lunes, 29 de marzo de 2021

¿Debemos querer decir lo que decimos?.- Stanley Cavell (1926-2018)


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Capítulo 9
Conocimiento y reconocimiento

  «Algunos filósofos podrían tomar esto como una refutación suficiente de la idea escéptica de que dos personas no pueden tener el mismo dolor, por tanto, vale la pena hacer observar que no lo es. Si, tal y como se encuentra, fuera una refutación, debería ser, además, verdad que, cuando el criterio de identidad de un objeto es una descripción entonces contaríamos sólo en términos de esa descripción. Pero esto también depende de la clase de objetos de que se trate. Decir que poseemos el mismo coche (a saber, que lo compartimos), es decir, que hay un solo coche que sea propiedad nuestra (lo que hace que sea el mismo es su integridad física, por decirlo así). Decir que tenemos el mismo coche es decir que el mío es el mismo que el tuyo (ambos son un Ford Fiesta). Que son el mismo significa que no son diferentes, en todo caso, no de diferentes modelos. No sé si tendríamos que decir que son coches diferentes, pero no puede negarse que yo tengo el mío y tú el tuyo, que hay dos. Que se cuenten los coches como el mismo no significa que no haya dos de ellos. Esto podría llevarnos a preguntar: ¿cómo pueden dos cosas ser la misma cosa? Podría tranquilizar a quien haga esta pregunta si se le dijese: (1) donde tenga sentido decir que una cosa es lo mismo que otra, tiene sentido decir que ambas cosas son la misma cosa. Podría contestarse simplemente a quien pregunta si se le dijese: (2) no hay dos cosas, sólo hay una. Ésta tendría que ser la respuesta con respecto a colores, modos de andar, por ejemplo. Si el color de ese bloque encaja con la misma descripción de este bloque (digamos el #314 de la Lista Universal de Colores), entonces, el color de los bloques es el mismo, y punto. Si se pregunta, “¿pero no sigue habiendo dos colores?”, entonces, a menos que se quiera decir que uno de ellos se parece más al # 315 o al # 313, quien pregunta no sabe qué significa “color” o “mismo”, no sabe qué es un color.
  ¿Cuál de estas respuestas querría darse a la pregunta de cómo dos dolores pueden ser uno y el mismo dolor? Me parece que es justo decir que Malcolm da, o sugiere, ambas respuestas, pero no tengo claro que esto pueda hacerse de modo coherente. Porque la primera respuesta parece implicar claramente que también tiene sentido decir que hay dos dolores, dos iguales; mientras que la segunda respuesta niega limpiamente que en absoluto tiene sentido decir que haya dos. Parece ser que con los dolores, como con los coches, pero no con los colores, podemos decir: en un sentido, hay dos, pero, en un sentido, hay sólo uno. Y entendemos, o parece que entendemos, cuáles sean estos sentidos: los filósofos los han llamado “identidad cualitativa” e “identidad numérica”. Malcolm, por tanto, queriendo negar que exista un sentido correcto en el que pueda decirse que dolores (descriptivamente) idénticos sean dos, se esfuerza debidamente en mostrar que la noción de “identidad y diferencia numérica” no tiene aplicación en el caso de las sensaciones. ¿Cómo se explica esto?
  […]
 A Malcolm le parece (p. 142) que, aunque “es grande (en realidad, irresistible) la tentación de suponer que hay un sentido de ‘la misma sensación’ según el que dos personas no pueden tener la misma”, sin embargo, “el caso no es realmente diferente al de los estilos, colores, opiniones y pensamientos repentinos”. Ateniéndonos al color, ¿cómo vamos a establecer esta asimilación? O, lo que quizá equivalga a lo mismo, ¿cómo se puede compartir la confianza de Malcolm en que lo que expresa el escéptico sólo puede ser “una tentación irresistible” y no un esclarecimiento, un hecho?
 […]
 Esto parece mostrar cuán diferentes son los colores de, digamos, los dolores de cabeza. Yo no puedo contestar sin pensarlo –sin pensarlo significa sin nada que preguntar- si los objetos idénticamente coloreados tienen numéricamente idénticos colores. Pero puedo responder a la pregunta de si mi dolor de cabeza es numéricamente idéntico al tuyo. La respuesta es ¡por supuesto que no! (aunque es cierto que hemos comparado rasgos y señales y hemos descubierto que padecemos el mismo terrible dolor de cabeza que un tal Dr. Ewig describe como parte del síndrome de Ewig). Puede que la pregunta no me guste, o no la entienda muy bien, pero parece que he de contestar como he contestado: “he de contestar”, en el sentido de que, si no lo hago, el escéptico parecería justificado en su apreciación de que estaba evitando la respuesta, evitando la verdad. Mientras que, en el caso del color, simplemente y verdaderamente, “no tengo ninguna respuesta”. “A pesar de lo que estamos tentados a pensar…”. Dice Malcolm. Pero yo no me encuentro tentado en lo más mínimo a pensar que existe algún sentido de “el mismo color” tal que el color de un objeto no puede ser el mismo que el color de otro.
