viernes, 12 de marzo de 2021

La muerte de Virgilio.- Hermann Broch (1886-1951)


Fuego - El descenso  
 
   «así en la activa tristeza,
 así se le revela al hombre la belleza,
 se le revela cerrada en sí misma, en
 el símbolo y el equilibrio,
 flotando hechicera en el lado de enfrente
 del yo que contempla la belleza y del mundo colmado de ella,
 cada uno de ambos en su espacio, cada uno de ambos limitado a sí mismo,
 cada uno encerrado en sí mismo en su propio equilibrio y por eso mismo ambos
 en equilibrio recíproco, por eso mismo en un espacio común;
 así se le revela al hombre
 cómo está cerrada en sí la bella terrenalidad,
 cómo está cerrado en sí el espacio sustentado por el tiempo, petrificado en el tiempo, extendido
 flotante, mágicamente bello, que ya no se renueva en pregunta alguna, ni se ensancha ya en ningún
 conocimiento,
 constante totalidad del espacio irrenovable e inensanchable, sostenida por el equilibrio de la belleza   que actúa en él; y esta totalidad cerrada en sí del espacio se revela en cada una de
 sus partes,
 en cada uno de sus puntos, como si cada uno fuera su límite más interno,
 se revela en cada una de las figuras, en cada cosa, en cada obra del hombre,
 símbolo en cada una de su propia espacialidad,
 como su límite más interno, donde cada esencia se anula a sí misma,
 el símbolo que anula el espacio, la belleza que anula el espacio, anulando el espacio
 por la unidad, que establece entre el límite más interno y el más externo,
 por lo cerrado en sí mismo de lo infinitamente limitado,
 la infinidad limitada, la tristeza del hombre;
 así se le revela la belleza, como un acontecer del límite, y el límite, el exterior como el interior,
 ya el del más lejano horizonte, ya el de un solo punto, está tendido entre lo infinito y lo finito
 en lo más alejado, a pesar de ello siguiendo siempre en lo terreno, siguiendo siempre
 en el tiempo terrenal; sí, él limita al tiempo y realiza su duración,
 su perduración basada en sí misma al límite del espacio,
 pero no anula el tiempo,
 es mero símbolo, terreno símbolo de la anulación del tiempo,
 mero símbolo de la anulación de la muerte, nunca ella misma,
 límite de lo humano, que todavía no ha alcanzado más allá de sí mismo,
 y en esta dirección también límite de lo in-humano;
 se revela al hombre el acontecer de la belleza como lo que es, como lo que es la belleza,
 como lo infinito en lo finito,
 como la terrena apariencia de infinito
 y por eso juego,
 como el juego de lo infinito del hombre terreno en su terrenalidad,
 como el juego simbólico en el extremo limite terreno, belleza; el juego en sí,
 el juego que el hombre juega con su propio símbolo y así,
 simbolizando —lo único posible— escapar a la angustia de la soledad,
 el bello engaño de sí mismo repetido de nuevo y de nuevo,
 la fuga hacia la belleza, el juego de la fuga;
 aquí se le revela al hombre la rigidez del mundo embellecido,
 su incapacidad de cualquier crecimiento, la limitación de su perfección,
 que sólo en la repetición se torna imperecedera y
 por esa aparente perfección debe ser buscado siempre de nuevo,
 se le revela el juego del arte que sirve a la belleza,
 su desesperación, su desesperado intento
 de crear lo imperecedero a partir del ser perecedero,
 de palabras, de sonidos, de piedras, de colores,
 para que el espacio figurado
 sobreviva a las edades
 como hito cargado de belleza para las razas venideras, arte
 que crea espacio en cada imagen,
 lo inmortal en el espacio, no en el hombre,
 y por eso sin crecimiento,
 ligado a la perfección sólo repetitiva, estancada, que nunca se alcanza a sí misma, tanto más
 desesperada cuanto más perfecta se torna,
 encarcelada en el eterno retorno a su punto de partida en sí misma,
 y por eso dura,
 dura contra el dolor humano, porque ya no le importa como ser perecedero, ya no como palabra,
 piedra, sonido o color,
 empleada para la búsqueda de la belleza, para el descubrimiento de la belleza
 en constante repetición;
 y se desvela al hombre la belleza como crueldad,
 como la creciente crueldad del juego desenfrenado que
 en el símbolo promete el goce de lo infinito,
 goce de la terrena infinidad aparente,
 goce sibarita que desprecia el conocimiento
 de la aparente infinitud terrena
 y por eso puede infligir sin reparo dolor y muerte,
 porque ocurre en el reino de la belleza exento de límites,
 ya sólo alcanzable para la mirada, ya sólo alcanzable para el tiempo, pero no para la condición
 humana y la humana obligación;
 así se le desvela al hombre la belleza como ley sin conocimiento,
 la abyección de una belleza que se ha fijado a sí misma como ley,
 por su propia voluntad
 encerrada en sí misma, irrenovable, inensanchable, indesarrollable,
 el goce como ley de juego de la belleza
 ansioso de goce, voluptuoso, impúdico, inmutable
 el juego impregnado de belleza y de belleza impregnante, que
 perdido él mismo en belleza
 transcurre en el límite de la realidad y,
 pasando el tiempo pero sin suprimirlo,
 sirviéndose de la casualidad pero sin dominarla,
 sin fin repetible, sin fin continuable y sin embargo
Resultado de imagen de la muerte de virgilio destinado de antemano a acabarse,
 porque sólo lo humano es divino;
 y así se desvela al hombre la ebriedad de la belleza
 como el juego perdido de antemano, perdido
 a pesar de lo imperecedero del equilibrio en que ocurre,
 a pesar de la necesidad en la que debe ser siempre repetido,
 perdido, porque lo inevitable de la repetición es también al mismo tiempo
 lo inevitable de la pérdida,
 ambas inexorablemente unidas
 la ebriedad de la repetición y la del juego,
 ambas sometidas a la duración,
 ambas crepusculares,
 sin crecimiento ambas, pero sí en creciente crueldad, mientras que el verdadero crecimiento,
 el crecimiento del saber del hombre que conoce
 se desarrolla en el tiempo sin límites de duración y libre de repetición,
 desarrollando el tiempo en eternidad, de modo que
 ella, consumiendo toda duración, con creciente realidad
 arranca y traspasa frontera tras frontera, la más interna como la más externa,
 abandonando a sus espaldas símbolo tras símbolo y aunque así tal vez
 no se destruya el último simbolismo de la belleza,
 intacta la necesidad de su última proporción,
 queda desenmascarado, no menos necesariamente, lo terreno de su juego;
 desenmascarada la insuficiencia del símbolo terreno,
 se descubre la tristeza y la desesperación de la belleza,
 descubierta la ebriedad de la belleza en su despertar,
 privado del conocimiento y perdido en la falta de conocimiento el yo desembriagado,
 su pobreza...»

   [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2000, en versión de J.M. Ripalda sobre traducción de A. Gregori, pp. 54-57. ISBN: 84-206-4377-7.]
                                    

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: