lunes, 22 de marzo de 2021

Los usos de la retórica.- Adelino Cattani (1949)


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Capítulo 13

Valor y límites del debate

 «El acto de debatir (entendido como género que comprende las especies dialogar y polemizar) presenta una doble cara: una tranquilizadora y otra preocupante, una tolerante y otra intransigente. En primer lugar, todo aquel que participa en un debate puede hacerlo con la disposición de quien busca la solución mejor para un asunto controvertido o con el espíritu dogmático de quien posee certezas a las que no está dispuesto a renunciar. En segundo lugar, la discusión puede entenderse como un medio para conseguir que aflore la verdad o que se manifieste la duda.
 Esta duplicidad justifica dos convencimientos contrarios. Por un lado, se entiende la resignada convicción de los que no esperan mucho de un debate: sean dudas o certezas lo que aportan las partes, sus dos “verdades” y sus dos dudas contrarias no se anulan, se suman. Por otro lado, parece razonable la reflexión de Joseph Joubert, que en sus Pensamientos (n. 115), recogidos antes que nadie por Chateaubriand, anota, un poco al estilo de Pascal y un poco al de Lapalisse, que “es mejor debatir una cuestión sin definirla que definirla sin debatirla”.
 “Abrir una discusión” es pues un acto que provoca estados de ánimo contradictorios y que a veces significa dar a una tesis, a una argumentación o a una consideración el desarrollo y la profundización que la amplía y le confiere una nueva dimensión dual, pero también, en otros casos, destruir su unidad y su coherencia lógica en un juego de atenuaciones, mediaciones y compromisos que la fragmentan e incluso la convierten en lo contrario.*
A veces se elude o se desaconseja la discusión en nombre de un ideal solidario y humanista que considera bueno evitar que una falta de acuerdo se transforme en enfrentamiento. Sin embargo, del choque de las posiciones contrarias suele surgir la mejor solución, la solución idónea. El entendimiento, el acuerdo, la unanimidad son cosas buenas y justas, pero sólo cuando representan una auténtica conciliación de divergencias al final de un debate que ni las anula ni las enmascara. El hilo “positivo” del debate se halla inexorablemente enlazado con el hilo “negativo”. A veces olvidamos que casi todas las actividades humanas son competitivas en un grado u otro, desde la simple porfía al conflicto abierto, y que colaboración y conflicto se relacionan entre sí; no es una paradoja sino una constatación el que detrás de todo conflicto exista un componente de colaboración, pues “la discusión es imposible cuando no se está de acuerdo”, de acuerdo sobre algún punto de partida.
 También es posible no alcanzar ninguna conclusión al término de un diálogo o de un debate; sin embargo, esa circunstancia no equivale necesariamente a un fracaso. Por emplear las palabras de Sócrates, después de un debate o estamos llenos o estamos vacíos. Aunque no lleguemos a nada, habremos obtenido un resultado: “Serás menos molesto para los que te rodean y más tratable pues, prudentemente, no creerás saber lo que no sabes”**. Acabe como acabe, nunca se dialoga o se debate en vano. Hasta el deplorado debate entre sordos, en el que cada cual se preocupa de que triunfe sólo su propia tesis, sin manifestar la menor disposición a revisar las opiniones de partida, tiene sentido. Si ninguno de los antagonistas consiguiera imponerse, el empate podría producir una tolerancia inimaginable al principio.
 En todo caso, es mucho más importante el modo de afrontar los núcleos problemáticos que el de resolverlos. Claro que el resultado cuenta, pero cuenta aún más la actitud, la forma de tratar el problema.
 Por eso, en las sociedades democráticas, siempre que hay en juego valores importantes el debate es un instrumento decisivo: en las asambleas parlamentarias, que legislan y orientan la gestión de los problemas sociales; en las competiciones electorales, que deciden el futuro de los países; en los tribunales, donde se halla en juego la libertad del acusado y la seguridad del tejido social. Tanto en la reflexión personal, cuando hay que decidir, como en las deliberaciones colectivas, el instrumento de las críticas y las elecciones racionales es el debate, interior o público.
 Las deliberaciones que se alcanzan después de un debate se benefician de un sello de calidad, una especie de garantía de denominación de origen, es decir, del hecho de haberse adoptado de un modo crítico y de acuerdo con otros. El acuerdo es muchas veces el inevitable sustituto de una verdad imposible de abarcar. Si la tesis discutida no pudiera aprovechar esa denominación de origen garantizada, siempre podría beneficiarse, por muy mal que vayan las cosas, de una especie de sello de indicación geográfica típica que sirve para reconducir a su debida particularidad geográfica un discurso al que quizá se ha atribuido una indebida universalidad cosmológica. Reservaremos la etiqueta de “vinos de mesa” a las discusiones convivales, que satisfacen además las necesidad de la charla y el entretenimiento. A las locuciones que impone las leyes habría que añadir por lo menos otras dos de carácter facultativo: las discusiones de bar y las discusiones de los talk-shows.
 Digamos que, en su forma “denominación de origen”, el debate es el equivalente epistemológico del mecanismo de la selección natural en biología, pues con la selección comparte función y límites. Así como en la naturaleza nunca predomina el mejor ejemplar en abstracto, sino el más adaptado a una situación ambiental, tampoco en el campo de las ideas vence siempre la mejor, la más justa y verdadera, sino la más fuerte y adecuada. Esto no debe parecer escandaloso o deplorable, pues si en la naturaleza no existe, o por lo menos no somos capaces de formularlo, un estadio final, perfecto y preestablecido de la evolución que nos permita saber si el estadio actual se encuentra más o menos próximo a él, tratándose de la evolución de las ideas, a falta de una verdad comprobada o disponible, no podemos basarnos en una verdad quimérica, sino en acuerdos alcanzados dignamente entre individuos que disputan. Esta observación que Thomas Kuhn establece para la ciencia en el contexto de un discurso sobre el “progreso a través de las revoluciones” vale con mayor razón para las discusiones que no tienen carácter científico.
 Se dirá que el problema del debate es que se busca más la victoria que la solución justa, equitativa y auténtica, en sí misma preferible, pero cuando se quiere o se debe comunicar algo en público es mejor hacerlo en un debate que en un anuncio por palabras, una entrevista, una proclama o una ordenanza. El debate es también una forma de comunicación, aunque se distingue de las citadas en que necesita como actores a otros dos participantes, el oponente y el auditorio. Roland Pennock subraya eficazmente la importancia del auditorio: “No son más útiles los debates en los que se busca que uno de los contendientes convenza a su oponente, sino los que se rigen por la idea de facilitar que un tercero llegue a conclusiones sólidas que de otro modo le resultaría imposible alcanzar”.
Resultado de imagen de adelino cattani el arte de la oratoria  Mill ofrece cuatro razones a favor de la discusión libre en su ensayo Sobre la libertad, manifiesto liberal basado en la convicción de que si hay, pues, personas que contradigan una opinión ya admitida […] agradezcámoselo, abramos nuestras inteligencias para oírlas y regocijémonos de que haya alguien que haga para nosotros lo que en otro caso […] deberíamos hacer nosotros mismos con mucho más trabajo.
 1.-Negar que una proposición sea verdadera y reducirla al silencio significa creerse infalible. En realidad, las verdades humanas son en su mayor parte, verdades a medias. Así pues, la diversidad es deseable, y la unanimidad lo será sólo cuando surja de la más libre y completa confrontación de opiniones contrarias.
 2.-Incluso en el caso de que la opinión reducida al silencio fuera un error, puede contener, y con frecuencia contiene, una parte de verdad. Puesto que “la opinión general o predominante sobre cualquier asunto rara vez o nunca es toda la verdad, sólo por la colisión de opiniones adversas tiene alguna probabilidad de ser reconocida la verdad entera”.
 3.-Aun cuando la opinión admitida fuera la verdadera y fuera una verdad entera, si no se permite una crítica vigorosa y tenaz, aquel que la acepta lo hará con prejuicios, sin captar sus fundamentos racionales.
 4.-Cuando una idea se admite como dogma indiscutible, se convierte en algo puramente formal, muerto, en un obstáculo para el desarrollo de cualquier convicción, viva y vivida, como todas las que proceden del razonamiento y de la experiencia personal.

