Capítulo 13
Valor y límites del debate
«El acto de debatir (entendido como género que
comprende las especies dialogar y polemizar) presenta una doble cara: una tranquilizadora
y otra preocupante, una tolerante y otra intransigente. En primer lugar, todo
aquel que participa en un debate puede hacerlo con la disposición de quien
busca la solución mejor para un asunto controvertido o con el espíritu dogmático
de quien posee certezas a las que no está dispuesto a renunciar. En segundo
lugar, la discusión puede entenderse como un medio para conseguir que aflore la
verdad o que se manifieste la duda.
Esta duplicidad justifica dos convencimientos
contrarios. Por un lado, se entiende la resignada convicción de los que no
esperan mucho de un debate: sean dudas o certezas lo que aportan las partes,
sus dos “verdades” y sus dos dudas contrarias no se anulan, se suman. Por otro
lado, parece razonable la reflexión de Joseph Joubert, que en sus Pensamientos (n. 115), recogidos antes
que nadie por Chateaubriand, anota, un poco al estilo de Pascal y un poco al de
Lapalisse, que “es mejor debatir una cuestión sin definirla que definirla sin
debatirla”.
“Abrir una discusión” es pues un acto que
provoca estados de ánimo contradictorios y que a veces significa dar a una tesis, a una argumentación o a una
consideración el desarrollo y la profundización que la amplía y le confiere una
nueva dimensión dual, pero también, en otros casos, destruir su unidad y su
coherencia lógica en un juego de atenuaciones, mediaciones y compromisos que la
fragmentan e incluso la convierten en lo contrario.*
A veces se elude o se desaconseja
la discusión en nombre de un ideal solidario y humanista que considera bueno
evitar que una falta de acuerdo se transforme en enfrentamiento. Sin embargo,
del choque de las posiciones contrarias suele surgir la mejor solución, la
solución idónea. El entendimiento, el acuerdo, la unanimidad son cosas buenas y
justas, pero sólo cuando representan una auténtica conciliación de divergencias
al final de un debate que ni las anula ni las enmascara. El hilo “positivo” del
debate se halla inexorablemente enlazado con el hilo “negativo”. A veces
olvidamos que casi todas las actividades humanas son competitivas en un grado u
otro, desde la simple porfía al conflicto abierto, y que colaboración y
conflicto se relacionan entre sí; no es una paradoja sino una constatación el
que detrás de todo conflicto exista un componente de colaboración, pues “la
discusión es imposible cuando no se está de acuerdo”, de acuerdo sobre algún
punto de partida.
También es posible no alcanzar ninguna
conclusión al término de un diálogo o de un debate; sin embargo, esa
circunstancia no equivale necesariamente a un fracaso. Por emplear las palabras
de Sócrates, después de un debate o estamos llenos o estamos vacíos. Aunque no
lleguemos a nada, habremos obtenido un resultado: “Serás menos molesto para los
que te rodean y más tratable pues, prudentemente, no creerás saber lo que no
sabes”**. Acabe como acabe, nunca se dialoga o se debate en vano. Hasta el
deplorado debate entre sordos, en el que cada cual se preocupa de que triunfe sólo
su propia tesis, sin manifestar la menor disposición a revisar las opiniones de
partida, tiene sentido. Si ninguno de los antagonistas consiguiera imponerse,
el empate podría producir una tolerancia inimaginable al principio.
En todo caso, es mucho más importante el modo
de afrontar los núcleos problemáticos que el de resolverlos. Claro que el
resultado cuenta, pero cuenta aún más la actitud, la forma de tratar el
problema.
Por eso, en las sociedades democráticas,
siempre que hay en juego valores importantes el debate es un instrumento
decisivo: en las asambleas parlamentarias, que legislan y orientan la gestión
de los problemas sociales; en las competiciones electorales, que deciden el
futuro de los países; en los tribunales, donde se halla en juego la libertad
del acusado y la seguridad del tejido social. Tanto en la reflexión personal,
cuando hay que decidir, como en las deliberaciones colectivas, el instrumento
de las críticas y las elecciones racionales es el debate, interior o público.
Las deliberaciones que se alcanzan después de
un debate se benefician de un sello de calidad, una especie de garantía de
denominación de origen, es decir, del hecho de haberse adoptado de un modo crítico
y de acuerdo con otros. El acuerdo es muchas veces el inevitable sustituto de
una verdad imposible de abarcar. Si la tesis discutida no pudiera aprovechar
esa denominación de origen garantizada, siempre podría beneficiarse, por muy
mal que vayan las cosas, de una especie de sello de indicación geográfica típica
que sirve para reconducir a su debida particularidad geográfica un discurso al
que quizá se ha atribuido una indebida universalidad cosmológica. Reservaremos
la etiqueta de “vinos de mesa” a las discusiones convivales, que satisfacen
además las necesidad de la charla y el entretenimiento. A las locuciones que
impone las leyes habría que añadir por lo menos otras dos de carácter
facultativo: las discusiones de bar y las discusiones de los talk-shows.
