiera dado mi padre, pero mis hermanos mayores todavía me daban otra. A veces
olvidaba salar la comida porque mi atención se iba hacia la habitación donde
jugaban mis hermanos. Cuando la situación se ponía muy escabrosa y rompían algo
jugando a perseguirse o a la vaca ciega, la culpa la tenía yo por no haber
puesto atención a mis hermanos. Y cuando mis tres hermanos mayores se pegaban
en el suelo y mi padre lo oía desde fuera, entraba con una vara y atizaba a
todo el que encontraba en su camino. Entonces volvía a haber tranquilidad.
Pasado algún tiempo, mi padre volvió a traer a
casa al más pequeño, porque la vieja madrina se había quedado dormida para
siempre. Nos alegramos mucho de tener al pequeño Ludwig, todavía era muy
chiquito y aún no hablaba. En aquella época, los chicos y las chicas se ponían
la misma ropa hasta la edad de tres años. Esto simplificaba las cosas. Cuando
alguno tenía necesidad, lo sentábamos corriendo en el orinal y otro de los
hermanos tenía que hacer algo para que se quedara sentado.
Nos alimentábamos principalmente a base de
leche, patatas y pan. Al atardecer, cuando ya no podía guisar como es debido
porque teníamos escuela desde por la mañana temprano hasta las cuatro y al volver
a casa ya anochecía, preparábamos para los cerdos una gran cacerola de patatas
cocidas. Los niños pequeños no eran capaces de esperar a que estuvieran listas
y se quedaba dormidos en el sofá o en el banco duro. Entonces teníamos que
despertarlos para que comieran. Como teníamos mucha hambre, nos comíamos tantas
patatas que al final no sobraban bastantes para los cerdos. Entonces se
enfadaba mi padre. Hans se comió una vez trece patatas. Mi padre le dijo: “Estás
chiflado, devoras más que una marrana, no devores tanto, que no habrá
suficiente para la marrana”.
De vez en cuando venía una vecina y miraba cómo
iban las cosas y lo que yo hacía. Al comienzo del cuarto curso tenía que ir a
casa de la señora Meiereder ahora para aprender a hacer el pan y a lavar las piezas
grandes de la ropa. Esto lo hacíamos luego en casa con todo esmero entre mi
padre y yo. Teníamos una tina que incluso era igual a la de la señora Meiereder.
Primero dejábamos durante toda la noche la ropa en remojo, luego la escurríamos,
la sacudíamos y la poníamos en la tina. Sobre la ropa colocábamos un paño
grande de lienzo en el que esparcíamos ceniza de madera de abedul, y luego echábamos
por encima agua hirviendo; esto era la colada para la ropa, porque no teníamos
detergente en polvo. Después de algunas horas se sacaba esta colada de la tina.
Ahora colocábamos la ropa sobre un banco y con un jabón duro la frotábamos y
luego la cepillábamos. Yo me ponía sobre mi taburete porque era demasiado baja
para el banco de la ropa.
Para hacer el pan era al contrario. Teníamos que
poner la amasadera en el suelo porque así podía aplicar más fuerza al preparar
la masa. Siempre cocíamos dieciséis panes de una vez; cada pan pesaba de cuatro
a cinco libras. Cada día comíamos tres panes. Uno con la sopa de la mañana,
otro lo consumíamos los niños durante el recreo de la escuela y el tercero nos
lo comíamos con la cena. En la escuela teníamos dos recreos; el menor duraba
quince minutos y la pausa mayor del mediodía una hora entera. Como no tenía
sitio en el banco de las niñas porque estaba abarrotado, me sentaba junto a un
chico que me traía cada día un bollo al horno de parte de su madre. Nunca he
olvidado el detalle de esta mujer.
Mi padre decía siempre que tres panes tienen
que alcanzar para todo un día. Pero no siempre era suficiente y entonces volvíamos
a comernos las patatas de los cerdos. Nuestro padre decía entonces que lo
arruinaríamos con nuestro apetito. A la hora de comer se ponía uno de los niños
pequeños sobre las piernas de mi padre y otro a su izquierda y otro a su
derecha, y comían del plato de mi padre. Para cenar había casi siempre Dampfnudeln. Me salían muy bien, con la
corteza tostada. Los presentaba con la corteza hacia arriba en una fuente
grande que se colocaba en un trípode de hierro y en la parte inferior había
otra fuente grande con pepinos, leche o caldo de peras desecadas. Esto tenía un
aspecto muy apetitoso que nos daba nueva hambre. Tenían que ser siempre grandes
raciones, dos cazos o cacerolas. Tampoco nos olvidábamos del abuelo. A él le
llevaba la comida a su habitación, sólo cosas blandas porque ya no tenía ni un
diente.