 Lo que muestra la asimilación del dolor al color por parte de Malcolm es solamente que dolor y color son similares en este aspecto: ambos se cuentan o identifican en términos de descripciones. Pero en este aspecto, también ambos son similares a los Ford Fiesta. Los colores no pueden contarse de ninguna otra forma. Si se me insiste, me parece que estaría dispuesto a decir que los dolores son en este aspecto más parecidos a los objetos que a los colores. Puede que ambos tengamos el síndrome de Ewig, con su dolor de cabeza, pero yo tengo el mío y tú tienes el tuyo. Yo expreso o reprimo el mío, y tú el tuyo. Si nos dan idénticas cintas azules para la cabeza, entonces aunque yo tenga mi cinta y tú la tuya, yo no tengo mi azul y tú el tuyo. Podría haber un azul que fuera mi azul (que únicamente yo supiera cómo mezclarlo, o llevarlo de modo característico), pero sería diferente a tu azul (si tú tuvieras uno); este es el punto en cuestión de decir “mi” aquí: el punto de asociarlo conmigo en particular, aunque tú podrías copiarlo o adoptarlo. Pero si un dolor de cabeza es (descrito como) mi dolor de cabeza, el punto en cuestión de asociarlo conmigo no es necesariamente distinguirlo del tuyo. No es importante, por lo general, que sea diferente al tuyo o no, si se da la circunstancia de que tú tienes uno; aunque podríamos intentar determinar si nos duele en el mismo lugar, o algo así, porque eso quizá ayude a diagnosticar su causa, pero quizá porque al sufrimiento le gusta la compañía. Hay tanta, o tan poca, cuestión en asociarlo conmigo como la hay en mostrar que yo tengo un dolor. “Mi dolor de cabeza es peor” constituye una expresión de dolor de cabeza tanto como “tengo dolor de cabeza”. Y es sorprendente que el punto en cuestión de localizar exactamente dónde le duele al niño, aunque eso forma parte, u ocupa el primer lugar, de ver qué hace falta hacer, es también, y a menudo totalmente, una cuestión de poder condolerse de modo más pertinente. Podría decirse: nuestro interés en el dolor es diferente de nuestro interés en el color. La importancia fundamental de que alguien tenga dolor es que lo tiene; y la naturaleza de esa importancia –a saber, que él está sufriendo, que necesita de atención- es lo que hace importante saber dónde está el dolor, y cuán severo y de qué clase es (de entre algunas pocas clases, e.g., punzante, sordo, agudo, intermitente, abrasador…). Estas son las formas que tenemos de identificar dolores; y, por tanto, si así lo prefieres, puedes decir que si un dolor llega a ser identificado por estos criterios con los mismos resultados que otro dolor (cierto lugar, cierto grado, cierta clase), entonces, se trata del mismo dolor. Pero también me parece que no es del todo correcto, o me parece que estos criterios de identidad no son del todo suficientes, para hacer completamente inteligible que se diga “el mismo”.
Resultado de imagen de debemos querer decir lo que decimos  Estos criterios pretenden mostrar, en la medida de lo posible, que los dos dolores (quiero decir, el dolor de este hombre y el dolor de ese hombre) son físicamente idénticos (o indistinguibles); pero la similitud física exacta no es suficiente en todos los casos para establecer la aplicación de “(descriptivamente) el mismo”. (La integridad física es suficiente en el caso de la re-identificación de un objeto como el mismo que viste ayer, o que utilizaste cuando estuviste allí el año pasado…). A menos que exista una descripción estándar de un objeto en cuyos términos se establezcan antecedentemente las características específicas como algo que asegura la aplicación de la descripción , y asegure con ello que varios ejemplos cuenten como el mismo, “(descriptivamente) el mismo” no está plenamente justificado. Y en general: la identidad física, esto es, el carácter de indistinguible empíricamente no es suficiente ni necesario para justificar “(descriptivamente) el mismo”. No es suficiente: pues dos guisantes en una vaina puede que sean empíricamente indistinguibles (aparte de su diferencia de ubicación, en una ocasión particular), pero eso no nos inclinaría a decir que los guisantes son uno y el mismo (a no ser, quizá, que estén siendo contrastados los dos juntos con un tercer guisante de una variedad diferente). No es necesaria: pues si existe alguna descripción estándar (o algún rasgo sorprendente en términos del cual se construya una descripción) que asegure la aplicación de “(descriptivamente) el mismo” a cada una de dos instancias o ejemplos, entonces toleramos una indefinidamente amplia discrepancia física entre las instancias. Mi Ford Fiesta puede estar horriblemente abollado y el tuyo recién pulido y repintado, pero seguimos teniendo el mismo coche; mi dolor de cabeza podría producirme contracciones nerviosas en el párpado, o ir acompañado de una ligera náusea, pero si ambos satisfacemos los criterios del Dr. Ewig, entonces tenemos el mismo dolor de cabeza. (Quizá estas consideraciones expliquen por qué Wittgenstein meramente dice: “en la medida que tiene sentido decir que mi dolor es el mismo que el suyo…”; no dice que siempre tenga sentido, ni siquiera que alguna vez tenga pleno sentido).
 […]
 El escéptico aparece con su espeluznante conclusión –que no podemos saber lo que otra persona siente porque no podemos tener la misma sensación, sentir su dolor, sentirlo de la forma que ella lo siente- y produce una conmoción; debemos refutarle, hace imposible incluso que le prestemos atención de forma correcta. Pero el escéptico no empieza con una conmoción. Empieza con una apreciación plena de los hechos decisivamente significativos de que yo podría estar sufriendo cuando nadie más lo está, y que podría ser que nadie (más) lo supiera (¿o le importara?); y que otros podrían estar sufriendo sin que yo lo sepa, lo que es igualmente espantoso. Pero luego ocurre algo, y en lugar de indagar la significación de estos hechos, el escéptico se enreda (así, podría parecer) en cuestiones acerca de si podemos tener el mismo sufrimiento, tener uno el sufrimiento de otro. Pero ya se tenga o no la sensación de que la cuestión se ha desviado en el curso de su investigación, la motivación del escéptico sigue siendo más fuerte, incluso más comprensible, que la del anti-escéptico.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2017, en traducción de Diego Ribes Nicolás, pp. 316-321. ISBN: 978-84-16935-70-3.]      
    

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