sábado, 13 de marzo de 2021

Cómo hacer ciencia política.- Giovanni Sartori (1924-2017)

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II.-La idea de política

3.-El descubrimiento de la sociedad

 «Hasta ahora hemos discutido sólo una primera distinción: la que existe entre política y moral, entre César y Dios. Es un paso decisivo pero –visto retrospectivamente- era el más obvio, el más fácil. El caso más difícil –tan difícil que todavía nos acucia- es el de fijar la diferencia entre Estado y sociedad. Hasta ahora no nos hemos topado con la separación entre esfera de la política y esfera de la sociedad. ¿Cuándo es, entonces, que la idea de sociedad se libera de los múltiples lazos que la atan, afirmando la realidad social como una realidad en sí misma, independiente y autosuficiente?
 Que quede claro: “sociedad” no es δήμοζ (demos), no es populus. Como actor concreto, operante, el demos muere con su “democracia”, o sea con la polis en la que actuaba. Y como la república romana nunca fue una democracia, el populus de los romanos nunca fue el demos de los griegos [Wirszubski 1950]. Caída la república, populus se convierte en una ficción jurídica: y queda sustancialmente como una fictio iuris en toda la literatura medieval. Por otra parte, el pensamiento romano y medieval no expresaban de ninguna manera una idea autónoma de sociedad. La sociedad se configuraba –recuérdese- como una civilis societas y como una iuris societas. A estos agregados el pensamiento medieval añadía una fuerte caracterización organicista, para comprender la sociedad –desarticulándola y articulándola- en los múltiples “cuerpos” en que se organiza el mundo feudal, el mundo de los estamentos y de las corporaciones.
 La separación ha sido lentísima. Es sintomática, por ejemplo, la ausencia de la idea de sociedad en la literatura del siglo XVI que teorizaba el derecho de resistencia y a rebelarse contra el tirano. Para los monarcómanos, y también para Calvino y Altusio, el protagonista que se contraponía y oponía al poder tiránico no era ni el pueblo ni la sociedad: eran individuos o instituciones concretas, como una Iglesia, asambleas locales o determinadas magistraturas. De la misma manera, la revolución inglesa no fue una revolución en nombre y por cuenta de los derechos de la sociedad: en todo caso contribuyó a restituir realidad y concreción a la fictio iuris del pueblo.
 No es casualidad que el primero en teorizar el derecho de la mayoría y la regla mayoritaria –es decir, una regla que restituye operatividad a la noción de “pueblo”- fuera Locke, que escribía a finales del siglo XVII [Kendall 1941]. A Locke también se le atribuye, en verdad, una primera formulación de la idea de sociedad. Pero esta atribución corresponde, en todo caso, a la doctrina contractualista en su conjunto y en especial a la distinción de los contractualistas entre pactum subiectionis y pactum societatis. En realidad, la idea de sociedad no es una idea que se formule y afirme en las épocas revolucionarias. Es más bien una idea de paz que pertenece a la fase contractualista de la escuela del derecho natural. No es la revuelta contra el soberano, sino el “contrato” con el soberano, que viene estipulado en nombre de un contratante que es llamado “sociedad”. Pero esta sociedad que estipula el “contrato social” ¿no sigue siendo, a su vez, una ficción jurídica?
 La verdad es que la autonomía de la sociedad respecto al Estado presupone otra separación: la de la esfera económica. La segregación de lo social de lo político pasa a través de la separación de política y economía. Esta es la vía maestra. Hoy los sociólogos en busca de antepasados citan a Montesquieu. Pero tendrían más razón si citaran al padre de la ciencia económica, Adam Smith, quizá para pasar, a través de Smith, a Hume [Bryson 1945; Cropsey 1957, cap. 2]. Porque son los economistas –Smith, Ricardo y en general los librecambistas- los que muestran cómo la vida asociada prospera y se desarrolla cuando el Estado no interviene; los que demuestran cómo la vida asociada encuentra en la división del trabajo su propio principio de organización; y así muestran cuánta parte de la vida asociada es extraña al Estado y no está regulada ni por sus leyes ni por el derecho. Las leyes de la economía no son leyes jurídicas: son leyes del mercado. Y el mercado es un automatismo espontáneo, un mecanismo que funciona por su cuenta. Son pues los economistas de los siglos XVIII y XIX los que proporcionan la imagen tangible, positiva, de una realidad social capaz de autorregularse, de una sociedad que vive y se desarrolla según sus propios principios. Y es así como la sociedad toma realmente conciencia de sí misma.
 Con esto no se intenta negar que también Montesquieu merezca el título de precursor del descubrimiento de la sociedad. Pero la anuncia lo mismo que Locke y, en general, el constitucionalismo liberal: de manera indirecta y de por sí inconclusa. Está claro que, cuanto más se reduce la discrecionalidad y el espacio del Estado absoluto, y cuanto más se asienta el Estado limitado, tanto más se deja espacio y legitimidad para una vida extraestatal. Pero a este respecto el liberalismo político no tenía, y no podía tener, la fuerza rompedora del librecambismo económico. Y no la podía tener porque en su óptica la sociedad debía seguir siendo una sociedad regulada y protegida por el derecho. Así como el liberalismo se preocupa de neutralizar la política “pura”, también el liberalismo ve en la sociedad “pura” una sociedad sin protección, una sociedad indefensa. La sociedad de Montesquieu seguía siendo, a su modo, una iuris societas. Los economistas no tenían este problema. En todo caso, tenían el problema inverso d desembarazarse de los vínculos corporativos.
Resultado de imagen de como hacer ciencia politica Es sólo en la óptica de los economistas, pues, que la sociedad resulta tanto más ella misma cuanto más espontánea sea, cuanto más se libere no sólo de las interferencias de la política sino también de los obstáculos del derecho. Es verdad que la “sociedad espontánea” de los economistas era la sociedad económica. Pero el ejemplo y el modelo de la sociedad económica resultaba fácilmente ampliable a la sociedad en general. Las premisas que no existían ni en Maquiavelo ni en Montesquieu, ni en los otros enciclopedistas, para “descubrir la sociedad” como realidad autónoma estaban ya maduras a principios del siglo XIX. En efecto, el Sistema industrial de Saint-Simon aparecía en tres volúmenes en 1821-1822, prefigurando con profética genialidad la sociedad industrial de la segunda mitad del siglo XX. La sociedad se configura ahora ya como una realidad tan autónoma como para ser objeto de una ciencia en sí misma, que ya no es la economía y que Comte bautizará como “sociología”. Y Comte no se limita a bautizar a la nueva ciencia de la sociedad: la declara también la reina de las ciencias. La sociedad no es sólo “un sistema social” distinto, independiente y autosuficiente respecto al “sistema político”. El panpoliticismo de Hobbes se vuelca en el pansociologismo de Comte. Es el momento de resumir las ideas y ver el resultado.

