martes, 30 de marzo de 2021

El bebedor.- Hans Fallada (1893-1947)

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 «Volvió la cabeza y me miró durante un largo tiempo. Noté lo asustada que estaba, la rapidez de su respiración, cómo intentaba tranquilizarse.
 -Erwin –dijo entonces con una voz atropellada-. ¡Erwin! ¡Qué aspecto tienes! ¿De dónde vienes en ese estado? ¿Dónde has estado tanto tiempo? ¡Ay, Erwin, Erwin, no sabes el miedo que he pasado por tu causa! ¡Que tengamos que vernos de nuevo de esta manera! ¡Erwin, piensa que en un tiempo nos queríamos! ¡No lo destruyas todo! Vuelve a mí.  Haré todo lo que esté en mis manos por ayudarte. Quiero ser muy paciente contigo, nunca más me pelearé contigo…
 Cada vez hablaba más atropelladamente, hizo una pausa sin aliento y me observó suplicante.
 Sin embargo a mí me movían unos sentimientos muy diferentes. Miraba a esa mujer arreglada, enrojecida por el sueño y en su camisón de seda azul con ira, con odio, con aversión, yo, que tenía una pinta como si me hubiera arrastrado por el fango, yo, que olía como una abubilla en época de cría. Creo que debió ser el aviso de nuestro amor de otro tiempo lo que me puso tan furioso. Sus palabras, en lugar de tranquilizarme, únicamente me habían hecho sentir la distancia que existía con el desde hacía tiempo sepultado pasado. Nos estábamos comparando, y allí estaba ella, que lo tenía todo, y aquí estaba yo, un candidato a la nada.
 Furioso me abalancé sobre Magda y casi me caí sobre una cuchara de servir de plata, miré a mi alrededor para verla, retrocedí un paso y la pisé. Magda gritó en voz baja. Yo, sin embargo, me volví a abalanzar sobre ella levantando los puños y grité:
 -¡Sí, eso es lo que quieres tú, que vuelva a ti! ¿y entonces qué? –Agitaba los puños cerca de su rostro-. Entonces me llevarás a la cama y procurarás que me duerma y en cuanto esté dormido avisarás a los médicos y dejarás que me lleven, para toda la vida, a un centro de rehabilitación para alcohólicos, y entonces te reirás de mí para tus adentros y te harás con mis propiedades, eso es lo que quieres. Sí, eso es lo que quieres.
 La observé fijamente, esta vez yo también sin aliento. Y Magda me volvió a mirar. Había empalidecido notablemente, pero yo podía ver que a pesar de mi conducta furiosa y amenazante no tenía miedo de mí. De repente mi estado de ánimo cambió; mi excitación se suavizó y frío y tranquilo le dije:
 -Quiero decirte lo que eres. Eres una carroña asquerosa, te digo esto a la cara.
 Ella no encogió los hombros y sólo me miraba.
 -Eres una traidora, traicionaste todo nuestro matrimonio en cuanto enviaste a los médicos detrás de mí. ¡Debería escupirte a la cara, lejos de mí, bruja!
 Me seguía mirando. Entonces dijo rápidamente:
 -Sí, envié a los médicos tras de ti, pero no para traicionarte, sino para salvarte, si es que aún es posible. Si aún quedara en ti alguna chispa de razón. Erwin, deberías comprenderlo. Deberías entender que no puedes seguir viviendo así un mes entero, quizá ni siquiera una semana…
 La interrumpí. Reí burlón.
 -¿Ni un mes más? ¿Ni una semana? Podré vivir así durante años, lo aguantaré todo, y justamente a pesar de de ti seguiré viviendo así, justamente a pesar de ti.
 Me incliné muy cerca de ella.
