I.-La tía Mame y el huerfanito
«Todo empezó por culpa de un viejo ejemplar del
Reader’s Digest. Es una revista que
apenas leo. No necesito hacerlo, porque oigo comentar sus artículos cada mañana
en el tren de las 7:51 y cada tarde en el de las 18:03. Todo el mundo en
Verdant Greens –un barrio de doscientas casas de cuatro estilos diferentes-
tiene una fe ciega en el Digest. De
hecho, nadie habla de otra cosa.
Pero hete aquí que la revista ejerce también
sobre mí la misma fascinación que una serpiente sobre un pajarillo. Casi contra
mi voluntad, leo sobre los peligros de nuestras escuelas públicas; lo
entretenido que es el parto natural; cómo una comunidad en Oregón acabó con una
red de traficantes de drogas; y acerca de alguien a quien un escritor famoso –he
olvidado cuál- considera el personaje más inolvidable que ha conocido.
Eso hizo que interrumpiera la lectura.
¿Personaje inolvidable? Vamos, hombre, ¡ese
escritor no debe de haber conocido a nadie en toda su vida! No sabría lo que
significa la palabra “personaje” a menos que hubiese conocido a mi tía Mame. Nadie
lo sabría. Sin embargo, había ciertos paralelismos entre su personaje
inolvidable y el mío. El suyo era una encantadora solterona de Nueva Inglaterra
que vivía en una encantadora casita blanca de madera y una mañana abrió su
encantadora puertecita verde pensando que iba a encontrar al Hartford Courant. En lugar de eso
encontró una encantadora cestita de mimbre con un encantador bebé en su
interior. El resto del artículo contaba cómo el personaje inolvidable acogía al
bebé y lo criaba como si fuera suyo. Entonces dejé el Digest y empecé a pensar en la encantadora señora que me crió a mí.
En 1928 mi padre sufrió un leve ataque al corazón
y tuvo que guardar cama unos días. Además del dolor en el pecho, desarrolló
cierta conciencia cósmica y la intuición de que no iba a vivir eternamente. Como
no tenía nada mejor que hacer, telefoneó a su secretaria, que se parecía a Bebe
Daniels, y le dictó su testamento. La secretaria mecanografió un original y
cuatro copias, se puso el sombrero y cogió un taxi desde la calle La Salle
hasta el Hotel Edgewater Beach para que mi padre lo firmara.
El testamento era muy breve y original. Decía:
En caso de fallecimiento, lego todas mis
posesiones terrenales a mi único hijo, Patrick. Si falleciera antes de que el
chico haya cumplido los dieciocho años, nombro a mi hermana, Mame Dennis,
domiciliada en el número 3 de Beekman Place, en la ciudad de Nueva York, tutora
legal de Patrick.
Patrick deberá ser educado como protestante y
enviado a colegios tradicionales. Mame
sabrá a lo que me refiero. Todo el dinero y los valores que dejo deberán ser
gestionados por la Knickerbocker Trust Company de la ciudad de Nueva York. Mame
será la primera en comprender lo acertado de esta decisión. No obstante, no
quiero que se arruine por tener que criar a mi hijo. Podrá enviar mensualmente
las facturas por su manutención, alojamiento, ropa, educación, gastos médicos y
demás. Pero la Trust Company tendrá derecho a cuestionar cualquier artículo que
le parezca inusual o excéntrico antes de reembolsárselo a mi hermana.
También lego cinco mil dólares (5000 $) a
nuestra fiel sirvienta, Norah Muldoon, para que pueda jubilarse cómodamente en
ese sitio de Irlanda del que tanto habla.
Norah salió al patio a buscarme y mi
padre me leyó su testamento con voz temblorosa. Afirmó que mi tía Mame era una
mujer peculiar y que quedar en sus manos era un destino que no le desearía ni a
un perro, aunque no siempre podemos elegir y la tía Mame era mi único pariente
vivo. La secretaria y el camarero del servicio de habitaciones dieron de fe la
firma del testamento.
La semana siguiente mi padre había olvidado su
enfermedad y estaba jugando al golf. Un año después cayó fulminado en la sauna
del Athletic Club de Chicago y quedé huérfano.
No recuerdo muy bien el funeral de mi padre, sólo
que hacía mucho calor y que había rosas auténticas en los jarrones de la
limusina de la funeraria Pierce-Arrow. El cortejo fúnebre lo integraban,
aparte, por supuesto, de Norah y de mí, varios hombres afables y corpulentos
que hablaban entre murmullos de jugar un partido de al menos nueve hoyos cuando
acabara aquello.
Norah lloró mucho. Yo no. En mis diez años de
vida apenas había hablado con mi padre. Nos veíamos sólo en el desayuno, que
para él consistía en un café solo, Bromo-Seltzer y el Chicago Tribune. Si alguna vez se me ocurría decir algo, se
sujetaba la cabeza y replicaba: “Cierra el pico, chico, tu padre está de resaca”,
frase que no entendí hasta mucho tiempo después de su muerte. Todos los años,
el día de mi aniversario, nos enviaba a Norah y a mí a una sesión matinal de
algún espectáculo en el que actuasen Joe Cook, Fred Stone o tal vez el circo
Sells-Floto. Una vez me llevó a cenar a un lugar llamado Casa de Alex con una hermosa
mujer llamada Lucille. Ella nos llamaba a los dos “cariño” y olía muy bien. Me
gustó. Aparte de eso, apenas vi a mi padre. Mi vida transcurría en la escuela
latina para chicos de Chicago, o en el área vigilada de juegos con los demás
niños que vivían en el hotel, o jugando en la suite con Norah.
