Capítulo LIV
«Mientras caminábamos, yo iba pensando en
ciertos detalles que, entre todo lo que había oído últimamente sobre
Strickland, me llamaban la atención. Allí, en aquella remota isla, no parecía
haber despertado el odio que en su patria, sino más bien compasión y sus
excentricidades fueron aceptadas con tolerancia. Para aquellos seres, tanto indígenas
como europeos, Strickland era un tipo raro, pero estaban acostumbrados a ellos
y los aceptaban como la cosa más natural. El mundo estaba lleno de tipos raros
que hacían cosas extrañas y tal vez supieran que un hombre no es lo que quiere
ser sino lo que ha de ser. No encajaba en el ambiente de Inglaterra y Francia,
pero en aquel encajaban todos los hombres, y Strickland no llamaba demasiado la
atención. No creo que fuese más bondadoso, menos egoísta y menos brutal, pero
las circunstancias le eran más favorables. Si hubiese pasado toda su vida en
aquel medio, no hubiera parecido peor que los demás. Allí recibió lo que no pedía
ni esperaba de sus conciudadanos: simpatía.
Traté de explicarle al capitán Brunot esto que
tanto me extrañaba y él permaneció silencioso durante unos momentos.
-Después de todo, no es raro que yo sintiera
simpatía por él –dijo por último-, pues aunque quizá ninguno de los dos nos diéramos
cuenta de ello, ambos aspirábamos a lo mismo.
-¿A qué diablos podían aspirar dos personas
tan distintas como usted y Strickland? –pregunté sonriendo.
-A la belleza.
-Una ambiciosa aspiración –murmuré.
-¿No ha visto usted a los hombres obsesionados
de tal forma por el amor que se vuelven sordos y ciegos para todas las cosas
del mundo? Esos hombres son tan libres como los esclavos encadenados a los
bancos de una galera. La pasión que esclavizaba a Strickland era tiránica como
el amor.
-Es muy extraño que usted diga eso –contesté-.
Yo le creía desde hacía mucho tiempo poseído por un demonio.
-La pasión que esclavizaba a Strickland era la
pasión del creador de la belleza. No le dejaba un momento de reposo. Le incitaba
a avanzar más y más cada día. Era un peregrino eterno, absolutamente
obsesionado por una divina nostalgia y el demonio que llevaba dentro era
implacable. Hay hombres que sienten un ansia tan infinita de verdad que para
alcanzarla son capaces de destruir, arrasar, hasta los mismos cimientos de su
mundo. De esa raza era Strickland; sin embargo, la belleza ocupaba en él el
sitio de la verdad. Y he de sentir por él una profunda compasión.
-Eso también es extraño. Un hombre a quien
Strickland destrozó la vida me dijo que sentía una gran piedad por él. –Permanecí
unos momentos silencioso-. Creo que ha encontrado usted la explicación de un
carácter que para mí siempre fue inexplicable. ¿Cómo lo descubrió usted?
El capitán se volvió a mí con una sonrisa
entre los labios.
-¿No le he dicho a usted que yo también era, a
mi manera, un artista? Veía en mí el mismo deseo que le animaba a él. Pero
mientras su medio fue la pintura, el mío ha sido la vida.
El capitán Brunot me contó entonces una historia
que debo repetir aquí, pues aunque sólo sea por contraste, añade algo a mi
impresión de Strickland. Además posee, a mi parecer, belleza propia.
El capitán Brunot era bretón y había
pertenecido a la Armada francesa. Al casarse, pidió el retiro y se fue a vivir
a una pequeña propiedad que poseía cerca de Quimper, con el propósito de pasar
en paz el resto de sus días, pero la quiebra de un administrador le dejó de
pronto sin un céntimo y ni él ni su mujer quisieron vivir pobremente donde habían
gozado de la riqueza. Durante su época de marino había navegado por los mares
del Sur y decidió probar fortuna en ellos. Permaneció en Papeití unos meses,
orientándose y haciendo planes, y compró una de las islas Tuamotú. Era un
anillo de tierra que rodeaba a una profunda laguna, deshabitada y cubierta únicamente
de matorrales y guayabas silvestres. Desembarcó acompañado de la intrépida
mujer que era su esposa, y de unos cuantos indígenas, emprendieron la tarea de
construir una casa y de arrancar los matorrales con el fin de poder plantar cocoteros.
De eso hacía veinte años y lo que fue una árida isla se había transformado en
un jardín.
-Al principio fue un trabajo duro y penoso y,
tanto mi mujer como yo, trabajamos hasta agotarnos. Todos los días me levantaba
al rayar el alba para limpiar la tierra, plantar y trabajar en mi casa y cuando
me acostaba por la noche era para dormir de un tirón hasta la mañana siguiente.
Mi mujer trabajaba tanto como yo. Después llegaron los niños, primero un niño y
más tarde una niña. Mi mujer y yo les hemos enseñado todo lo que saben. Hicimos
traer un piano de Francia y ella les dio lecciones de música y de inglés, y yo
de latín y de manejar un barco y nadar como los indígenas; no hay nada que
ignoren del cultivo de la tierra. Nuestros árboles han prosperado; en los arrecifes
de mi isla hay conchas. He venido a Tahití para comprar una goleta. Puedo
obtener suficientes conchas para que valga la pena de pescarlas y, ¿quién sabe?,
a lo mejor encuentro perlas. Yo he hecho algo donde antes no había nada. También
he creado belleza. ¡Oh! Usted no sabe lo que es contemplar todos los días
aquellos altos y corpulentos árboles y pensar que han sido plantados por uno
mismo.
-Permítame que le haga la misma pregunta que
usted hizo a Strickland. ¿Nunca ha echado de menos a Francia? ¿Nunca ha sentido
un inefable deseo de regresar a su patria y a su viejo hogar de Bretaña?
-Algún día, cuando mi hija se haya casado y mi
hijo tenga una mujer y pueda ocupar mi lugar en la isla, regresaremos a Francia
para terminar nuestros días en la vieja casa donde nací.
-Entonces usted mirará hacia atrás y recordará
una vida feliz –le dije.
-Evidemment,
mi isla no es muy divertida y estamos muy lejos del mundo. Piense que necesito
cuatro días para llegar a Tahití; pero somos felices en ella. A pocos hombres
les es dado comenzar una obra y verla terminada. Nuestra vida es sencilla e
inocente. No sentimos la menor ambición y nuestro orgullo se funda en la
contemplación de la obra de nuestras manos. La malignidad no puede herirnos, ni
la envidia atacarnos. Ah, mon cher
monsieur! Se dice que el trabajo es una bendición, pero es una frase sin
sentido. Sin embargo, para mí, tiene una significación muy profunda. Yo soy un
hombre feliz.
-Estoy seguro de que merece usted serlo –dije sonriendo.
-Me gustaría que fuese así. No sé por qué he merecido
tener una esposa que es el amigo y el compañero perfecto, la amante perfecta y
la madre perfecta.
Reflexioné durante unos momentos sobre la vida
que el capitán había evocado en mi imaginación.
-No cabe la menor duda de que para llevar una
vida así y conseguir lo que ustedes han conseguido, es preciso que ambos hayan
tenido una gran fuerza de voluntad y un carácter enérgico.
-Quizá, pero no hubiésemos conseguido nada sin
otra cosa.
-¿Cuál?
El capitán se detuvo un poco dramáticamente y
levantó el brazo.
-La fe en Dios. Sin ella hubiéramos
estado perdidos.
En aquel momento llegamos ante la
puerta de la casa del doctor Coutras.»
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