II.-La idea de política
3.-El descubrimiento de la sociedad
«Hasta ahora hemos discutido sólo una primera
distinción: la que existe entre política y moral, entre César y Dios. Es un
paso decisivo pero –visto retrospectivamente- era el más obvio, el más fácil.
El caso más difícil –tan difícil que todavía nos acucia- es el de fijar la
diferencia entre Estado y sociedad. Hasta ahora no nos hemos topado con la
separación entre esfera de la política y esfera de la sociedad. ¿Cuándo es,
entonces, que la idea de sociedad se libera de los múltiples lazos que la atan,
afirmando la realidad social como una realidad en sí misma, independiente y
autosuficiente?
Que quede claro: “sociedad” no es δήμοζ (demos), no es populus. Como actor concreto, operante, el demos muere con su “democracia”, o sea con la polis en la que actuaba. Y como la república romana nunca fue una
democracia, el populus de los romanos
nunca fue el demos de los griegos
[Wirszubski 1950]. Caída la república, populus
se convierte en una ficción jurídica: y queda sustancialmente como una fictio iuris en toda la literatura
medieval. Por otra parte, el pensamiento romano y medieval no expresaban de
ninguna manera una idea autónoma de sociedad. La sociedad se configuraba
–recuérdese- como una civilis societas
y como una iuris societas. A estos
agregados el pensamiento medieval añadía una fuerte caracterización
organicista, para comprender la sociedad –desarticulándola y articulándola- en
los múltiples “cuerpos” en que se organiza el mundo feudal, el mundo de los
estamentos y de las corporaciones.
La separación ha sido lentísima. Es
sintomática, por ejemplo, la ausencia de la idea de sociedad en la literatura
del siglo XVI que teorizaba el derecho de resistencia y a rebelarse contra el
tirano. Para los monarcómanos, y también para Calvino y Altusio, el
protagonista que se contraponía y oponía al poder tiránico no era ni el pueblo
ni la sociedad: eran individuos o instituciones concretas, como una Iglesia,
asambleas locales o determinadas magistraturas. De la misma manera, la
revolución inglesa no fue una revolución en nombre y por cuenta de los derechos
de la sociedad: en todo caso contribuyó a restituir realidad y concreción a la fictio iuris del pueblo.
No es casualidad que el primero en teorizar el
derecho de la mayoría y la regla mayoritaria –es decir, una regla que restituye
operatividad a la noción de “pueblo”- fuera Locke, que escribía a finales del
siglo XVII [Kendall 1941]. A Locke también se le atribuye, en verdad, una
primera formulación de la idea de sociedad. Pero esta atribución corresponde,
en todo caso, a la doctrina contractualista en su conjunto y en especial a la
distinción de los contractualistas entre pactum
subiectionis y pactum societatis.
En realidad, la idea de sociedad no es una idea que se formule y afirme en las
épocas revolucionarias. Es más bien una idea de paz que pertenece a la fase
contractualista de la escuela del derecho natural. No es la revuelta contra el
soberano, sino el “contrato” con el soberano, que viene estipulado en nombre de
un contratante que es llamado “sociedad”. Pero esta sociedad que estipula el
“contrato social” ¿no sigue siendo, a su vez, una ficción jurídica?
La verdad es que la autonomía de la sociedad
respecto al Estado presupone otra separación: la de la esfera económica. La
segregación de lo social de lo político pasa a través de la separación de
política y economía. Esta es la vía maestra. Hoy los sociólogos en busca de
antepasados citan a Montesquieu. Pero tendrían más razón si citaran al padre de
la ciencia económica, Adam Smith, quizá para pasar, a través de Smith, a Hume
[Bryson 1945; Cropsey 1957, cap. 2]. Porque son los economistas –Smith, Ricardo
y en general los librecambistas- los que muestran cómo la vida asociada
prospera y se desarrolla cuando el Estado no interviene; los que demuestran
cómo la vida asociada encuentra en la división del trabajo su propio principio
de organización; y así muestran cuánta parte de la vida asociada es extraña al
Estado y no está regulada ni por sus leyes ni por el derecho. Las leyes de la
economía no son leyes jurídicas: son leyes del mercado. Y el mercado es un
automatismo espontáneo, un mecanismo que funciona por su cuenta. Son pues los
economistas de los siglos XVIII y XIX los que proporcionan la imagen tangible, positiva,
de una realidad social capaz de autorregularse, de una sociedad que vive y se
desarrolla según sus propios principios. Y es así como la sociedad toma
realmente conciencia de sí misma.
Con esto no se intenta negar que también
Montesquieu merezca el título de precursor del descubrimiento de la sociedad.
