Viaje a Liliput
Capítulo VI
«Aunque nosotros usualmente consideramos la recompensa y el castigo como los dos ejes sobre los que gira todo gobierno, nunca he visto esta máxima puesta en práctica en ninguna nación, salvo en Liliput. Cualquiera que acredite con suficientes pruebas haber observado estrictamente las leyes de su país durante setenta y tres lunas tiene derecho a ciertos privilegios según su calidad y condición de vida, con una proporcionada cantidad de dinero, que se toma de un fondo existente al efecto. Además, adquiere el título de Snilpall o legal, el cual se añade a su nombre, si bien no se transmite a su descendencia. Y los liliputienses juzgaban que es un prodigioso defecto político entre nosotros el que nuestras leyes sean impuestas sólo a fuerza de penalidades sin mención alguna de recompensa. Por ello, en sus tribunales, la figura de la justicia se representa con seis ojos, dos delante, dos detrás y uno a cada lado, para significar la circunspección, y con un saco de oro abierto en la mano derecha y una espada envainada en la izquierda, mostrando que está tan dispuesta a castigar como a recompensar.
Al elegir personas para cualquier cargo atienden más a su buena moral que a sus capacidades, ya que, siendo el gobierno necesario al género humano, creen que el molde común de la comprensión humana es apto para un estado u otro, ya que la Providencia no se ha propuesto nunca hacer del manejo de los asuntos públicos un misterio sólo al alcance de unas cuantas personas de genio sublime, de las que rara vez nacen tres en una era. Creen, en cambio, que la verdad, la justicia, la temperancia y análogas virtudes están expeditas a todo hombre, y juzgan que su práctica, asistida por la experiencia y la buena intención, califica a cualquier persona para el servicio de su país, salvo en las materias que requieren especial estudio. Y a tal punto entienden que la falta de virtudes morales está muy lejos de ser substituida por superiores capacidades de la mente, que los cargos no son nunca puestos en tan peligrosas manos como las de personas así calificadas, opinando por ende que los errores cometidos por ignorancia y con buena intención nunca pueden ser tan perniciosos para el bien público como lo ejecutado por un hombre de inclinaciones corrompidas y cuyas grandes facultades le permitan multiplicar y defender sus cohechos.
De modo semejante, la incredulidad en la Divina Providencia hace allí incapaz a un hombre de ejercer ningún cargo público, porque, declarándose los reyes representantes de la Providencia, los liliputienses juzgan que no hay nada más absurdo para un príncipe que emplear hombres que niegan la autoridad en cuyo nombre actúan.
Al explicar éstas y otras siguientes leyes, sólo quiero referirme a las instituciones originales y no a las escandalosas corrupciones en que esas gentes han caído a causa de la degenerada naturaleza del hombre. Tal es, por ejemplo, la infame práctica de adquirir grandes cargos danzando en la cuerda tensa, o distinciones y honores saltando bastones y arrastrándose bajo ellos. Ha de hacerse notar que estas costumbres fueron introducidas por el abuelo del emperador hoy reinante, habiéndose desarrollado hasta el extremo presente a causa del gradual crecimiento de partidos y facciones.
La ingratitud se considera entre ellos un crimen capital, como leemos que sucedía en otros países, porque los liliputienses razonan diciendo que cualquiera que devuelva a su favorecedor mal por bien, forzosamente ha de ser común enemigo de todo el género humano, del que no ha recibido bien alguno, y, por tanto, hombre tal no debe vivir.
Sus nociones respecto a los deberes e padres e hijos difieren mucho de las nuestras. No opinan que un hijo tenga deber alguno hacia su padre por haberle engendrado, ni a su madre por haberlo traído al mundo, lo que, considerando las miserias de la vida humana, no es un beneficio en sí mismo, ni así se lo proponían sus progenitores, cuyos pensamientos, durante su relación amorosa, estaban ocupados en cosa diversa. Fundándose en estas y parecidas razones, su opinión es que los padres son las personas menos idóneas para encargarse de la educación de sus hijos, y, por tanto, en todas las ciudades existen casas públicas para la infancia, estando obligados todos los padres, excepto los campesinos, a enviar a ellas a sus hijos de ambos sexos desde que alcanzan la edad de veinte lunas, en cuyo tiempo se supone que han adquirido algunos rudimentos de docilidad. Tales escuelas son de varios géneros, según las diferentes circunstancias, y las hay para ambos sexos. Existen en ellas ciertos profesores diestros en preparar a los niños para las condiciones de vida propias del rango de sus padres, con arreglo a sus capacidades y a sus inclinaciones. Hablaré primero de las escuelas de niños y después de las de niñas.
Las casas que acogen a los niños de rango noble o eminente están atendidas por graves y doctos profesores y sus pasantes. Las ropas y alimentación de los niños son sencillas y sobrias. Se les educa en los principios del honor, el valor, la justicia, la modestia, la clemencia, la religión y el amor de su patria. Siempre están ocupados en alguna actividad, salvo a las horas de comer y dormir, que son muy breves, más dos horas consagradas a la distracción, generalmente consistente en ejercicios corporales. Hasta la edad de cuatro años son vestidos por hombres, y luego quedan obligados a vestirse ellos solos, por elevada que sea su calidad. Para los servicios mecánicos se emplean criadas de edad proporcional a la nuestra de cincuenta. No se les permite hablar con los criados y practican sus juegos en grupos y bajo la vigilancia de un profesor o un pasante, lo que evita las tempranas malas impresiones de locura y vicio a que nuestros niños viven sujetos. Los padres sólo pueden visitar a los niños dos veces al año, por espacio de una hora. Se les permite besar a sus hijos al verlos y al separarse de ellos; pero el profesor, siempre presente en tales ocasiones, les impide cuchicheos, frases cariñosas o regalos de juguetes, dulces o cosas análogas.
La pensión que cada familia ha de pagar por la educación y mantenimiento de un niño es, en caso de falta de pago, recabada legalmente por los oficiales del emperador.
Las escuelas de niños de hidalgos corrientes, mercaderes, negociantes y artesanos, funcionan, en proporción de la misma manera, si bien los designados para ejercer oficios o tratos son colocados a los once años como aprendices, mientras las personas de calidad continúan sus estudios hasta los quince, que corresponden a los veintiuno nuestros. Pero su aislamiento se aminora en los tres últimos años. […]
Los labradores y granjeros mantienen a sus hijos en sus casas, porque, limitándose su ocupación a cultivar y arar la tierra, su educación es de escasa consecuencia para la comunidad. Los ancianos o enfermos de esta clase son mantenidos en hospitales, ya que la mendicidad es práctica desconocida en este imperio.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Sarpe, 1984, en traducción de Juan G. de Luaces. ISBN: 84-7291-711-8.]
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