martes, 23 de marzo de 2021

Soberbia.- W. Somerset Maughan (1874-1965)


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Capítulo LIV


 «Mientras caminábamos, yo iba pensando en ciertos detalles que, entre todo lo que había oído últimamente sobre Strickland, me llamaban la atención. Allí, en aquella remota isla, no parecía haber despertado el odio que en su patria, sino más bien compasión y sus excentricidades fueron aceptadas con tolerancia. Para aquellos seres, tanto indígenas como europeos, Strickland era un tipo raro, pero estaban acostumbrados a ellos y los aceptaban como la cosa más natural. El mundo estaba lleno de tipos raros que hacían cosas extrañas y tal vez supieran que un hombre no es lo que quiere ser sino lo que ha de ser. No encajaba en el ambiente de Inglaterra y Francia, pero en aquel encajaban todos los hombres, y Strickland no llamaba demasiado la atención. No creo que fuese más bondadoso, menos egoísta y menos brutal, pero las circunstancias le eran más favorables. Si hubiese pasado toda su vida en aquel medio, no hubiera parecido peor que los demás. Allí recibió lo que no pedía ni esperaba de sus conciudadanos: simpatía.
 Traté de explicarle al capitán Brunot esto que tanto me extrañaba y él permaneció silencioso durante unos momentos.
 -Después de todo, no es raro que yo sintiera simpatía por él –dijo por último-, pues aunque quizá ninguno de los dos nos diéramos cuenta de ello, ambos aspirábamos a lo mismo.
 -¿A qué diablos podían aspirar dos personas tan distintas como usted y Strickland? –pregunté sonriendo.
 -A la belleza.
 -Una ambiciosa aspiración –murmuré.
 -¿No ha visto usted a los hombres obsesionados de tal forma por el amor que se vuelven sordos y ciegos para todas las cosas del mundo? Esos hombres son tan libres como los esclavos encadenados a los bancos de una galera. La pasión que esclavizaba a Strickland era tiránica como el amor.
 -Es muy extraño que usted diga eso –contesté-. Yo le creía desde hacía mucho tiempo poseído por un demonio.
 -La pasión que esclavizaba a Strickland era la pasión del creador de la belleza. No le dejaba un momento de reposo. Le incitaba a avanzar más y más cada día. Era un peregrino eterno, absolutamente obsesionado por una divina nostalgia y el demonio que llevaba dentro era implacable. Hay hombres que sienten un ansia tan infinita de verdad que para alcanzarla son capaces de destruir, arrasar, hasta los mismos cimientos de su mundo. De esa raza era Strickland; sin embargo, la belleza ocupaba en él el sitio de la verdad. Y he de sentir por él una profunda compasión.
 -Eso también es extraño. Un hombre a quien Strickland destrozó la vida me dijo que sentía una gran piedad por él. –Permanecí unos momentos silencioso-. Creo que ha encontrado usted la explicación de un carácter que para mí siempre fue inexplicable. ¿Cómo lo descubrió usted?
 El capitán se volvió a mí con una sonrisa entre los labios.
 -¿No le he dicho a usted que yo también era, a mi manera, un artista? Veía en mí el mismo deseo que le animaba a él. Pero mientras su medio fue la pintura, el mío ha sido la vida.
 El capitán Brunot me contó entonces una historia que debo repetir aquí, pues aunque sólo sea por contraste, añade algo a mi impresión de Strickland. Además posee, a mi parecer, belleza propia.