 4.-La identidad de la política

 La política –ya se ha visto- no sólo es diferente de la moral. También es distinta de la economía. Además no incluye ya en sí el sistema social. Por último, se rompen también los lazos entre política y derecho, al menos en el sentido de que un sistema político ya no se ve como un sistema jurídico. Así expoliada, la política resulta ser distinta de todo. Pero ¿qué es la política en sí?
 Empecemos por señalar una paradoja. Durante casi dos milenios la palabra “política” –es decir la locución griega- ha caído ampliamente en desuso, y cuando la reencontramos, como en el dicho dominium politicum, se refiere sólo a un pequeño nicho, un caso completamente marginal. Tenemos que llegar a Altusio –corría el año 1603- para encontrar a un autor famosos que ponga la palabra “política” en su título: Politica metodica digesta. Sigue Spinoza, cuyo Tractatus politicus aparecía póstumo en 1677 casi sin dejar rastro. Por último, Bossuet escribía La Politique tirée de l’Écriture sainte en 1670, pero el libro no se publicó hasta 1709 y el término no vuelve a aparecer en otros títulos importantes del siglo XVIII. Sin embargo, en todo ese tiempo se ha pensado siempre sobre política, porque siempre se ha pensado que el problema de los problemas terrestres era templar y regular el “dominio del hombre sobre el hombre”. Rosseau llegaba al corazón de esta preocupación cuando escribía que el hombre ha nacido libre y está por doquier encadenado. Al decir eso Rousseau pensaba la esencia de la política, aunque la palabra no aparece en sus títulos. Hoy, en cambio, la palabra está en boca de todos: pero no sabemos ya pensar la cosa. En el mundo contemporáneo la palabra se malgasta, pero la política sufre de “crisis de identidad”.
 Una primera manera de afrontar el problema es plantear la pregunta que Aristóteles no se planteaba; qué es un animal político en contraposición al hombre religioso, moral, económico, social y así sucesivamente. Bien entendido que estos son “tipos ideales”, las distintas caras de un mismo poliedro. No es que nos divirtamos con abstracciones, en desmenuzar al hombre en fantoches abstractos. Al contrario, nos planteamos una cuestión muy concreta: de qué modo reducir la política, la ética, la economía, a comportamientos, a un “hacer” tangible y observable. Nos preguntamos: ¿en qué se distingue un comportamiento económico de un comportamiento moral? ¿Y qué distingue a estos dos de un comportamiento político? A la primera cuestión sabemos responder en alguna medida. A la segunda, bastante menos.
 El criterio de los comportamientos económicos es la utilidad: es decir, que la acción económica es tal en cuanto que está dirigida a maximizar una utilidad económica, un provecho, un interés material. Al otro extremo, el criterio de los comportamientos éticos es el bien: o sea, la acción moral es una acción “debida”, desinteresada, altruista, que persigue fines ideales y no materiales. Pero, ¿cuál es la categoría o el criterio de los comportamientos políticos?»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Taurus, 2011, en traducción de Miguel Ángel Ruiz de Azúa, pp. 80-86. ISBN: 978-84-306-0816-4.]

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