Capítulo primero: "Alertadores de incendio". Por una tipología de los intelectuales ante Auschwitz.
Pensar Auschwitz
«Tenemos pues un conjunto
de circunstancias históricas, políticas y culturales que sitúa a los intelectuales
exiliados en una posición casi única, resguardados y al mismo tiempo lo
bastante cerca de la destrucción como para verla e intentar pensarla. En estas
condiciones, Auschwitz les parece desde el principio una ruptura de civilización.
En mayo de 1944, Th. W Adorno y M. Horkheimer perciben este acontecimiento
como uno de los hechos capitales e ineludibles del mundo moderno, en el que no
dudan en ver la expresión de una “autodestruccion
de la razon”. En un texto de 1944 de Minima Moralia, Adorno presenta el
exterminio “administrativo y técnico” de los judíos, ejecutado con los métodos
típicos de un “trabajo mecanizado”, en el marco de una “guerra sin odio”, como “el
colmo de la inhumanidad” alcanzado por nuestra civilización. En ese mismo año
crucial, Hannah Arendt designa las “masacres administrativas” derivadas de las
teorías raciales como acontecimientos que superan “no sólo la imaginación humana, sino también los marcos y categorías
del pensamiento y la acción política”. Dos años más tarde, señala las “fábricas
de la muerte” como “la experiencia central de nuestra época”. Auschwitz e
Hiroshima designan, según Gunther Anders, el inicio de una nueva era en la que
la humanidad ya esta “irrevocablemente
en condiciones de autodestruirse”.
A este respecto
resulta totalmente emblemático el itinerario de los representantes de la
Escuela de Francfort. Herederos de una crítica romántica de la modernidad
burguesa e industrial típica de la cultura alemana de principios de siglo, no
dudan en considerar los campos de exterminio como un aterrador producto de la Zivilisation.
Pero evidentemente no pueden compartir la visión de la Kultur defendida
por pensadores conservadores y nacionalistas como Oswald Spengler o Moller Van
der Bruck. Judíos y cosmopolitas, son insensibles a toda búsqueda de un alma
germánica, atávica y profunda, percibida por otros ora como la salvación de
Alemania (Heidegger) ora como su maldición (Th. Mann, Meinecke, Jaspers). Al
mismo tiempo, el anclaje o al menos la permeabilidad de esos intelectuales judíos
a la tradición del “anticapitalismo romántico” les aleja de toda tentativa de
aprehender Auschwitz mediante las categorías de una filosofía del progreso
particularmente arraigada en la cultura de la Resistencia. Mas allá de sus
diferencias culturales y políticas, la intelligentsia europea quiere
reanudar con la tradición de las Luces tras el paréntesis de la guerra y el
fascismo. Los jóvenes intelectuales alemanes reunidos en tomo al periódico Der
Ruf apelan a Lessing; Sartre se refiere a Voltaire en la presentación de
los Temps Modernes; a partir de 1944 Emmanuel Mounier se pregunta en Esprit
sobre la necesidad de una nueva Declaración de los derechos humanos; el
antifascismo italiano identifica la Resistencia con un segundo Risorgimiento
(especialmente a través de su revista mas significativa, II Ponte). En
ese coro optimista (basado en la recuperada confianza en el derecho, la razón y
el progreso que impregna a toda la cultura de la Resistencia), el pensamiento
judeoalemán introduce una disonancia dialéctica teñida de melancolía, dolor y a
veces desesperación. La última voz que habría podido unirse a este coro, la de
Ernst Cassirer, se apagó en la primavera de 1945, poco antes de la caída de
Berlín. Los intelectuales judeoalemanes exiliados parecen aguafiestas; más que
celebrar un nuevo triunfo de las Luces, les preocupa sacar una lección de la
catástrofe; una catástrofe universal que, tras la bomba atómica sobre
Hiroshima, adquiere los rasgos del Apocalipsis, de amenaza de un fin del mundo.
