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lunes, 29 de marzo de 2021

¿Debemos querer decir lo que decimos?.- Stanley Cavell (1926-2018)


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Capítulo 9
Conocimiento y reconocimiento

  «Algunos filósofos podrían tomar esto como una refutación suficiente de la idea escéptica de que dos personas no pueden tener el mismo dolor, por tanto, vale la pena hacer observar que no lo es. Si, tal y como se encuentra, fuera una refutación, debería ser, además, verdad que, cuando el criterio de identidad de un objeto es una descripción entonces contaríamos sólo en términos de esa descripción. Pero esto también depende de la clase de objetos de que se trate. Decir que poseemos el mismo coche (a saber, que lo compartimos), es decir, que hay un solo coche que sea propiedad nuestra (lo que hace que sea el mismo es su integridad física, por decirlo así). Decir que tenemos el mismo coche es decir que el mío es el mismo que el tuyo (ambos son un Ford Fiesta). Que son el mismo significa que no son diferentes, en todo caso, no de diferentes modelos. No sé si tendríamos que decir que son coches diferentes, pero no puede negarse que yo tengo el mío y tú el tuyo, que hay dos. Que se cuenten los coches como el mismo no significa que no haya dos de ellos. Esto podría llevarnos a preguntar: ¿cómo pueden dos cosas ser la misma cosa? Podría tranquilizar a quien haga esta pregunta si se le dijese: (1) donde tenga sentido decir que una cosa es lo mismo que otra, tiene sentido decir que ambas cosas son la misma cosa. Podría contestarse simplemente a quien pregunta si se le dijese: (2) no hay dos cosas, sólo hay una. Ésta tendría que ser la respuesta con respecto a colores, modos de andar, por ejemplo. Si el color de ese bloque encaja con la misma descripción de este bloque (digamos el #314 de la Lista Universal de Colores), entonces, el color de los bloques es el mismo, y punto. Si se pregunta, “¿pero no sigue habiendo dos colores?”, entonces, a menos que se quiera decir que uno de ellos se parece más al # 315 o al # 313, quien pregunta no sabe qué significa “color” o “mismo”, no sabe qué es un color.
  ¿Cuál de estas respuestas querría darse a la pregunta de cómo dos dolores pueden ser uno y el mismo dolor? Me parece que es justo decir que Malcolm da, o sugiere, ambas respuestas, pero no tengo claro que esto pueda hacerse de modo coherente. Porque la primera respuesta parece implicar claramente que también tiene sentido decir que hay dos dolores, dos iguales; mientras que la segunda respuesta niega limpiamente que en absoluto tiene sentido decir que haya dos. Parece ser que con los dolores, como con los coches, pero no con los colores, podemos decir: en un sentido, hay dos, pero, en un sentido, hay sólo uno. Y entendemos, o parece que entendemos, cuáles sean estos sentidos: los filósofos los han llamado “identidad cualitativa” e “identidad numérica”. Malcolm, por tanto, queriendo negar que exista un sentido correcto en el que pueda decirse que dolores (descriptivamente) idénticos sean dos, se esfuerza debidamente en mostrar que la noción de “identidad y diferencia numérica” no tiene aplicación en el caso de las sensaciones. ¿Cómo se explica esto?
  […]
 A Malcolm le parece (p. 142) que, aunque “es grande (en realidad, irresistible) la tentación de suponer que hay un sentido de ‘la misma sensación’ según el que dos personas no pueden tener la misma”, sin embargo, “el caso no es realmente diferente al de los estilos, colores, opiniones y pensamientos repentinos”. Ateniéndonos al color, ¿cómo vamos a establecer esta asimilación? O, lo que quizá equivalga a lo mismo, ¿cómo se puede compartir la confianza de Malcolm en que lo que expresa el escéptico sólo puede ser “una tentación irresistible” y no un esclarecimiento, un hecho?