 -¿Quieres que te diga lo que haré la próxima vez que esté completamente borracho? Pues me pondré debajo de tu ventana y gritaré para que me oiga todo el mundo que eres una traidora, una carroña asquerosa, ávida de mi dinero, ávida de mis cuentas…
 -Sí –dijo ella enfadada-, me lo puedo creer muy bien que estás dispuesto a ello. Pero entonces no sólo te ingresarán en un sanatorio sino que irás a parar a la cárcel y no sé –dijo ahora también muy sarcástica- si eso te convendría.
 -¿Qué? –grité yo y mi rabia había alcanzado el cénit-, ¿ahora me quieres meter en la cárcel? ¡Espera un poco, no vuelvas a mencionar eso! Te voy a enseñar… -Y la agarré, estaba todo rojo. Quería cogerla del cuello, pero ella se resistió con fuerza. Era casi tan fuerte como yo y en mi estado actual quizá considerablemente más fuerte que yo. Forcejeamos, era una dulce sensación notar ese cuerpo en su momento tan querido y ahora enemigo tan cerca, ahora el pecho, los muslos, que se entrechocan. Un pensamiento me cruzó veloz la mente: ¡si ahora la besaras de repente, si le murmuraras palabras de amor en el oído! ¿Y si la engatusaras? Le murmuré en la oreja: “Mañana por la noche volveré y te mataré. Lo haré muy sigilosamente…”
 Magda gritó.
 -No, no, estoy bien, Else, ¡yo sola puedo con él! ¡Llame usted al doctor Mansfeld y a la policía, yo lo retendré aquí!
 Me di la vuelta de repente. Allí estaba Else, atraída por el ruido de nuestra lucha, se la veía preciosa, pero entonces desapareció en el vestíbulo en busca del teléfono. De un empellón me solté y exclamé:
 -¡No seré tuyo, por mucho tiempo, Magda!
 Le di un empujón, que le hizo caer de espaldad. A la carrera recogí la cubertería de plata que había dispersa por el suelo, también la cuchara de servir rota, y corrí hacia el vestíbulo. Lo metí todo en la maleta y me esforcé por cerrarla. Magda estaba de nuevo allí.
 -¡No te llevarás las cosas! ¡Mi cubertería de plata se queda aquí, no te la vas a pulir bebiendo!
 A un metro, Else estaba telefoneando con empeño. Oí la frase:
 -¡Quiere matar a su mujer!
 ¡Vaya por Dios con la chica!, pensé yo. Ambos nos peleábamos por la maleta. Entonces la dejé ir de repente y Magda volvió a caer al suelo. Le arranqué la maleta de la mano, le arreé una o dos veces y salí corriendo hacia el descansillo, agarré mis zapatos y salí en calcetines a la calle. Por un momento me tambaleé…
 -¡Deme usted la maleta, señor! –dijo la suave e insinuante voz de Polakowski-. Yo me adelantaré. ¡Rápido, que vienen las mujeres!
 De forma totalmente mecánica le entregué la maleta a Polakowski, él salió corriendo y yo tras él, adentrándome en la noche en calcetines…
[…]

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Resultado de imagen de hans fallada el bebedor Pertenecía a las incoherencias de nuestra administración que con este grupo de cincuenta y seis decrépitos, brutales y criminales hombres también compartieran su vida dos jovencitos, uno de diecisiete y otro de dieciocho años. Uno podía pensar que esta casa, en cuyas paredes repercutían continuamente obscenidades, improperios y peleas, cuya atmósfera estaba bañada de odio e infamia, no era el lugar más idóneo para educar a una juventud a la que aún le quedaba toda la vida por delante. Pero se encontraban entre nosotros y no de forma pasajera, sino por mucho tiempo, compartían nuestro dormitorio, nuestra mesa y nuestro trabajo. No dudo que compartían nuestra manera de pensar y de sentir y si algo les diferenciaba de nosotros los adultos era que su maldad era una cara de su fulgor, aunque más interesada y afinada que la nuestra. Ambos eran jóvenes y guapos; uno, de apellido Kolzer, se aparta completamente sobre lo que he contado del extravagante estilo de vida de Hans Hagen, quizá