 Pocas razones, aunque excelentes, para sostener la conveniencia de oír los motivos ajenos antes de juzgar.
 ¿Tiene un límite la discusión? No todo el mundo está dispuesto a admitir con Protágoras que todo se puede discutir, que a todos los pros se puede oponer un contra y que para las dos cosas se encuentran motivos y justificaciones. Existen, al parecer, algunos hechos, reglas y valores que están “fuera de discusión”.
 Según parece, hay por lo menos tres categorías de cosas muy distintas entre sí que no se discuten: los hechos, los gustos y las órdenes. “Un hecho es un hecho”, “de gustibus non est disputandum” y “una orden es una orden” son frases que expresan proverbialmente una convicción.
 No hay necesidad de discutir cuando se alcanza lo que Perelman llama acuerdos básicos, es decir, premisas de partida que admiten ambos interlocutores.
 Tampoco se discuten las tesis o enunciados que se pueden defender contra todos los oponentes posibles. Esta noción de “la totalidad de los oponentes” pertenece a la lógica dialógica contemporánea de Paul Lorenzen, que recupera la fórmula del siglo XVIII contra principia negantes non este disputandum, según la cual las tesis que se consideran verdaderas de mutuo acuerdo y que por tanto podrían defenderse frente a cualquiera que las pusiera en duda no son materia idónea para la discusión. Esta noción constituye una base para la definición de “verdad”.»  
                 
 *M. Perniola, Transiti. Filosofia e perversione. Roma, Castelvecchi, 1998, p. 132.
** Platón, Teeteto, Barcelona-Madrid, Antrophos-Ministerio de Educación y Ciencia, 1990, p. 216, 210c.

  [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2016, en traducción de Josefa Linares de la Puerta, pp.207-213. ISBN: 978-84-206-3605-4.]

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