Después de que lo dejaran “descansar en paz”,
como dijo Norah, los hombres afables y corpulentos se marcharon al campo de
golf y la limusina nos llevó de vuelta al Edgewater Beach. Norah se quitó el
abrigo negro y el velo y me dijo que podía quitarme el traje de sarga azul. Afirmó
que el socio de mi padre, el señor Gilbert, y otro caballero iban a venir a
vernos y me advirtió que no me fuese muy lejos pues tenía que firmar unos
papeles.
Fui a mi habitación y practiqué mi firma en el
papel timbrado del hotel. Poco después, llegaron el señor Gilbert y el otro
hombre. Los oí hablar con Norah, aunque casi no entendí nada de lo que decían. Norah
lloró un poco y dijo algo sobre aquel hombre tan bueno y generoso al que
acababan de enterrar. El desconocido dijo llamarse Babcock y ser mi
fideicomisario, lo cual me interesó mucho pues Norah y yo habíamos visto hacía
poco una película en la que un comisario de policía salvaba a la hija del
alcaide durante un motín carcelario. El señor Babcock mencionó un testamento
muy irregular aunque sin fisuras.
Norah afirmó que ella no entendía de
cuestiones económicas, pero que sin duda era un montón de dinero.
El señor Gilbert explicó que el chico tenía
que endosar ese cheque garantizado en presencia del representante de la Trust
Company, luego firmaría ante notario y así concluiría de una vez por todas la
transacción. A mí todo me pareció vagamente siniestro. El señor Babcock confirmó
que, mmm…, sí, todo era correcto.
Norah volvió a echarse a llorar y dijo que era
una fortuna para un niño tan pequeño y el fideicomisario respondió que sí, que
era una suma considerable, aunque él había tratado con gente como los
Wilmerding y los Gould y ésos sí que tenían dinero de verdad.
A mí me pareció que estaban organizando demasiado
revuelo si no se trataba de dinero auténtico.
Luego Norah entró al dormitorio y me pidió que
saliera a estrechar la mano del señor Gilbert y del otro caballero como un
hombrecito. Lo hice. El señor Gilbert dijo que me estaba portando como un auténtico
soldado y el señor Babcock, el fideicomisario, afirmó que tenía un hijo en
Scarsdale justo de mi edad y esperaba que fuésemos buenos amigos.
El señor Gilbert descolgó el teléfono y preguntó
si podían enviarnos un notario público. Firmé dos hojas de papel. El notario murmuró
alguna cosa y luego las selló. El señor Gilbert aseguró que ya estaba y que tenía
que marcharse si quería llegar a Winnetka. El señor Babcock nos informó de que
se alojaba en el Club Universitario y de que, si Norah quería alguna cosa, podría
localizarlo allí. Volvieron a estrecharme la mano y el señor Gilbert repitió
que yo era un auténtico soldado. Luego cogieron sus sombreros de paja y se
marcharon.
En cuanto nos dejaron solos, Norah afirmó que
había sido un cielo y preguntó si me apetecería ir al Salon Naval a cenar y
luego tal vez a ver una película sonora Vitaphone.
Ése fue el fin de mi padre.
No había mucho equipaje que hacer. Nuestra suite constaba de un gran salón y tres dormitorios, todos amueblados
por el Hotel Edgewater Beach. Los únicos bibelots
que poseía mi padre eran dos cepillos de plata para el pelo y dos fotografías.
-Tu padre vivía como un árabe –dijo Norah. Me
había acostumbrado tanto a las dos fotografías que nunca les presté atención. Una
era de mi madre, que murió al nacer yo. La otra mostraba a una mujer de ojos
centelleantes con un chal español y una enorme rosa detrás de la oreja-. Parece
una auténtica italiana –afirmó Norah. Era mi tía Mame.
Norah y el señor Babcock revisaron las pertenencias
personales de mi padre. Él se llevó todos los papeles, el reloj de oro de mi
padre y los gemelos de perlas y las joyas de mi madre para guardarlos hasta que
yo fuese lo bastante mayor para “poder apreciarlos”. El camarero del servicio
de habitaciones se quedó con los trajes de mi padre. Sus palos de golf, mis
juguetes y mis libros los enviaron a una institución benéfica. Luego Norah sacó
los retratos de mi madre y de la tía Mame de sus marcos y los recortó para que
me cupieran en el bolsillo trasero del pantalón.
-Así llevarás los rostros de tus allegados
cerca del corazón –explicó.
Todo quedó arreglado. Norah compró un traje
fino de luto para mí en Carson, Pirie, Scott’s y un despampanante sombrero para
ella. El señor Gilbert y la compañía fiduciaria hicieron todas las gestiones
necesarias para nuestro viaje a Nueva York. El 13 de junio estuvimos listos
para irnos.
Recuerdo el día que partimos de Chicago porque
nunca me habían permitido quedarme despierto hasta tan tarde. Los empleados del
hotel hicieron una colecta y le regalaron a
Norah una maleta de piel de cocodrilo, un rosario de malaquita y un gran
ramo de rosas “American Beauty”. A mí
me regalaron un libro titulado Héroes de
la Biblia que todo niño debería conocer: el Antiguo Testamento. Norah me
llevó a despedirme de todos los niños que vivían en el hotel y, a la siete de
la tarde, el servicio de habitaciones nos subió la cena, con tres postres
diferentes y los saludos del cocinero. A las nueve de la noche, Norah volvió a
pedirme que me lavara las manos y la cara, cepilló mi flamante traje de luto,
me enganchó una medallita de san Cristóbal en la ropa interior, lloró, se puso
su sombrero nuevo, lloró, recogió las rosas, realizó una última y breve
inspección de la suite, lloró y ocupó
su asiento en el autobús del hotel.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones
Acantilado, 2011, en traducción de Miguel Temprano García, pp. 7-13. ISBN:
978-84-92649-56-3.]
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