Fuego - El descenso
«así en la activa tristeza,
así se le revela al hombre la belleza,
se le revela cerrada en sí misma, en
el símbolo y el equilibrio,
flotando hechicera en el lado de enfrente
del yo que contempla la belleza y del mundo
colmado de ella,
cada uno de ambos en su espacio, cada uno de
ambos limitado a sí mismo,
cada uno encerrado en sí mismo en su propio
equilibrio y por eso mismo ambos
en equilibrio recíproco, por eso mismo en un
espacio común;
así se le revela al hombre
cómo está cerrada en sí la bella terrenalidad,
cómo está cerrado en sí el espacio sustentado
por el tiempo, petrificado en el tiempo, extendido
flotante, mágicamente bello, que ya no se
renueva en pregunta alguna, ni se ensancha ya en ningún
conocimiento,
constante totalidad del espacio irrenovable e
inensanchable, sostenida por el equilibrio de la belleza que actúa en él; y
esta totalidad cerrada en sí del espacio se revela en cada una de
sus partes,
en cada uno de sus puntos, como si cada uno
fuera su límite más interno,
se revela en cada una de las figuras, en cada
cosa, en cada obra del hombre,
símbolo en cada una de su propia espacialidad,
como su límite más interno, donde cada esencia
se anula a sí misma,
el símbolo que anula el espacio, la belleza
que anula el espacio, anulando el espacio
por la unidad, que establece entre el límite
más interno y el más externo,
por lo cerrado en sí mismo de lo infinitamente
limitado,
la infinidad limitada, la tristeza del hombre;
así se le revela la belleza, como un acontecer
del límite, y el límite, el exterior como el interior,
ya el del más lejano horizonte, ya el de un
solo punto, está tendido entre lo infinito y lo finito
en lo más alejado, a pesar de ello siguiendo
siempre en lo terreno, siguiendo siempre
en el tiempo terrenal; sí, él limita al tiempo
y realiza su duración,
su perduración basada en sí misma al límite
del espacio,
pero no anula el tiempo,
es mero símbolo, terreno símbolo de la
anulación del tiempo,
mero símbolo de la anulación de la muerte,
nunca ella misma,
límite de lo humano, que todavía no ha
alcanzado más allá de sí mismo,
y en esta dirección también límite de lo
in-humano;
se revela al hombre el acontecer de la belleza
como lo que es, como lo que es la belleza,
como lo infinito en lo finito,
como la terrena apariencia de infinito
y por eso juego,
como el juego de lo infinito del hombre
terreno en su terrenalidad,
como el juego simbólico en el extremo limite
terreno, belleza; el juego en sí,
el juego que el hombre juega con su propio
símbolo y así,
simbolizando —lo único posible— escapar a la
angustia de la soledad,
el bello engaño de sí mismo repetido de nuevo
y de nuevo,
la fuga hacia la belleza, el juego de la fuga;
aquí se le revela al hombre la rigidez del
mundo embellecido,
su incapacidad de cualquier crecimiento, la
limitación de su perfección,
que sólo en la repetición se torna
imperecedera y
por esa aparente perfección debe ser buscado
siempre de nuevo,
se le revela el juego del arte que sirve a la
belleza,
su desesperación, su desesperado intento
de crear lo imperecedero a partir del ser
perecedero,
de palabras, de sonidos, de piedras, de
colores,
para que el espacio figurado
sobreviva a las edades
como hito cargado de belleza para las razas
venideras, arte
que crea espacio en cada imagen,
lo inmortal en el espacio, no en el hombre,
y por eso sin crecimiento,
ligado a la perfección sólo repetitiva,
estancada, que nunca se alcanza a sí misma, tanto más
desesperada cuanto más perfecta se torna,
encarcelada en el eterno retorno a su punto de
partida en sí misma,
y por eso dura,
dura contra el dolor humano, porque ya no le
importa como ser perecedero, ya no como palabra,
piedra, sonido o color,
empleada para la búsqueda de la belleza, para
el descubrimiento de la belleza
en constante repetición;
y se desvela al hombre la belleza como
crueldad,
como la creciente crueldad del juego
desenfrenado que
en el símbolo promete el goce de lo infinito,
goce de la terrena infinidad aparente,
goce sibarita que desprecia el conocimiento
de la aparente infinitud terrena
y por eso puede infligir sin reparo dolor y
muerte,
porque ocurre en el reino de la belleza exento
de límites,
ya sólo alcanzable para la mirada, ya sólo
alcanzable para el tiempo, pero no para la condición
humana y la humana obligación;
así se le desvela al hombre la belleza como
ley sin conocimiento,
la abyección de una belleza que se ha fijado a
sí misma como ley,
por su propia voluntad
encerrada en sí misma, irrenovable,
inensanchable, indesarrollable,
el goce como ley de juego de la belleza
ansioso de goce, voluptuoso, impúdico,
inmutable
el juego impregnado de belleza y de belleza
impregnante, que
perdido él mismo en belleza
transcurre en el límite de la realidad y,
pasando el tiempo pero sin suprimirlo,
sirviéndose de la casualidad pero sin
dominarla,
sin fin repetible, sin fin continuable y sin
embargo
porque sólo lo humano es divino;
y así se desvela al hombre la ebriedad de la
belleza
como el juego perdido de antemano, perdido
a pesar de lo imperecedero del equilibrio en
que ocurre,
a pesar de la necesidad en la que debe ser
siempre repetido,
perdido, porque lo inevitable de la repetición
es también al mismo tiempo
lo inevitable de la pérdida,
ambas inexorablemente unidas
la ebriedad de la repetición y la del juego,
ambas sometidas a la duración,
ambas crepusculares,
sin crecimiento ambas, pero sí en creciente
crueldad, mientras que el verdadero crecimiento,
el crecimiento del saber del hombre que conoce
se desarrolla en el tiempo sin límites de
duración y libre de repetición,
desarrollando el tiempo en eternidad, de modo
que
ella, consumiendo toda duración, con creciente
realidad
arranca y traspasa frontera tras frontera, la
más interna como la más externa,
abandonando a sus espaldas símbolo tras
símbolo y aunque así tal vez
no se destruya el último simbolismo de la belleza,
intacta la necesidad de su última proporción,
queda desenmascarado, no menos necesariamente,
lo terreno de su juego;
desenmascarada la insuficiencia del símbolo
terreno,
se descubre la tristeza y la desesperación de
la belleza,
descubierta la ebriedad de la belleza en su
despertar,
privado del conocimiento y perdido en la falta
de conocimiento el yo desembriagado,
su pobreza...»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2000, en versión de J.M. Ripalda sobre traducción de A. Gregori, pp. 54-57. ISBN: 84-206-4377-7.]
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