 […]
 Esto parece mostrar cuán diferentes son los colores de, digamos, los dolores de cabeza. Yo no puedo contestar sin pensarlo –sin pensarlo significa sin nada que preguntar- si los objetos idénticamente coloreados tienen numéricamente idénticos colores. Pero puedo responder a la pregunta de si mi dolor de cabeza es numéricamente idéntico al tuyo. La respuesta es ¡por supuesto que no! (aunque es cierto que hemos comparado rasgos y señales y hemos descubierto que padecemos el mismo terrible dolor de cabeza que un tal Dr. Ewig describe como parte del síndrome de Ewig). Puede que la pregunta no me guste, o no la entienda muy bien, pero parece que he de contestar como he contestado: “he de contestar”, en el sentido de que, si no lo hago, el escéptico parecería justificado en su apreciación de que estaba evitando la respuesta, evitando la verdad. Mientras que, en el caso del color, simplemente y verdaderamente, “no tengo ninguna respuesta”. “A pesar de lo que estamos tentados a pensar…”. Dice Malcolm. Pero yo no me encuentro tentado en lo más mínimo a pensar que existe algún sentido de “el mismo color” tal que el color de un objeto no puede ser el mismo que el color de otro.
 Lo que muestra la asimilación del dolor al color por parte de Malcolm es solamente que dolor y color son similares en este aspecto: ambos se cuentan o identifican en términos de descripciones. Pero en este aspecto, también ambos son similares a los Ford Fiesta. Los colores no pueden contarse de ninguna otra forma. Si se me insiste, me parece que estaría dispuesto a decir que los dolores son en este aspecto más parecidos a los objetos que a los colores. Puede que ambos tengamos el síndrome de Ewig, con su dolor de cabeza, pero yo tengo el mío y tú tienes el tuyo. Yo expreso o reprimo el mío, y tú el tuyo. Si nos dan idénticas cintas azules para la cabeza, entonces aunque yo tenga mi cinta y tú la tuya, yo no tengo mi azul y tú el tuyo. Podría haber un azul que fuera mi azul (que únicamente yo supiera cómo mezclarlo, o llevarlo de modo característico), pero sería diferente a tu azul (si tú tuvieras uno); este es el punto en cuestión de decir “mi” aquí: el punto de asociarlo conmigo en particular, aunque tú podrías copiarlo o adoptarlo. Pero si un dolor de cabeza es (descrito como) mi dolor de cabeza, el punto en cuestión de asociarlo conmigo no es necesariamente distinguirlo del tuyo. No es importante, por lo general, que sea diferente al tuyo o no, si se da la circunstancia de que tú tienes uno; aunque podríamos intentar determinar si nos duele en el mismo lugar, o algo así, porque eso quizá ayude a diagnosticar su causa, pero quizá porque al sufrimiento le gusta la compañía. Hay tanta, o tan poca, cuestión en asociarlo conmigo como la hay en mostrar que yo tengo un dolor. “Mi dolor de cabeza es peor” constituye una expresión de dolor de cabeza tanto como “tengo dolor de cabeza”. Y es sorprendente que el punto en cuestión de localizar exactamente dónde le duele al niño, aunque eso forma parte, u ocupa el primer lugar, de ver qué hace falta hacer, es también, y a menudo totalmente, una cuestión de poder condolerse de modo más pertinente. Podría decirse: nuestro interés en el dolor es diferente de nuestro interés en el color. La importancia fundamental de que alguien tenga dolor es que lo tiene; y la naturaleza de esa importancia –a saber, que él está sufriendo, que necesita de atención- es lo que hace importante saber dónde está el dolor, y cuán severo y de qué clase es (de entre algunas pocas clases, e.g., punzante, sordo, agudo, intermitente, abrasador…). Estas son las formas que tenemos de identificar dolores; y, por tanto, si así lo prefieres, puedes decir que si un dolor llega a ser identificado por estos criterios con los mismos resultados que otro dolor (cierto lugar, cierto grado, cierta clase), entonces, se trata del mismo dolor. Pero también me parece que no es del todo correcto, o me parece que estos criterios de identidad no son del todo suficientes, para hacer completamente inteligible que se diga “el mismo”.
Resultado de imagen de debemos querer decir lo que decimos  Estos criterios pretenden mostrar, en la medida de lo posible, que los dos dolores (quiero decir, el dolor de este hombre y el dolor de ese hombre) son físicamente idénticos (o indistinguibles); pero la similitud física exacta no es suficiente en todos los casos para establecer la aplicación de “(descriptivamente) el mismo”. (La integridad física es suficiente en el caso de la re-identificación de un objeto como el mismo que viste ayer, o que utilizaste cuando estuviste allí el año pasado…). A menos que exista una descripción estándar de un objeto en cuyos términos se establezcan antecedentemente las características específicas como algo que asegura la aplicación de la descripción , y asegure con ello que varios ejemplos cuenten como el mismo, “(descriptivamente) el mismo” no está plenamente justificado. Y en general: la identidad física, esto es, el carácter de indistinguible empíricamente no es suficiente ni necesario para justificar “(descriptivamente) el mismo”. No es suficiente: pues dos guisantes en una vaina puede que sean empíricamente indistinguibles (aparte de su diferencia de ubicación, en una ocasión particular), pero eso no nos inclinaría a decir que los guisantes son uno y el mismo (a no ser, quizá, que estén siendo contrastados los dos juntos con un tercer guisante de una variedad diferente). No es necesaria: pues si existe alguna descripción estándar (o algún rasgo sorprendente en términos del cual se construya una descripción) que asegure la aplicación de “(descriptivamente) el mismo” a cada una de dos instancias o ejemplos, entonces toleramos una indefinidamente amplia discrepancia física entre las instancias. Mi Ford Fiesta puede estar horriblemente abollado y el tuyo recién pulido y repintado, pero seguimos teniendo el mismo coche; mi dolor de cabeza podría producirme contracciones nerviosas en el párpado, o ir acompañado de una ligera náusea, pero si ambos satisfacemos los criterios del Dr. Ewig, entonces tenemos el mismo dolor de cabeza. (Quizá estas consideraciones expliquen por qué Wittgenstein meramente dice: “en la medida que tiene sentido decir que mi dolor es el mismo que el suyo…”; no dice que siempre tenga sentido, ni siquiera que alguna vez tenga pleno sentido).
 […]
 El escéptico aparece con su espeluznante conclusión –que no podemos saber lo que otra persona siente porque no podemos tener la misma sensación, sentir su dolor, sentirlo de la forma que ella lo siente- y produce una conmoción; debemos refutarle, hace imposible incluso que le prestemos atención de forma correcta. Pero el escéptico no empieza con una conmoción. Empieza con una apreciación plena de los hechos decisivamente significativos de que yo podría estar sufriendo cuando nadie más lo está, y que podría ser que nadie (más) lo supiera (¿o le importara?); y que otros podrían estar sufriendo sin que yo lo sepa, lo que es igualmente espantoso. Pero luego ocurre algo, y en lugar de indagar la significación de estos hechos, el escéptico se enreda (así, podría parecer) en cuestiones acerca de si podemos tener el mismo sufrimiento, tener uno el sufrimiento de otro. Pero ya se tenga o no la sensación de que la cuestión se ha desviado en el curso de su investigación, la motivación del escéptico sigue siendo más fuerte, incluso más comprensible, que la del anti-escéptico.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2017, en traducción de Diego Ribes Nicolás, pp. 316-321. ISBN: 978-84-16935-70-3.]      
    