 El capitán Brunot era bretón y había pertenecido a la Armada francesa. Al casarse, pidió el retiro y se fue a vivir a una pequeña propiedad que poseía cerca de Quimper, con el propósito de pasar en paz el resto de sus días, pero la quiebra de un administrador le dejó de pronto sin un céntimo y ni él ni su mujer quisieron vivir pobremente donde habían gozado de la riqueza. Durante su época de marino había navegado por los mares del Sur y decidió probar fortuna en ellos. Permaneció en Papeití unos meses, orientándose y haciendo planes, y compró una de las islas Tuamotú. Era un anillo de tierra que rodeaba a una profunda laguna, deshabitada y cubierta únicamente de matorrales y guayabas silvestres. Desembarcó acompañado de la intrépida mujer que era su esposa, y de unos cuantos indígenas, emprendieron la tarea de construir una casa y de arrancar los matorrales con el fin de poder plantar cocoteros. De eso hacía veinte años y lo que fue una árida isla se había transformado en un jardín.
Resultado de imagen de somerset maugham soberbia -Al principio fue un trabajo duro y penoso y, tanto mi mujer como yo, trabajamos hasta agotarnos. Todos los días me levantaba al rayar el alba para limpiar la tierra, plantar y trabajar en mi casa y cuando me acostaba por la noche era para dormir de un tirón hasta la mañana siguiente. Mi mujer trabajaba tanto como yo. Después llegaron los niños, primero un niño y más tarde una niña. Mi mujer y yo les hemos enseñado todo lo que saben. Hicimos traer un piano de Francia y ella les dio lecciones de música y de inglés, y yo de latín y de manejar un barco y nadar como los indígenas; no hay nada que ignoren del cultivo de la tierra. Nuestros árboles han prosperado; en los arrecifes de mi isla hay conchas. He venido a Tahití para comprar una goleta. Puedo obtener suficientes conchas para que valga la pena de pescarlas y, ¿quién sabe?, a lo mejor encuentro perlas. Yo he hecho algo donde antes no había nada. También he creado belleza. ¡Oh! Usted no sabe lo que es contemplar todos los días aquellos altos y corpulentos árboles y pensar que han sido plantados por uno mismo.
 -Permítame que le haga la misma pregunta que usted hizo a Strickland. ¿Nunca ha echado de menos a Francia? ¿Nunca ha sentido un inefable deseo de regresar a su patria y a su viejo hogar de Bretaña?
 -Algún día, cuando mi hija se haya casado y mi hijo tenga una mujer y pueda ocupar mi lugar en la isla, regresaremos a Francia para terminar nuestros días en la vieja casa donde nací.
  -Entonces usted mirará hacia atrás y recordará una vida feliz –le dije.
 -Evidemment, mi isla no es muy divertida y estamos muy lejos del mundo. Piense que necesito cuatro días para llegar a Tahití; pero somos felices en ella. A pocos hombres les es dado comenzar una obra y verla terminada. Nuestra vida es sencilla e inocente. No sentimos la menor ambición y nuestro orgullo se funda en la contemplación de la obra de nuestras manos. La malignidad no puede herirnos, ni la envidia atacarnos. Ah, mon cher monsieur! Se dice que el trabajo es una bendición, pero es una frase sin sentido. Sin embargo, para mí, tiene una significación muy profunda. Yo soy un hombre feliz.
 -Estoy seguro de que merece usted serlo –dije sonriendo.
 -Me gustaría que fuese así. No sé por qué he merecido tener una esposa que es el amigo y el compañero perfecto, la amante perfecta y la madre perfecta.
 Reflexioné durante unos momentos sobre la vida que el capitán había evocado en mi imaginación.
 -No cabe la menor duda de que para llevar una vida así y conseguir lo que ustedes han conseguido, es preciso que ambos hayan tenido una gran fuerza de voluntad y un carácter enérgico.
 -Quizá, pero no hubiésemos conseguido nada sin otra cosa.
 -¿Cuál?
 El capitán se detuvo un poco dramáticamente y levantó el brazo.
-La fe en Dios. Sin ella hubiéramos estado perdidos.
En aquel momento llegamos ante la puerta de la casa del doctor Coutras.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Plaza-Janés, 1963, en traducción de J. Romero de Tejada,  pp.195-198. Depósito legal: B. 14.269-1963.]               

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