jueves, 4 de marzo de 2021

La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales.- Enzo Traverso (1957)

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Capítulo primero: "Alertadores de incendio". Por una tipología de los intelectuales ante Auschwitz.
Pensar Auschwitz

 «Tenemos pues un conjunto de circunstancias históricas, políticas y culturales que sitúa a los intelectuales exiliados en una posición casi única, resguardados y al mismo tiempo lo bastante cerca de la destrucción como para verla e intentar pensarla. En estas condiciones, Auschwitz les parece desde el principio una ruptura de civilización. En mayo de 1944, Th. W Adorno y M. Horkheimer perciben este acontecimiento como uno de los hechos capitales e ineludibles del mundo moderno, en el que no dudan en ver la expresión de una autodestruccion de la razon”. En un texto de 1944 de Minima Moralia, Adorno presenta el exterminio “administrativo y técnico” de los judíos, ejecutado con los métodos típicos de un “trabajo mecanizado”, en el marco de una guerra sin odio”, como el colmo de la inhumanidad” alcanzado por nuestra civilización. En ese mismo año crucial, Hannah Arendt designa las “masacres administrativas” derivadas de las teorías raciales como acontecimientos que superan no sólo la imaginación humana, sino también los marcos y categorías del pensamiento y la acción política”. Dos años más tarde, señala las “fábricas de la muerte” como “la experiencia central de nuestra época”. Auschwitz e Hiroshima designan, según Gunther Anders, el inicio de una nueva era en la que la humanidad ya esta irrevocablemente en condiciones de autodestruirse.
 A este respecto resulta totalmente emblemático el itinerario de los representantes de la Escuela de Francfort. Herederos de una crítica romántica de la modernidad burguesa e industrial típica de la cultura alemana de principios de siglo, no dudan en considerar los campos de exterminio como un aterrador producto de la Zivilisation. Pero evidentemente no pueden compartir la visión de la Kultur defendida por pensadores conservadores y nacionalistas como Oswald Spengler o Moller Van der Bruck. Judíos y cosmopolitas, son insensibles a toda búsqueda de un alma germánica, atávica y profunda, percibida por otros ora como la salvación de Alemania (Heidegger) ora como su maldición (Th. Mann, Meinecke, Jaspers). Al mismo tiempo, el anclaje o al menos la permeabilidad de esos intelectuales judíos a la tradición del “anticapitalismo romántico” les aleja de toda tentativa de aprehender Auschwitz mediante las categorías de una filosofía del progreso particularmente arraigada en la cultura de la Resistencia. Mas allá de sus diferencias culturales y políticas, la intelligentsia europea quiere reanudar con la tradición de las Luces tras el paréntesis de la guerra y el fascismo. Los jóvenes intelectuales alemanes reunidos en tomo al periódico Der Ruf apelan a Lessing; Sartre se refiere a Voltaire en la presentación de los Temps Modernes; a partir de 1944 Emmanuel Mounier se pregunta en Esprit sobre la necesidad de una nueva Declaración de los derechos humanos; el antifascismo italiano identifica la Resistencia con un segundo Risorgimiento (especialmente a través de su revista mas significativa, II Ponte). En ese coro optimista (basado en la recuperada confianza en el derecho, la razón y el progreso que impregna a toda la cultura de la Resistencia), el pensamiento judeoalemán introduce una disonancia dialéctica teñida de melancolía, dolor y a veces desesperación. La última voz que habría podido unirse a este coro, la de Ernst Cassirer, se apagó en la primavera de 1945, poco antes de la caída de Berlín. Los intelectuales judeoalemanes exiliados parecen aguafiestas; más que celebrar un nuevo triunfo de las Luces, les preocupa sacar una lección de la catástrofe; una catástrofe universal que, tras la bomba atómica sobre Hiroshima, adquiere los rasgos del Apocalipsis, de amenaza de un fin del mundo.