viernes, 11 de diciembre de 2020

Las reglas del método sociológico.- Emile Durkheim (1858-1917)

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VI.-Reglas relativas al uso de la prueba

   «Pero hay otra razón que hace del método de las variaciones concomitantes el instrumento por excelencia de las investigaciones sociológicas. Incluso cuando más favorables les son las circunstancias, los otros métodos no pueden ser utilizados provechosamente más que si es muy considerable el número de hechos comparados. Aunque no es posible encontrar dos sociedades que sólo difieran o se asemejen en un punto, al menos se puede constatar que en la gran mayoría de los casos dos hechos o bien van juntos o bien se excluyen. Pero para que esta constatación tenga valor científico, tiene que haber sido hecha un número de veces muy elevado; casi habría que tener la seguridad de que se ha pasado revista de todos los hechos. Ahora bien, no sólo no es posible un inventario tan completo, sino que además nunca se puede establecer con suficiente precisión los hechos así acumulados, precisamente porque son demasiado numerosos. No sólo se corre el peligro de omitir algunos que son esenciales y que contradicen a los conocidos, sino que además no se está seguro de conocer bien a estos últimos. De hecho, lo que con frecuencia ha desacreditado los razonamientos de los sociólogos es que como han empleado preferentemente sea el método de concordancia sea el de diferencia, y sobre todo el primero, se han ocupado más en amontonar documentos que de criticarlos y seleccionarlos. Por esta razón les ocurre continuamente poner en el mismo plano las observaciones confusas y realizadas apresuradamente y los textos precisos de la historia. Al ver esas demostraciones no sólo no puede uno por menos de decirse que un solo hecho podría bastar para informarlas, sino que no siempre inspiran confianza los propios hechos a partir de los cuales han sido establecidos.
 El método de las variaciones concomitantes no nos obliga a efectuar ni esas enumeraciones incompletas ni esas observaciones superficiales. Bastan algunos hechos para que proporcione resultados. A partir del momento en que se ha probado que en un cierto número de casos dos fenómenos varían al igual, se puede estar seguro de que nos encontramos en presencia de una ley. Como no es necesario emplear un número considerable de documentos, éstos pueden ser seleccionados y además estudiados de cerca por el sociólogo que los utiliza. Así pues, podrá y, por consiguiente, deberá tomar como objeto de estudio principal de sus inducciones a las sociedades cuyas creencias, tradiciones, costumbres y derecho se han plasmado en documentos escritos auténticos. No despreciará las informaciones del etnógrafo (el científico no puede desdeñar ningún tipo de hechos), pero les concederá la importancia que les corresponde. En lugar de hacer de ellos el centro de gravedad de sus investigaciones, no las utilizará en general, más que como un complemento de los que provienen de la historia o, al menos, hará lo posible por confirmarlos por medio de estos últimos. De este modo, no sólo circunscribirá el ámbito de sus comparaciones con más discernimiento, sino que las dirigirá más críticamente; pues, por el hecho mismo de dedicarse a un orden limitado de hechos, podrá controlarlos con más cuidado. Ciertamente, aunque no tiene que rehacer la obra de los historiadores, tampoco puede recibir pasivamente y con los brazos abiertos todas las informaciones de que se sirve.