En este contexto de
posguerra, la posición de la intelligentsia judeoalemana exiliada es
pues totalmente singular. Lo que ha sido destruido no puede ser reconstruido,
es una perdida definitiva; su mirada se dirige más a los vencidos que a los
vencedores. Ha heredado a la vez la crítica romántica de la modernidad industrial
(expurgada de su inclinación nacionalista) y el universalismo de las Luces
(liberado de su fe ciega en el progreso): gracias a este anclaje filosófico y
cultural puede elaborar una nueva visión de la historia. En esta perspectiva,
Auschwitz no aparece como un accidente, aunque grave, en el camino hacia la
ineluctable mejora de la humanidad, sino como un producto legitimo y auténtico
de la civilización occidental. Auschwitz desvela su lado sombrío y destructor,
la racionalidad instrumental que puede ponerse al servicio de la masacre. Dicho
de otro modo, Auschwitz aparece como “una
ruptura casi total (an almost complete break) -según Hannah Arendt- en
el flujo ininterrumpido de la historia occidental tal como el hombre la conoció
durante más de dos milenios”. Y como una impugnación radical del concepto de
civilización tal como fue forjado a lo largo de toda la historia del mundo
occidental. La barbarie ya no figura como la antítesis de la civilización
moderna, técnica e industrial, sino como su cara oculta, su doblez dialéctica.
Esta visión sigue
siendo empero exclusiva de un pequeño número de intelectuales. En el espectro
de una cultura judeoalemana sumamente diversificada también son posibles otros
enfoques. Para Ernst Cassirer, el ultimo representante de la Aufkldrung emigrado
a Nueva York al final de su vida, el antisemitismo nazi sólo es la expresión de
una regresión hacia el mito en los tiempos modernos, e incluso una “entronización” del mito que, a través del
judaísmo, ataca las fuentes del racionalismo ético occidental. Un enfoque en ciertos
aspectos análogo es el de Georg Lukacs, para quien el nacionalsocialismo es el
epílogo del irracionalismo moderno, nacido por oposición a las Luces (La
destrucción de la razón, 1954).
Para otros, el
nacionalsocialismo es el punto de partida de un planteamiento intelectual que
no topa forzosamente con el genocidio. Leo Strauss interpreta las tragedias del
presente como una confirmación de la superioridad de los Antiguos sobre los
Modernos. Se repliega entonces en el estudio de los fundamentos de la filosofía
política: su indagación sobre La tiranía (1948) analiza el pensamiento
de Jenofonte sin abordar el tema de las tiranías del siglo XX. Karl
Lowith reconstituye la metamorfosis por la cual, a lo largo de todo el siglo XIX, el pensamiento alemán
desplaza su eje del idealismo al nihilismo (De Hegel a Nietzsche,
1941). Siegfried Kracauer emprende la búsqueda de signos anunciadores del
nazismo en el cine de la Republica de Weimar, como un detective investigando
tras el crimen (De Caligari a Hitler, 1947). En cuanto a Karl Popper, sitúa
el totalitarismo en el centro de su reflexión, pero La sociedad abierta y sus
enemigos (1945) revela una preocupación mucho mayor por criticar a
Marx que por aprehender el nazismo. También diferente es la actitud de Ernst
Bloch, quien ya analizó el nazismo en Herencia de este tiempo (1935).
Durante sus años de exilio en los Estados Unidos, entre 1937 y 1948, se
consagra a un estudio monumental sobre las utopías de los tiempos modernos (El principio
de esperanza) que los regímenes totalitarios nunca podrán
suprimir.
El intento de
pensar Auschwitz solo concierne, pues, a una pequeña minoría de intelectuales,
incluso entre los exiliados. Aunque el exilio favorezca una interrogación sobre
el genocidio, sin duda no la hace normativa. Dicho esto, son precisamente las
condiciones del exilio las que permiten explicar la singular profundidad de la
mirada crítica de ese pequeño número de intelectuales. Como judíos
no pueden permanecer indiferentes a las noticias del exterminio de sus
correligionarios deportados a los guetos y los campos de Polonia. Al recibir
las primeras noticias de Europa padecen una verdadera conmoción. Como exiliados
captan casi inmediatamente el alcance de los acontecimientos, ajenos a los
condicionamientos de las mentalidades y de su entorno, pues el genocidio significa
el hundimiento irreparable y definitivo del mundo que los ha engendrado. Como asimilados
no pueden interpretar Auschwitz según categorías puramente judías, como un
acontecimiento interno de la desgraciada historia de su pueblo. El exterminio les
parece un acontecimiento de dimensión universal, una cuestión ineludible
ante la que está situada la humanidad entera. Para ellos la lección de
Auschwitz va más allá de la “culpabilidad alemana” (¿acaso no supera las
fronteras de Alemania?) y del duelo judío, para imponer un re-examen crítico de
todo el itinerario de la civilización occidental. Las respuestas aportadas a
esta interrogación serán diferentes, pero, a partir del reconocimiento del
alcance universal de Auschwitz Th. Adorno y M. Horkheimer deciden explorar la
cara oculta de la Aufklärung; H. Arendt busca en el totalitarismo las raíces de
un horror nuevo que ha “pulverizado manifiestamente nuestras categorías políticas,
así como nuestros criterios de juicio moral”; G. Anders puede captar una
afinidad entre la barbarie moderna de las cámaras de gas y la de las bombas atómicas
que destruyen Hiroshima y Nagasaki: para él son marcas de la “obsolescencia del hombre” en la civilización
técnica del capitalismo tardío. Todos parecen retomar la leccion de W.