 En este contexto de posguerra, la posición de la intelligentsia judeoalemana exiliada es pues totalmente singular. Lo que ha sido destruido no puede ser reconstruido, es una perdida definitiva; su mirada se dirige más a los vencidos que a los vencedores. Ha heredado a la vez la crítica romántica de la modernidad industrial (expurgada de su inclinación nacionalista) y el universalismo de las Luces (liberado de su fe ciega en el progreso): gracias a este anclaje filosófico y cultural puede elaborar una nueva visión de la historia. En esta perspectiva, Auschwitz no aparece como un accidente, aunque grave, en el camino hacia la ineluctable mejora de la humanidad, sino como un producto legitimo y auténtico de la civilización occidental. Auschwitz desvela su lado sombrío y destructor, la racionalidad instrumental que puede ponerse al servicio de la masacre. Dicho de otro modo, Auschwitz aparece como una ruptura casi total (an almost complete break) -según Hannah Arendt- en el flujo ininterrumpido de la historia occidental tal como el hombre la conoció durante más de dos milenios”. Y como una impugnación radical del concepto de civilización tal como fue forjado a lo largo de toda la historia del mundo occidental. La barbarie ya no figura como la antítesis de la civilización moderna, técnica e industrial, sino como su cara oculta, su doblez dialéctica.
 Esta visión sigue siendo empero exclusiva de un pequeño número de intelectuales. En el espectro de una cultura judeoalemana sumamente diversificada también son posibles otros enfoques. Para Ernst Cassirer, el ultimo representante de la Aufkldrung emigrado a Nueva York al final de su vida, el antisemitismo nazi sólo es la expresión de una regresión hacia el mito en los tiempos modernos, e incluso una entronización” del mito que, a través del judaísmo, ataca las fuentes del racionalismo ético occidental. Un enfoque en ciertos aspectos análogo es el de Georg Lukacs, para quien el nacionalsocialismo es el epílogo del irracionalismo moderno, nacido por oposición a las Luces (La destrucción de la razón, 1954).
 Para otros, el nacionalsocialismo es el punto de partida de un planteamiento intelectual que no topa forzosamente con el genocidio. Leo Strauss interpreta las tragedias del presente como una confirmación de la superioridad de los Antiguos sobre los Modernos. Se repliega entonces en el estudio de los fundamentos de la filosofía política: su indagación sobre La tiranía (1948) analiza el pensamiento de Jenofonte sin abordar el tema de las tiranías del siglo XX. Karl Lowith reconstituye la metamorfosis por la cual, a lo largo de todo el siglo XIX, el pensamiento alemán desplaza su eje del idealismo al nihilismo (De Hegel a Nietzsche, 1941). Siegfried Kracauer emprende la búsqueda de signos anunciadores del nazismo en el cine de la Republica de Weimar, como un detective investigando tras el crimen (De Caligari a Hitler, 1947). En cuanto a Karl Popper, sitúa el totalitarismo en el centro de su reflexión, pero La sociedad abierta y sus enemigos (1945) revela una preocupación mucho mayor por criticar a Marx que por aprehender el nazismo. También diferente es la actitud de Ernst Bloch, quien ya analizó el nazismo en Herencia de este tiempo (1935). Durante sus años de exilio en los Estados Unidos, entre 1937 y 1948, se consagra a un estudio monumental sobre las utopías de los tiempos modernos (El principio de esperanza) que los regímenes totalitarios nunca podrán suprimir.
 El intento de pensar Auschwitz solo concierne, pues, a una pequeña minoría de intelectuales, incluso entre los exiliados. Aunque el exilio favorezca una interrogación sobre el genocidio, sin duda no la hace normativa. Dicho esto, son precisamente las condiciones del exilio las que permiten explicar la singular profundidad de la mirada crítica de ese pequeño número de intelectuales. Como judíos no pueden permanecer indiferentes a las noticias del exterminio de sus correligionarios deportados a los guetos y los campos de Polonia. Al recibir las primeras noticias de Europa padecen una verdadera conmoción. Como exiliados captan casi inmediatamente el alcance de los acontecimientos, ajenos a los condicionamientos de las mentalidades y de su entorno, pues el genocidio significa el hundimiento irreparable y definitivo del mundo que los ha engendrado. Como asimilados no pueden interpretar Auschwitz según categorías puramente judías, como un acontecimiento interno de la desgraciada historia de su pueblo. El exterminio les parece un acontecimiento de dimensión universal, una cuestión ineludible ante la que está situada la humanidad entera. Para ellos la lección de Auschwitz va más allá de la “culpabilidad alemana” (¿acaso no supera las fronteras de Alemania?) y del duelo judío, para imponer un re-examen crítico de todo el itinerario de la civilización occidental. Las respuestas aportadas a esta interrogación serán diferentes, pero, a partir del reconocimiento del alcance universal de Auschwitz Th. Adorno y M. Horkheimer deciden explorar la cara oculta de la Aufklärung; H. Arendt busca en el totalitarismo las raíces de un horror nuevo que ha “pulverizado manifiestamente nuestras categorías políticas, así como nuestros criterios de juicio moral”; G. Anders puede captar una afinidad entre la barbarie moderna de las cámaras de gas y la de las bombas atómicas que destruyen Hiroshima y Nagasaki: para él son marcas de la obsolescencia del hombre” en la civilización técnica del capitalismo tardío. Todos parecen retomar la leccion de W. Benjamin, para quien debemos repensar la idea de “progreso” a partir de la noción de “catástrofe”.
Resultado de imagen de la historia desgarrada  Esta actitud universalista la expresa de forma extrema Jean Amery, figura singular de exiliado y superviviente a la vez. Así expresa su incapacidad de emocionarse como su acompañante cuando, en una representación del Superviviente de Varsovia de Arnold Schoenberg, llega el momento crucial en el que el coro entona el Sch’ma Israel: “Mi corazón no latía más rápido, pero me sentía más desamparado que ese camarada tan conmovido ante la oración de los judíos acompañada por los acentos del trombón. Más adelante pensé que no puedo ser judío en la emoción, sino únicamente en la angustia y la cólera, cuando la angustia se torna cólera para acceder a la dignidad: ‘Escucha Israel’ no me concierne. Sólo un ‘escucha mundo’ podría surgir de mí en un estallido de cólera. Tal es la voluntad del número de seis cifras inscrito en mi antebrazo. Tal es la voluntad del sentimiento de catástrofe que domina toda mi existencia”.
 No confundamos este universalismo con la conquista de una mítica “neutralidad axiologica” (en el sentido weberiano) para observar la realidad histórica. Ni tampoco, siguiendo a Mannheim, con una síntesis de los puntos de vista de las diferentes clases y grupos sociales (o nacionales). Durante la guerra, los exiliados son los únicos que aprehenden Auschwitz porque son los únicos que pueden identificarse con las víctimas del genocidio y estar en condiciones de pensar ese desgarro de la historia (los supervivientes necesitaran tiempo para poner en perspectiva e intentar explicar su experiencia). Su estatuto de parias agudiza, pues, la mirada crítica de los intelectuales exiliados. Su superioridad epistemológica se debe precisamente a la falta de ataduras, el desarraigo y la “acosmía” que caracterizan su condición: factores que, paradójicamente, les sitúan por encima de los puntos de vista estrechos, las ideas preconcebidas y las mentalidades tradicionales de los diferentes grupos nacionales y políticos. Mannheim diría que están situados sobre un observatorio más elevado. Pero las ventajas intelectuales de semejante posición son muy escasas en el ámbito político; en el fondo, sólo conducen a un sentimiento de frustración y terrible impotencia. Apátridas, desarraigados y marginales, las elites dominantes les perciben mucho más como enemy aliens (en Francia son incluso internados en campos al principio de la guerra) que como aliados o consejeros. Sus escritos son publicados en la mayoría de casos por revistas y editoriales de la emigración cuya difusión más o menos confidencial no puede influir en absoluto en la opinión pública. Si pueden ver Auschwitz en medio de un mundo ciego, el precio de esta clarividencia es el de su propia invisibilidad política. Como escribirá H. Arendt a finales de los años cincuenta, el profundo sentido humano y el cosmopolitismo siempre han sido el gran privilegio de los pueblos parias”. Pero este privilegio cuesta caro, pues suele acompañarse de una “acosmía” que puede traducirse en una terrorífica atrofia” de todos los órganos utilizados para relacionarnos con el mundo. Dicha acosmía era consecuencia de las persecuciones, la guerra y el exilio, en una época en la que, según Adorno, la reflexión de los emigrados tenía lugar en condiciones de una “vida mutilada”.
 Las condiciones objetivas en las que se encontraban les impedían, pues, desempeñar completamente su función: a pesar de todas las dificultades materiales, eran capaces de elaborar un pensamiento crítico; lejos de encerrarse en una torre de marfil, manifestaban desesperadamente la voluntad de intervenir en la polis, pero no podían romper su aislamiento y su voz no encontraba destinatarios. Todo contribuía a sofocarla. Eran los alertadores ignorados de un incendio que nadie se molestaba en apagar.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Herder, 2001, en traducción de David Chiner, pp. 43-50. ISBN: 84-254-2135-7.]
 

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