Cuando el abuelo todavía caminaba bien, se iba
muy temprano a la iglesia. Michl tenía que ir con él porque, durante el
trayecto, el abuelo iba siempre al mismo lugar en el bosque y hacía sus
necesidades en el mismo árbol. Ya no podía vestirse solo, por eso lo acompañaba
Michl.
El abuelo tenía una camisa con dos ojales en
la parte delantera del cuello. Por aquí había que introducir un pasador que podía
voltearse por la parte delantera. Luego tenía un acabado de lencería blanca con
el pecho fuertemente almidonado y ancho como el tronco, y por la parte inferior
podía meterse un poco por dentro de la pretina. En la zona del pasador se le
colgaba una corbata. Así no se le veía la camiseta vieja que llevaba por
debajo. Para calzarse se ponía zapatos de hebilla y debajo unas calzas cortas
de goma. Éstas tenían cosidas a derecha y a izquierda una goma negra y elástica
que se sujetaba en el tobillo. Los pantalones eran muy estrechos y llevaban
tirantes. El abuelo siempre se ponía para trabajar un delantal azul que se
sujetaba por el cuello y por la cintura con una cinta de lino estrecha y azul.
Nunca trabajaba sin su delantal, que denominábamos el harapo. En nuestra tierra
todavía puede comprarse hoy en día género para estos harapos. Es la misma tela
azul.
El abuelo tenía su sitio durante el día en el
banco de la estufa. Los niños nos poníamos a menudo cerca de él. Sus pelos grisáceos
se levantaban sueltos hacia arriba y en los lóbulos de las orejas llevaba unas
pequeñas laminitas de oro. Esto lo tenía porque se suponía que era saludable
para la vista. Apoyaba su mano derecha en la moldura de la estufa y los niños
cogíamos la piel suave y floja de su mano y se la estirábamos. Esto podíamos
hacerlo todos excepto Alfons, porque no le caía simpático. En vez de Alfons le llamaba
siempre Atterl. Cuando yo hacía albondigones, el abuelo me cortaba el pan.
En las tardes de invierno calentábamos
fuertemente la estufa y la habitación
permanecía caliente. En el cuarto de arriba, exactamente encima de esta estufa,
había una estufa de cerámica que se calentaba simultáneamente con la otra. Tenía
forma de herradura y uno podía sentarse en su entrante. Los niños nos habíamos
sacado muchas veces unos a otros de allí cuando alguno se quedaba demasiado
tiempo porque todos querían calentarse un poco antes de irse a dormir. Mi padre
colocaba una tablilla sobre la estufa y se sentaba encima. A menudo olía a
quemado, y eso era entonces el pantalón de mi padre. Le gustaba fumarse por la
noche una pequeña pipa con tabaco barato; el leño, como le llamaba a su pipa. Y
sobre la mesa estaba colgada una lámpara de petróleo con una pantalla de
vidrio; esto era muy agradable. Mi padre tenía que contar historias fantásticas
y espeluznantes de la guerra, porque había participado en ella, y de crímenes.
El abuelo explicaba cómo había llevado madera larga y pesada con los caballos
desde Eggenfelden hasta Passau. A veces se apagaba el petróleo de la lámpara y
cuanto más oscura se quedaba la habitación, más nos excitábamos los niños. Entonces,
jugábamos a la gallina ciega y chocábamos con todo, era muy divertido. El humo
del petróleo nos ponía negros los orificios de la nariz y las barbitas, y esto
nos hacía reír.
Mientras mis hermanos escuchaban a mi padre,
yo tenía sobre la mesa una máquina manual de coser y tenía que aplicarme en
zurcir la ropa. También teníamos una pequeña lamparilla de aceite que estaba en
un tarro de un litro. Sin esta lamparita no hubiera podido ver la costura.
Cuando mi padre y mis hermanos se iban a la cama, yo debía quedarme bastante más
tiempo cosiendo, al menos hasta las diez de la noche. A menudo me quedaba
dormida de puro cansancio. Mi padre golpeaba entonces en el suelo de la
habitación superior y gritaba que qué me pasaba, que no oía la máquina de
coser. Al momento volvía a despertarme y continuaba cosiendo.»
(2) Especialidad de Baviera y Austria: especie de brazo de
gitano de hojaldre, relleno de manzana, que se sirve caliente y con nata
montada. (N. del T.)
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1990, en traducción de Agustín Delgado, pp. 9-17. ISBN: 84-226-322-X.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: