Capítulo 9
Conocimiento y
reconocimiento
¿Cuál
de estas respuestas querría darse a la pregunta de cómo dos dolores pueden ser
uno y el mismo dolor? Me parece que es justo decir que Malcolm da, o sugiere,
ambas respuestas, pero no tengo claro que esto pueda hacerse de modo coherente.
Porque la primera respuesta parece implicar claramente que también tiene sentido
decir que hay dos dolores, dos iguales;
mientras que la segunda respuesta niega limpiamente que en absoluto tiene
sentido decir que haya dos. Parece ser que con los dolores, como con los
coches, pero no con los colores, podemos decir: en un sentido, hay dos, pero,
en un sentido, hay sólo uno. Y entendemos, o parece que entendemos, cuáles sean
estos sentidos: los filósofos los han llamado “identidad cualitativa” e “identidad
numérica”. Malcolm, por tanto, queriendo negar que exista un sentido correcto
en el que pueda decirse que dolores (descriptivamente) idénticos sean dos, se esfuerza debidamente en mostrar
que la noción de “identidad y diferencia numérica” no tiene aplicación en el caso de las sensaciones. ¿Cómo se explica
esto?
[…]
A Malcolm le parece (p. 142) que, aunque “es grande
(en realidad, irresistible) la tentación de suponer que hay un sentido de ‘la
misma sensación’ según el que dos personas no pueden tener la misma”, sin
embargo, “el caso no es realmente diferente al de los estilos, colores,
opiniones y pensamientos repentinos”. Ateniéndonos al color, ¿cómo vamos a
establecer esta asimilación? O, lo que quizá equivalga a lo mismo, ¿cómo se
puede compartir la confianza de Malcolm en que lo que expresa el escéptico sólo
puede ser “una tentación irresistible” y no un esclarecimiento, un hecho?
[…]
Esto parece mostrar cuán diferentes son los colores de, digamos, los dolores de cabeza. Yo
no puedo contestar sin pensarlo –sin pensarlo significa sin nada que preguntar-
si los objetos idénticamente coloreados tienen numéricamente idénticos colores.
Pero puedo responder a la pregunta de
si mi dolor de cabeza es numéricamente idéntico al tuyo. La respuesta es ¡por
supuesto que no! (aunque es cierto que hemos comparado rasgos y señales y hemos
descubierto que padecemos el mismo terrible dolor de cabeza que un tal Dr. Ewig
describe como parte del síndrome de Ewig). Puede que la pregunta no me guste, o
no la entienda muy bien, pero parece que he de contestar como he contestado: “he
de contestar”, en el sentido de que, si no lo hago, el escéptico parecería
justificado en su apreciación de que estaba evitando
la respuesta, evitando la verdad. Mientras que, en el caso del color,
simplemente y verdaderamente, “no tengo ninguna respuesta”. “A pesar de lo que
estamos tentados a pensar…”. Dice Malcolm. Pero yo no me encuentro tentado en
lo más mínimo a pensar que existe algún sentido de “el mismo color” tal que el
color de un objeto no puede ser el
mismo que el color de otro.
Lo que muestra la asimilación del dolor al
color por parte de Malcolm es solamente que dolor y color son similares en este
aspecto: ambos se cuentan o identifican en términos de descripciones. Pero en
este aspecto, también ambos son similares a los Ford Fiesta. Los colores no
pueden contarse de ninguna otra forma. Si se me insiste, me parece que estaría
dispuesto a decir que los dolores son en este aspecto más parecidos a los
objetos que a los colores. Puede que ambos tengamos el síndrome de Ewig, con su
dolor de cabeza, pero yo tengo el mío y tú tienes el tuyo. Yo expreso o reprimo
el mío, y tú el tuyo. Si nos dan idénticas cintas azules para la cabeza,
entonces aunque yo tenga mi cinta y tú la tuya, yo no tengo mi azul y tú el
tuyo. Podría haber un azul que fuera
mi azul (que únicamente yo supiera cómo mezclarlo, o llevarlo de modo característico),
pero sería diferente a tu azul (si tú tuvieras uno); este es el punto en cuestión
de decir “mi” aquí: el punto de asociarlo conmigo en particular, aunque tú podrías
copiarlo o adoptarlo. Pero si un dolor de cabeza es (descrito como) mi dolor de
cabeza, el punto en cuestión de asociarlo conmigo no es necesariamente distinguirlo
del tuyo. No es importante, por lo general, que sea diferente al tuyo o no, si
se da la circunstancia de que tú tienes uno; aunque podríamos intentar
determinar si nos duele en el mismo lugar, o algo así, porque eso quizá ayude a
diagnosticar su causa, pero quizá porque al sufrimiento le gusta la compañía. Hay
tanta, o tan poca, cuestión en asociarlo conmigo como la hay en mostrar que yo
tengo un dolor. “Mi dolor de cabeza es peor” constituye una expresión de dolor de cabeza tanto como “tengo
dolor de cabeza”. Y es sorprendente que el punto en cuestión de localizar exactamente
dónde le duele al niño, aunque eso forma parte, u ocupa el primer lugar, de ver
qué hace falta hacer, es también, y a menudo totalmente, una cuestión de poder
condolerse de modo más pertinente. Podría decirse: nuestro interés en el dolor
es diferente de nuestro interés en el color. La importancia fundamental de que
alguien tenga dolor es que lo tiene;
y la naturaleza de esa importancia –a saber, que él está sufriendo, que
necesita de atención- es lo que hace
importante saber dónde está el dolor, y cuán severo y de qué clase es (de entre
algunas pocas clases, e.g., punzante, sordo, agudo, intermitente, abrasador…).