hable de él más adelante en otro contexto. El otro, de dieciocho años, de apellido Schmeidler, pertenecía al más estrecho círculo de Hans Hagen. También pertenecía a este estrecho círculo Liesmann, al que ya había mencionado antes, ese pendenciero sombrío y lacónico con un parche de cuero negro en el ojo derecho; además de un personaje alto, extraño, algo donquijotesco, de veintinueve años de edad, un medio polaco, de apellido Brachowiak. Ellos tres, y a diferencia de Hans Hagen, tenían en común que desde los seis años habían estado internados en instituciones públicas. Los habían internado en un orfanato y en centros de asistencia social, habían tenido que ir a la cárcel y habían aterrizado finalmente en esta casa. A pesar de que siempre se habían rebelado contra esta presión social y gruñían sobre ello, se sentían más que bien viviendo en este tipo de instituciones, su atmósfera envenenada suponía para ellos el aliento de la vida. Todos ellos habían sido puestos en libertad en repetidas ocasiones a modo de prueba y los tres no habían sabido salir airosos: tras cuatro, seis semanas ya habían vuelto a sus seguras casas, generalmente primero a la cárcel, pues fuera rechazaban todo trabajo y sólo querían vivir del robo.
 Con un asombro inaudito escuché primero que Liesmann, al que veía siempre en la radiante cercanía de Hagen, que era su amigo más íntimo, con el que lo compartía todo, era aquel con quien el rey Hagen se había peleado tan salvajemente, lo que le había supuesto ocho semanas de riguroso arresto. Pero tuve que creérmelo, pues lo oí en boca del mismo supervisor, que aparte de sus pequeñas peleas, Hagen ya se había pegado tres veces “con éxito” con Liesmann: en una ocasión le había dislocado la mandíbula, en otra ocasión le había perforado la mano y, en la última ocasión, le había malherido de tal forma el ojo que a raíz de ello Liesmann casi perdió la vista. Sí, debía creerlo, pues el mismo Hagen fue quien en una ocasión levantó el parche negro del ojo de Liesmann, me mostró el ojo fijo y oscuro y dijo:
 -Ahí es donde le he soltado una al muy majadero. ¿Ya puedes volver a ver un poco, majadero?
 Sonaba como si estuviera tiernamente preocupado.
 -Bueno, como si hubiera estado mirando demasiado rato el sol… -contestaba Liesmann pacífico.
 Sí, eran los mejores amigos, cuidaban el uno del otro. Liesmann se puso en marcha y consiguió tabaco, extorsionaba a los más débiles sin consideración, les pegaba y entonces ellos dos se repartían el botín. Cuidaban el uno del otro, y de repente se pegaban, no se pegaban un poco, sino que se peleaban a vida o muerte, convencidos de que “éste tiene que diñarla”, incitados por unos celos coléricos. Pues ahí estaba ese pequeño y guapo joven de dieciocho años, Schemeidler, ese chapero, que en general ambos compartían pacíficamente. […] El amor, una flor sobre un montón de basura, perturbaba esta casa; otros hombres se deslizaban lascivos alrededor de este círculo y no se atrevían a acercarse, ya que temían la violencia cruel de Liesmann y los golpes astutos de jiu-jitsu de Hagen. Aunque Schemeidler, el niño, la puta, tampoco descuidaba a estos lejanos y mudos admiradores, “los cocinaba”, les cogía lo que les quedaba de tabaco, a cambio de una sonrisa recibía pan, por agarrarlos rápida y tiernamente se quedaba con lo mejor del paquete de comida que acababa de llegar. […] ¿No he dicho ya que vivíamos en un infierno? No faltaba de nada en este infierno, tampoco el amor, ¡aunque también el amor estaba podrido, apestaba!»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix-Barral, 2012, en traducción de Christian Martí-Menzel, pp. 100-104 y 256-259. ISBN: 978-84-322-0969-7.]
  

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