Benjamin, para quien debemos repensar la idea de “progreso” a partir de la noción
de “catástrofe”.
Esta actitud
universalista la expresa de forma extrema Jean Amery, figura singular de
exiliado y superviviente a la vez. Así expresa su incapacidad de emocionarse
como su acompañante cuando, en una representación del Superviviente de
Varsovia de Arnold Schoenberg, llega el momento crucial en el que el coro
entona el Sch’ma Israel: “Mi corazón no latía más rápido, pero me sentía
más desamparado que ese camarada tan conmovido ante la oración de los judíos
acompañada por los acentos del trombón. Más adelante pensé que no puedo ser
judío en la emoción, sino únicamente en la angustia y la cólera, cuando la angustia
se torna cólera para acceder a la dignidad: ‘Escucha Israel’ no me concierne. Sólo
un ‘escucha mundo’ podría surgir de mí en un estallido de cólera. Tal es la
voluntad del número de seis cifras inscrito en mi antebrazo. Tal es la voluntad
del sentimiento de catástrofe que domina toda mi existencia”.
No confundamos este
universalismo con la conquista de una mítica “neutralidad axiologica” (en el
sentido weberiano) para observar la realidad histórica. Ni tampoco, siguiendo a
Mannheim, con una síntesis de los puntos de vista de las diferentes clases y
grupos sociales (o nacionales). Durante la guerra, los exiliados son los únicos
que aprehenden Auschwitz porque son los únicos que pueden identificarse con las
víctimas del genocidio y estar en condiciones de pensar ese desgarro de la
historia (los supervivientes necesitaran tiempo para poner en perspectiva e
intentar explicar su experiencia). Su estatuto de parias agudiza, pues, la
mirada crítica de los intelectuales exiliados. Su superioridad epistemológica
se debe precisamente a la falta de ataduras, el desarraigo y la “acosmía” que
caracterizan su condición: factores que, paradójicamente, les sitúan por encima
de los puntos de vista estrechos, las ideas preconcebidas y las mentalidades
tradicionales de los diferentes grupos nacionales y políticos. Mannheim diría
que están situados sobre un observatorio más elevado. Pero las ventajas
intelectuales de semejante posición son muy escasas en el ámbito político; en
el fondo, sólo conducen a un sentimiento de frustración y terrible impotencia.
Apátridas, desarraigados y marginales, las elites dominantes les perciben mucho
más como enemy aliens (en Francia son incluso internados en campos al
principio de la guerra) que como aliados o consejeros. Sus escritos son
publicados en la mayoría de casos por revistas y editoriales de la emigración cuya
difusión más o menos confidencial no puede influir en absoluto en la opinión pública.
Si pueden ver Auschwitz en medio de un mundo ciego, el precio de esta
clarividencia es el de su propia invisibilidad política. Como escribirá H.
Arendt a finales de los años cincuenta, el profundo sentido humano y el
cosmopolitismo “siempre han sido el
gran privilegio de los pueblos parias”. Pero este privilegio cuesta caro, pues
suele acompañarse de una “acosmía” que puede traducirse en una “terrorífica atrofia” de todos los órganos
utilizados para relacionarnos con el mundo. Dicha acosmía era consecuencia de
las persecuciones, la guerra y el exilio, en una época en la que, según Adorno,
la reflexión de los emigrados tenía lugar en condiciones de una “vida mutilada”.
Las condiciones objetivas
en las que se encontraban les impedían, pues, desempeñar completamente su función:
a pesar de todas las dificultades materiales, eran capaces de elaborar un
pensamiento crítico; lejos de
encerrarse en una torre de marfil, manifestaban desesperadamente la voluntad de
intervenir en la polis,
pero no podían romper su aislamiento y su voz no encontraba destinatarios. Todo
contribuía a sofocarla. Eran los alertadores ignorados de un incendio que nadie
se molestaba en apagar.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Herder, 2001, en traducción de David Chiner, pp. 43-50. ISBN: 84-254-2135-7.]
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