Estas son las formas que tenemos de identificar dolores; y, por tanto, si así
lo prefieres, puedes decir que si un dolor llega a ser identificado por estos criterios
con los mismos resultados que otro dolor (cierto lugar, cierto grado, cierta
clase), entonces, se trata del mismo dolor. Pero también me parece que no es del todo correcto, o me parece que estos
criterios de identidad no son del todo suficientes, para hacer completamente
inteligible que se diga “el mismo”.
Estos criterios pretenden mostrar, en la
medida de lo posible, que los dos dolores (quiero decir, el dolor de este
hombre y el dolor de ese hombre) son físicamente idénticos (o indistinguibles);
pero la similitud física exacta no es suficiente en todos los casos para
establecer la aplicación de “(descriptivamente) el mismo”. (La integridad física
es suficiente en el caso de la re-identificación de un objeto como el mismo que
viste ayer, o que utilizaste cuando estuviste allí el año pasado…). A menos que
exista una descripción estándar de un
objeto en cuyos términos se establezcan antecedentemente las características específicas
como algo que asegura la aplicación de la descripción , y asegure con ello que
varios ejemplos cuenten como el mismo, “(descriptivamente) el mismo” no está
plenamente justificado. Y en general: la identidad física, esto es, el carácter
de indistinguible empíricamente no es suficiente ni necesario para justificar “(descriptivamente)
el mismo”. No es suficiente: pues dos guisantes en una vaina puede que sean empíricamente
indistinguibles (aparte de su diferencia de ubicación, en una ocasión particular),
pero eso no nos inclinaría a decir que los guisantes son uno y el mismo (a no
ser, quizá, que estén siendo contrastados los dos juntos con un tercer guisante
de una variedad diferente). No es necesaria: pues si existe alguna descripción estándar (o algún rasgo sorprendente en términos
del cual se construya una descripción) que asegure la aplicación de “(descriptivamente)
el mismo” a cada una de dos instancias o ejemplos, entonces toleramos una
indefinidamente amplia discrepancia física entre las instancias. Mi Ford Fiesta
puede estar horriblemente abollado y el tuyo recién pulido y repintado, pero
seguimos teniendo el mismo coche; mi dolor de cabeza podría producirme
contracciones nerviosas en el párpado, o ir acompañado de una ligera náusea,
pero si ambos satisfacemos los criterios del Dr. Ewig, entonces tenemos el
mismo dolor de cabeza. (Quizá estas consideraciones expliquen por qué
Wittgenstein meramente dice: “en la medida que tiene sentido decir que mi dolor
es el mismo que el suyo…”; no dice que siempre tenga sentido, ni siquiera que
alguna vez tenga pleno sentido).
[…]
El escéptico aparece con su espeluznante
conclusión –que no podemos saber lo que otra persona siente porque no podemos
tener la misma sensación, sentir su dolor, sentirlo de la forma que ella lo
siente- y produce una conmoción; debemos refutarle, hace imposible incluso que
le prestemos atención de forma correcta. Pero el escéptico no empieza con una
conmoción. Empieza con una apreciación plena de los hechos decisivamente
significativos de que yo podría estar sufriendo cuando nadie más lo está, y que
podría ser que nadie (más) lo supiera (¿o le importara?); y que otros podrían
estar sufriendo sin que yo lo sepa, lo que es igualmente espantoso. Pero luego
ocurre algo, y en lugar de indagar la significación de estos hechos, el escéptico
se enreda (así, podría parecer) en cuestiones acerca de si podemos tener el
mismo sufrimiento, tener uno el sufrimiento de otro. Pero ya se tenga o no la
sensación de que la cuestión se ha desviado en el curso de su investigación, la
motivación del escéptico sigue siendo más fuerte, incluso más comprensible, que
la del anti-escéptico.»
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