Pero la anuncia lo mismo que Locke y, en general, el constitucionalismo
liberal: de manera indirecta y de por sí inconclusa. Está claro que, cuanto más
se reduce la discrecionalidad y el espacio del Estado absoluto, y cuanto más se
asienta el Estado limitado, tanto más se deja espacio y legitimidad para una
vida extraestatal. Pero a este respecto el liberalismo político no tenía, y no
podía tener, la fuerza rompedora del librecambismo económico. Y no la podía
tener porque en su óptica la sociedad debía seguir siendo una sociedad regulada
y protegida por el derecho. Así como el liberalismo se preocupa de neutralizar
la política “pura”, también el liberalismo ve en la sociedad “pura” una
sociedad sin protección, una sociedad indefensa. La sociedad de Montesquieu
seguía siendo, a su modo, una iuris
societas. Los economistas no tenían este problema. En todo caso, tenían el
problema inverso d desembarazarse de los vínculos corporativos.
Es sólo en la óptica de los economistas, pues,
que la sociedad resulta tanto más ella misma cuanto más espontánea sea, cuanto
más se libere no sólo de las interferencias de la política sino también de los
obstáculos del derecho. Es verdad que la “sociedad espontánea” de los
economistas era la sociedad económica. Pero el ejemplo y el modelo de la
sociedad económica resultaba fácilmente ampliable a la sociedad en general. Las
premisas que no existían ni en Maquiavelo ni en Montesquieu, ni en los otros
enciclopedistas, para “descubrir la sociedad” como realidad autónoma estaban ya
maduras a principios del siglo XIX. En efecto, el Sistema industrial de Saint-Simon aparecía en tres volúmenes en
1821-1822, prefigurando con profética genialidad la sociedad industrial de la
segunda mitad del siglo XX. La sociedad se configura ahora ya como una realidad
tan autónoma como para ser objeto de una ciencia en sí misma, que ya no es la
economía y que Comte bautizará como “sociología”. Y Comte no se limita a
bautizar a la nueva ciencia de la sociedad: la declara también la reina de las
ciencias. La sociedad no es sólo “un sistema social” distinto, independiente y
autosuficiente respecto al “sistema político”. El panpoliticismo de Hobbes se
vuelca en el pansociologismo de Comte. Es el momento de resumir las ideas y ver
el resultado.
4.-La
identidad de la política
La política –ya se ha visto- no sólo es
diferente de la moral. También es distinta de la economía. Además no incluye ya
en sí el sistema social. Por último, se rompen también los lazos entre política
y derecho, al menos en el sentido de que un sistema político ya no se ve como
un sistema jurídico. Así expoliada, la política resulta ser distinta de todo.
Pero ¿qué es la política en sí?
Empecemos por señalar una paradoja. Durante
casi dos milenios la palabra
“política” –es decir la locución griega- ha caído ampliamente en desuso, y
cuando la reencontramos, como en el dicho dominium
politicum, se refiere sólo a un pequeño nicho, un caso completamente
marginal. Tenemos que llegar a Altusio –corría el año 1603- para encontrar a un
autor famosos que ponga la palabra “política” en su título: Politica metodica digesta. Sigue
Spinoza, cuyo Tractatus politicus
aparecía póstumo en 1677 casi sin dejar rastro. Por último, Bossuet escribía La Politique tirée de l’Écriture sainte
en 1670, pero el libro no se publicó hasta 1709 y el término no vuelve a
aparecer en otros títulos importantes del siglo XVIII. Sin embargo, en todo ese
tiempo se ha pensado siempre sobre
política, porque siempre se ha pensado que el problema de los problemas
terrestres era templar y regular el “dominio del hombre sobre el hombre”.
Rosseau llegaba al corazón de esta preocupación cuando escribía que el hombre
ha nacido libre y está por doquier encadenado. Al decir eso Rousseau pensaba la
esencia de la política, aunque la palabra no aparece en sus títulos. Hoy, en
cambio, la palabra está en boca de
todos: pero no sabemos ya pensar la cosa.
En el mundo contemporáneo la palabra se malgasta, pero la política sufre de
“crisis de identidad”.
Una primera manera de afrontar el problema es
plantear la pregunta que Aristóteles no se planteaba; qué es un animal político
en contraposición al hombre religioso, moral, económico, social y así
sucesivamente. Bien entendido que estos son “tipos ideales”, las distintas
caras de un mismo poliedro. No es que nos divirtamos con abstracciones, en
desmenuzar al hombre en fantoches abstractos. Al contrario, nos planteamos una
cuestión muy concreta: de qué modo reducir la política, la ética, la economía,
a comportamientos, a un “hacer” tangible y observable. Nos preguntamos: ¿en qué
se distingue un comportamiento económico de un comportamiento moral? ¿Y qué distingue
a estos dos de un comportamiento político? A la primera cuestión sabemos
responder en alguna medida. A la segunda, bastante menos.
El criterio de los comportamientos económicos
es la utilidad: es decir, que la acción económica es tal en cuanto que está
dirigida a maximizar una utilidad económica, un provecho, un interés material.
Al otro extremo, el criterio de los comportamientos éticos es el bien: o sea,
la acción moral es una acción “debida”, desinteresada, altruista, que persigue
fines ideales y no materiales. Pero, ¿cuál es la categoría o el criterio de los
comportamientos políticos?»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Taurus, 2011, en traducción de Miguel Ángel Ruiz de Azúa, pp. 80-86. ISBN:
978-84-306-0816-4.]
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