Resultado de imagen de emile durkheim las reglas del metodo sociologico No hay que creer que la sociología esté en un estado de clara inferioridad con respecto a las otras ciencias porque casi no pueda utilizar más que un solo procedimiento experimental. Este inconveniente se ve compensado por la riqueza de las variaciones que se ofrecen espontáneamente a las comparaciones del sociólogo y de las que no se encuentra nada semejante en los demás reinos de la naturaleza. Los cambios que tienen lugar en un organismo en el curso de una existencia individual son poco numerosos y muy limitados; los que es posible provocar artificialmente sin destruir la vida son, a su vez, poco numerosos; Ciertamente, a lo largo de la evolución zoológica se han producido cambios más importantes, pero sólo han dejado escasos y oscuros vestigios, y aún es más difícil descubrir las condiciones que los han determinado. La vida social, por el contrario, es una serie ininterrumpida de trasformaciones, que son paralelas a otras transformaciones en las condiciones de la existencia colectiva; y no sólo tenemos a nuestra disposición los que se refieren a una época reciente, sino que han llegado hasta nosotros un gran número de aquellas por las que han pasado los pueblos desaparecidos. A pesar de las lagunas que aún quedan en nuestro conocimiento, la historia de la humanidad es mucho más clara y completa que la de las especies animales. Además, hay un gran número de fenómenos sociales que se producen en todo el ámbito de la sociedad, pero que presentan formas diversas según las regiones, las profesiones, las confesiones religiosas, etc. Fenómenos de esta naturaleza son, por ejemplo, el crimen, el suicidio, la natalidad, la nupcialidad, el ahorro, etc. De estos diferentes medios especiales emanan, para cada uno de estos órdenes de realidad, nuevas series de variaciones, aparte de las que produce la evolución histórica. Por tanto, aunque el sociólogo no puede utilizar con la misma eficacia todos los procedimientos de la investigación experimental, el único método de que debe hacer caso, con la casi total exclusión de los otros, puede resultar muy fecundo en sus manos, pues dispone de incomparables recursos para aplicarlo.
  Pero este método sólo produce los resultados que comporta cuando es puesto en práctica rigurosamente. No se prueba nada cuando, como tan a menudo sucede, uno se contenta con mostrar por medio de ejemplos más o menos numerosos que en algunos casos dispersos los hechos han variado de acuerdo con la hipótesis. De estas concordancias esporádicas y fragmentarias no se puede sacar ninguna conclusión general. Ilustrar una idea no equivale a demostrarla. Lo que hay que hacer es comparar no variaciones aisladas sino series de variaciones, regularmente establecidas, cuyos términos estén en relación unos con otros en una gradación tan continua como sea posible y que además sean suficientemente numerosas. Pues las variaciones de un fenómeno no permiten inducir la ley que le es propia más que si expresan claramente el modo como se desarrolla en determinadas circunstancias. Ahora bien, para eso es preciso que exista entre ellas la misma continuidad que entre los diversos momentos de una misma evolución natural y, además, que esta evolución que parece que se da en ellas se prolongue lo bastante como para que su sentido no sea dudoso.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1998, en traducción de Santiago González Noriega, pp. 190-193. ISBN: 84-487-0183-6.]
 