Digamos que, en su forma “denominación de
origen”, el debate es el equivalente epistemológico del mecanismo de la selección
natural en biología, pues con la selección comparte función y límites. Así como
en la naturaleza nunca predomina el mejor ejemplar en abstracto, sino el más
adaptado a una situación ambiental, tampoco en el campo de las ideas vence
siempre la mejor, la más justa y verdadera, sino la más fuerte y adecuada. Esto
no debe parecer escandaloso o deplorable, pues si en la naturaleza no existe, o
por lo menos no somos capaces de formularlo, un estadio final, perfecto y
preestablecido de la evolución que nos permita saber si el estadio actual se
encuentra más o menos próximo a él, tratándose de la evolución de las ideas, a
falta de una verdad comprobada o disponible, no podemos basarnos en una verdad
quimérica, sino en acuerdos alcanzados dignamente entre individuos que
disputan. Esta observación que Thomas Kuhn establece para la ciencia en el
contexto de un discurso sobre el “progreso a través de las revoluciones” vale
con mayor razón para las discusiones que no tienen carácter científico.
Se dirá que el problema del debate es que se busca
más la victoria que la solución justa, equitativa y auténtica, en sí misma
preferible, pero cuando se quiere o se debe comunicar algo en público es mejor
hacerlo en un debate que en un anuncio por palabras, una entrevista, una
proclama o una ordenanza. El debate es también una forma de comunicación,
aunque se distingue de las citadas en que necesita como actores a otros dos
participantes, el oponente y el auditorio. Roland Pennock subraya eficazmente
la importancia del auditorio: “No son más útiles los debates en los que se busca
que uno de los contendientes convenza a su oponente, sino los que se rigen por
la idea de facilitar que un tercero llegue a conclusiones sólidas que de otro
modo le resultaría imposible alcanzar”.
Mill ofrece cuatro razones a favor de la
discusión libre en su ensayo Sobre la libertad, manifiesto liberal basado en la
convicción de que si hay, pues, personas
que contradigan una opinión ya admitida […] agradezcámoselo, abramos nuestras
inteligencias para oírlas y regocijémonos de que haya alguien que haga para
nosotros lo que en otro caso […] deberíamos hacer nosotros mismos con mucho más
trabajo.
1.-Negar que una proposición
sea verdadera y reducirla al silencio significa creerse infalible. En realidad,
las verdades humanas son en su mayor parte, verdades a medias. Así pues, la
diversidad es deseable, y la unanimidad lo será sólo cuando surja de la más
libre y completa confrontación de opiniones contrarias.
2.-Incluso en el caso de que la opinión
reducida al silencio fuera un error, puede contener, y con frecuencia contiene,
una parte de verdad. Puesto que “la opinión general o predominante sobre
cualquier asunto rara vez o nunca es toda la verdad, sólo por la colisión de
opiniones adversas tiene alguna probabilidad de ser reconocida la verdad entera”.
3.-Aun cuando la opinión admitida fuera la
verdadera y fuera una verdad entera, si no se permite una crítica vigorosa y
tenaz, aquel que la acepta lo hará con prejuicios, sin captar sus fundamentos
racionales.
4.-Cuando una idea se admite como dogma
indiscutible, se convierte en algo puramente formal, muerto, en un obstáculo para
el desarrollo de cualquier convicción, viva y vivida, como todas las que
proceden del razonamiento y de la experiencia personal.
Pocas razones, aunque excelentes, para
sostener la conveniencia de oír los motivos ajenos antes de juzgar.
¿Tiene un límite la discusión? No todo el
mundo está dispuesto a admitir con Protágoras que todo se puede discutir, que a
todos los pros se puede oponer un contra y que para las dos cosas se encuentran
motivos y justificaciones. Existen, al parecer, algunos hechos, reglas y valores
que están “fuera de discusión”.
Según parece, hay por lo menos tres categorías
de cosas muy distintas entre sí que no se discuten: los hechos, los gustos y las órdenes. “Un hecho es un hecho”, “de gustibus non est disputandum” y “una
orden es una orden” son frases que expresan proverbialmente una convicción.
No hay necesidad de discutir cuando se alcanza
lo que Perelman llama acuerdos básicos, es decir, premisas de partida
que admiten ambos interlocutores.
Tampoco se discuten las tesis o enunciados que
se pueden defender contra todos los oponentes posibles. Esta noción de “la
totalidad de los oponentes” pertenece a la lógica dialógica contemporánea de
Paul Lorenzen, que recupera la fórmula del siglo XVIII contra principia negantes non este disputandum, según la cual las
tesis que se consideran verdaderas de mutuo acuerdo y que por tanto podrían
defenderse frente a cualquiera que las pusiera en duda no son materia idónea
para la discusión. Esta noción constituye una base para la definición de “verdad”.»
** Platón, Teeteto,
Barcelona-Madrid, Antrophos-Ministerio de Educación y Ciencia, 1990, p. 216,
210c.
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2016, en
traducción de Josefa Linares de la Puerta, pp.207-213. ISBN: 978-84-206-3605-4.]
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