lunes, 21 de mayo de 2018

Soy un gato.- Natsume Soseki (1867-1916)


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Capítulo 7

«En nuestros tiempos  modernos hay numerosos maestros de pintura que insisten una y otra vez en lo fascinante del cuerpo humano desnudo. Pero yo creo que incurren en un tremendo error. Yo, por ejemplo, desde que nací nunca me he quitado de encima mi peludo abrigo, y no por ello resulto menos atractivo e interesante. Esos maestros tan a la vanguardia se equivocan de cabo a rabo. La moda y el gusto por el desnudo artístico empezaron a popularizarse en la época del Renacimiento gracias a los artistas italianos que tomaban como modelo los cánones de belleza de las antiguas Grecia y Roma. Aquellos griegos y romanos, habitantes de países con un clima del todo benéfico, estaban acostumbrados a ir por ahí desnudos, y no relacionaban de ninguna manera su desnudez con nada que tuviera que ver con la moral pública. Sin embargo, en el norte de Europa hace muchísimo frío. Lo mismo pasa en Japón, donde incluso tenemos un refrán muy famoso que dice: "No se puede viajar desnudo". En países como Alemania o Inglaterra, un hombre desnudo se convertiría pronto en un hombre muerto y si todos y cada uno de los humanos cubrían su cuerpo con ropa, se convertían entonces en animales vestidos y, por tanto, un hombre desnudo dejaba de considerarse  como tal para entrar en la categoría de las bestias salvajes. Consecuentemente, las pinturas y desnudos de los europeos, especialmente de los europeos que vivían más al norte, pueden considerarse sencillamente bestiales. En otras palabras, europeos y japoneses tienen el buen sentido de considerar el desnudo humano como una forma de vida inferior a la de los propios gatos. ¿Es que acaso existe un cuerpo desnudo que a la vez sea bello? Las bestias, aunque sean hermosas, no dejan de ser bestias. Quizás a alguien se le ocurra preguntarme si he visto en alguna ocasión los vestidos de noche con que se adornan las mujeres europeas. No he tenido la oportunidad, pero, según parece, se trata de una vestimenta que muestra a los demás los brazos y la espalda y que, además, les realza el pecho. Algo, como entenderán, de lo más chabacano y desagradable. Antes del Renacimiento, las mujeres no osaban vestirse con semejantes prendas ni mostrar un solo centímetro de piel. En aquella época se vestía de un modo más natural. Entonces, ¿cuál es la razón que ha impulsado a los hombres a cambiar de vestimenta como lo han hecho, hasta acabar convirtiéndose en poco menos que titiriteros? Sería muy largo explicar con detalle la historia de esta decadencia. Quien conozca las razones, lo entenderá y quien no las conozca no tendrá necesidad de que me extienda, pues salta a la vista. Eso debería bastar. En cualquier caso, y sean cuales sean las razones históricas, el hecho es que las mujeres modernas siguen vistiéndose a medias cada noche con evidente satisfacción, a pesar de que al final su aspecto suele ser lamentable. Sin embargo, parece que tras su apariencia de animales sin civilizar siguen conservando un cierto rastro de recato humano, pues tan pronto como sale un rayo de sol esas mismas mujeres se cubren inmediatamente brazos, pecho y espalda, e incluso se avergüenzan de mostrar a los demás el inocente dedo de un pie. Sin duda, esta actitud da a entender que todas las normas acerca de la forma de vestir en sociedad son sólo el resultado de las elucubraciones de una mente enferma. Si no están de acuerdo con las opiniones que expreso, ¿por qué razón no andan también a plena luz del día con parte de su cuerpo descubierto, como hacen por la noche? Lo mismo les digo a los partidarios del desnudo porque sí. Si tan bueno es, ¿por qué no mandan a sus hijas desnudas a la calle? ¿Por qué no dejan su ropa en casa y se van a pasear con la familia por el parque Ueno como Dios les trajo al mundo? "Eso no se puede hacer", dirán. Pero yo les responderé: por supuesto que se puede. La única razón por la que uno no sale desnudo a la calle a pasear es porque los europeos tampoco lo hacen. Para apoyar mis razonamientos no hay más que fijarse en las mujeres japonesas que acuden cada noche embutidas en absurdos vestidos de estilo occidental al Hotel Imperial. Si lo hacen es por pura imitación de los modos y modas de las mujeres occidentales y no por alguna razón que tenga que ver ni por asomo con nuestra identidad nacional. En éste y otros ámbitos, los europeos son poderosos y siempre habrá alguien dispuesto a hacer el estúpido y a copiar sus maneras, se lo pueda permitir o no. Se rendirá ante los poderosos, se humillará ante los ricos y se dejará aplastar por los que marcan las tendencias desde el extranjero. Si estas actitudes tan lamentables se debieran a algún tipo de necedad o de estupidez congénita, al menos quedaría un margen para la compasión. Pero entonces que no argumenten que Japón es una gran nación. Y sucede tres cuartos de lo mismo en el campo de los estudios académicos. Sin embargo, como no se trata de entrar aquí en temas espinosos, dejémoslo como está.
 El vestido es fundamental en la vida humana. De hecho, es tan trascendental, que me pregunto qué fue antes, si el hombre o su atuendo. En ocasiones se tiene la impresión de que la historia de la humanidad no es la de su carne, la de sus huesos o la de su sangre, sino la de su indumentaria. Por esa razón, cuando uno se planta delante de alguien desnudo, la impresión es la de estar ante un monstruo y no ante un ser humano. Si de mutuo acuerdo todos llegaran al consenso de que los que andan por ahí en cueros son monstruos, evidentemente ninguno vería nada monstruoso en los demás, y todos tan felices. Cuando los hombres aparecieron sobre la faz de la tierra, todos venían construidos según las mismas normas y especificaciones, y todos, luciendo una desnudez igualitaria, se lanzaron en igualdad de condiciones a la aventura de la vida. El ser humano fue hecho para contentarse con sus atributos uniformes, pero lo que yo no alcanzo a entender es cómo no se conformó con lo que tenía y afrontó por tanto su condición de ser humano sin necesidad de adornarla con ropajes de lo más variopinto. Quizás a alguno se le ocurrió pensar que, si tan idénticos eran, no valía la pena esforzarse, pues no les reportaría ninguna distinción. Por eso, seguramente, decidió inventar algo, una prenda que pusiera una nota de color y que hiciera evidente a ojos de los demás que se trataba de un ser distinto a los otros. Estoy convencido de que, al primero que se lanzó a cubrirse el cuerpo con telas de colores, esa idea le debió de rondar la cabeza al menos durante un período de diez años, hasta que, finalmente, descubrió la utilidad de los calzoncillos. Se los puso y se paseó delante de sus compañeros con aires de superioridad. De estos pioneros descienden, con total seguridad, nuestros actuales carreteros que tiran de esos carritos con dos grandes ruedas y que solemos ver vestidos con un pantalón pesquero bien arremangado. Es extraño que fuese necesario que transcurriese un período tan largo para concebir una cosa tan simple como son los calzoncillos, pero esa extrañeza puede que sea sólo una especie de ilusión óptica generada por la inmensa perspectiva del tiempo. En la época de la prehistoria humana, alcanzar un hito como ése no era baladí. Si no, consideremos la década de esfuerzos intelectuales que le costó a Descartes llegar a su famosa conclusión: "Pienso, luego existo", algo que un niño de tres años es capaz de comprender sin necesidad de tener mucho raciocinio. Si tenemos en cuenta los esfuerzos desplegados para inventar los calzoncillos, es justo reconocer que aquel proto-carretero probablemente estaría dotado de una gran inteligencia y debía de ser una de las personas más influyentes de su entorno, a pesar de que al resto de sus congéneres no les agradase mucho el hecho de que fuera el único que se paseaba por ahí pomposamente con un trapo cubriéndole las nalgas.
 A juzgar por su inutilidad, y basándome en la máxima de que cuanto más absurda sea una cosa, más tiempo se invertirá en su gestación, diría que diseñar el haori le llevaría a su inventor no menos de seis años de arduo trabajo mental. Fue entonces cuando se inició la decadencia de la era del calzón y comenzó la edad de oro del haori. Pero, por ser demasiado larga, esta prenda resultaba poco práctica. Cuando llegó el ocaso del haori, comenzó la edad de esa prenda tan japonesa, inventada con toda seguridad por un hombre de muy mal genio, llamada hakama. Una moda que causó furor entre los samuráis y los miembros del gobierno en las épocas medievales. Otros, en cambio, para no quedarse atrás en el asunto de la vestimenta, tuvieron la genial ocurrencia de inventar un ridículo traje, al que llamaron frac, y cuyo mero lucimiento hacía que su dueño pareciera una enorme golondrina con piernas.»
  
 [El extracto pertenece a la edición en español de la Editorial Impedimenta, 2010, en traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. ISBN: 978-84-937601-5-1.]
  

sábado, 18 de febrero de 2017

"El laberinto vasco".- Julio Caro Baroja (1914-1995)


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 II

 «Hoy en España estamos ante un problema político intrincado, que es el de cómo se pueden aplicar unas leyes autonómicas en "regiones históricas", conocidas y que a la par resulten favorables a la marcha general del país. Durante cinco años se ha predicado la excelencia de los regímenes autonómicos y se ha abominado del "Centralismo", en abstracto o en concreto (pensando sobre todo en lo ocurrido desde 1936). Se ha llegado, también, a implantar unos importantes estatutos de Autonomía y se proyectan otros: unos tienen razones históricas fuertes de existir. Otros, no parece que se deban más que a elucubraciones oportunistas.

III

 Que todo esto se ha hecho a gusto de muchos y a disgusto de algunos, es evidente. Otra cosa sería afirmar que son claras las razones de la alegría y de los disgustos. Porque no faltan los que, tanto en un caso como en otro (en el de la alegría y en el del disgusto), creemos que se manejan ideas vagas e imprecisas o lugares comunes que pueden producir -como en el pasado- grandes e irreparables males. ¿Por qué? Por la interpretación que se pretende dar a lo "autonómico" dentro de unos "espacios" que también se quiere que, ante todo y por encima de todo, sean eso: "Naturales", inmutables y a la vez suficientes por sí mismos al "autogobierno", etc. La base desde la que se opera de "natural" no tiene nada en muchos casos: si es que no consideramos "naturales" las pasiones colectivas de los hombres, en un sentido que no haría gracia a los propagadores de ciertos lugares comunes, de que ahora hay que tratar algo.
 Antes he aludido al concepto de "¡Humano, demasiado humano!". Pues bien, "demasiada humana" es la noción de que vivimos en el "centro moral" del mundo y de que cuanto más se alejan los hombres y las cosas de ese centro (nuestro yo) son peores, hasta llegar al "espacio anónimo e inmoral" por excelencia: el de los que -por estar lejos- no son como yo. Esta noción es primitiva, vieja y extendida, pero no hay tiempo ni ocasión para demostrarlo. Se puede registrar en la vida política de los pueblos de modos contradictorios entre sí. Pero concretándonos ahora al problema autonómico recordaremos que gran parte de los problemas de tendencia autonomista se fundan en la aceptación de los que lo defienden viven, en el centro moral de un mundo circundante donde el mal les viene siempre de algo alejado de ese centro: en este caso un "Centro" con mayúscula, responsable de todas las desdichas imaginables. El mundo está dividido en dos grandes órbitas. La "nuestra" donde casi todo está bien moralmente. La "de otros", donde todo está mal. El catalán se siente perfecto como tal, el vasco lo mismo, el andaluz también. Lejos, en Madrid, está el Mal, o por lo menos la ligereza, la inconsistencia, la mandanga; frente a eso la seriedad, la hombría, la honradez propias. Si ésta no es una de las bases más populares, ya que no son sólidas, de la "fe autonómica", me gustaría que me lo demostraran y me alegraría de haberme equivocado. Pero la realidad es que "El espacio natural de lo autonómico" para muchos autonomistas es este viejo y fantástico "espacio moral", egocéntrico, sociocéntrico y etnocéntrico.
 De amar al prójimo como a ti mismo a creer que tú eres perfecto y que el que vive en tal o cual posición espacial, más o menos lejos de ti, tiene por fuerza unos rasgos malos, hay sensible distancia. Pero lo que en el nómada sahariano o el campesino vasco-navarro (que, por sistema, llamaba "korobeltza" al habitante del valle meridional inmediato) era o es una vieja debilidad cultural sobre la que no se va a insistir ahora, en la burguesía autonómica, como en otras burguesías nacionalistas de fines de siglo pasado y comienzos de éste, se "justificó" con argumentos más o menos retóricos y altisonantes, por hombres que tuvieron el talento de olfatear bien lo que le gustaba a aquella burguesía. Dejando a un lado lo que saliera de pluma de juristas, economistas e historiadores (que al fin y al cabo eran los que con mayor conocimiento podían hablar de lo "autonómico"), los argumentos que más gustaron (y exasperaron a los contrarios) se extrajeron de pretendidas "causas naturales": la raza, como base de la integridad moral y de la superioridad propia, idealizada. Se habló de hechos diferenciales y se hicieron curiosos retratos "étnicos" del prójimo y de uno mismo, etc. No cabe duda de que si hay un "espacio natural", éste es el que ocupan las pasiones en nuestros cuerpos. Es el espacio que puede estar mejor o peor ocupado. Los políticos tienen que contar siempre con él. Dominarlo y vencerlo si es necesario. Los mismos procesos de Autonomía se verán seriamente amenazados si los responsables de llevarlos adelante no tienen autoridad intelectual y moral para deshacer "pensamientos" y sentimientos como los descritos y otros de los que aún hay que tratar: lugares comunes tan peligrosos como los que manejaron durante mucho los más fieros enemigos de la Autonomía precisamente.
 
IV
 
 Porque otro sentimiento que domina a gran parte de la masa autonomista es el que podríamos definir como "sentimiento restaurador". Se siente que muchas cosas queridas (usos, costumbres, leyes) se han perdido o que aguantan llevando un existir lánguido y decadente. Hay que vigorizarlas, hay casi que resucitarlas. El autonomista ama su lengua, sus leyes, sus fiestas, sus bailes y diversiones. Todo esto es laudable. Pero, al mismo tiempo ama otras cosas y, por supuesto, entre ellas y en primer lugar el dinero, como cada hijo de vecino. Hasta qué punto hay contradicción en estas dos clases de amores es algo que puede verse con los ojos, en cualquier parte de España donde hay "problema autonómico" (más acaso que donde no lo hay).»