Capítulos 12-15: La gran perturbación
El problema de la ética (12, 1-2)
«V. 1-2. Os exhorto, hermanos, por las misericordias de Dios,
a que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios:
tal será vuestro culto auténtico. Os exhorto a que no os acomodéis a la figura actual
de este mundo, sino a su transformación futura, renovando
vuestro pensamiento para discernir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, agradable
y perfecto.
«Os exhorto)
hermanos». El problema de la ética, que aparece de nuevo (6,12-23; 8,12-13)
aquí con énfasis, ¿qué otra cosa puede significar sino la gran perturbación que
el pensar en Dios mismo supone para toda conducta humana, perturbación en la
que concluirá sin acuerdo toda conversación sobre Dios ya que sería una
conversación mantenida por personas carentes de discernimiento, que pierden de
vista (¿quién no entra en este grupo?) el asunto? El problema de la ética
significa recordar y subrayar de modo expreso que el objeto de tal conversación
no es algo objetual, transmundano o ultramundano, no una metafísica, un acervo
de vivencias psíquicas ni un trascendente abismo insondable, sino la conocida
vida del hombre en la naturaleza y en la cultura, es decir, esta vida en cuanto
que debe vivirla, y la vive de algún modo, minuto a minuto el que mantiene tal
conversación. El emerger del problema ético significa asegurar el carácter existencial acentuado con
frecuencia, de los conceptos empleados en el curso de esta conversación,
significa garantizar que nuestra fórmula «¡Dios mismo, sólo Dios!», repetida
hasta la saciedad, no designa una «cosa» divina, no un idealismo contrapuesto,
sino la insondable relación divina en la que nosotros nos encontramos como
hombres.
En el movido y
tenso ser, tener y actuar del hombre en el mundo nacen esos conceptos y
fórmulas divorciados de lo humano y del mundo. Y el peor modo de entender su
carácter abstracto sería «desligarlos» de su objeto y no referirlos de continuo
a las concreciones de nuestra vida cotidiana. Para comprender la Carta a los
romanos hay que recomendar encarecidamente la lectura de todo tipo de
literatura profana, en especial de los periódicos. Porque el
pensamiento, si es auténtico, es una reflexión sobre la vida y, por tanto y a
la par, sobre Dios. Mirando precisamente a la vida, el pensamiento ha de recorrer
caminos tan enredados, vagabundear por lejanías tan inauditas. Precisamente en
la caótica y caleidoscópica movilidad y tensión de sus líneas, y no de otro
modo, estará el pensamiento a la altura de la vida. Porque ésta en modo alguno es
sencilla, directa, unívoca. Sencilla, directa y clara es sólo la superficie
de los fenómenos concretos, pero nunca su profundidad, su conexión, la crisis
en la que se encuentra todo lo fenoménico, la realidad de la que ello da
testimonio. Precisamente en cuanto pensamiento dialéctico cumple, pu
es,
el pensamiento su cometido de preguntar acerca de la profundidad, conexión y
realidad de la vida, cumple su finalidad de fomentar la reflexión sobre el
sentido de la vida, de conferir a ésta un significado. Si sus caminos fueran más directos, menos quebrados,
más fácilmente divisables, entonces eso sería la señal más segura de que
dejan de lado a la vida, es decir, a la crisis en la que esta vida se
encuentra.
Doctrinario no es
el llamado pensamiento «complicado», sino el encomiado pensamiento «sencillo»,
que siempre cree saber lo que, en realidad, no sabe. Por eso, un
pensamiento auténtico nunca puede ser rectilíneo. Debe ser tan extraño a lo humano
y al mundo porque él mismo no significa una función biológica, sino la pregunta
cuya respuesta hace posibles todas las funciones biológicas. Porque como
pregunta acerca de esta respuesta él mismo no es acto, sino supuesto
previo. Pero del hecho de que de suyo no existe supuesto previo alguno,
sino sólo el supuesto previo del acto, se sigue aquella línea
discontinua del pensamiento auténtico que acarrea de continuo a éste el
reproche de intelectualismo. Pero aquí hay que tener en cuenta este reproche.
En realidad, esta
apología del pensamiento protege sólo al pensamiento puro, al
pensamiento de Dios mismo. Pero nosotros conocemos sólo actos de
pensamiento que, en cuanto tales, son también funciones biológicas, y sólo en
la medida en que participan invisiblemente de la pureza del supuesto previo
están protegidos contra la sospecha de que su complejidad no desearía ser más
que casualidad y capricho, protegidos contra el favoritismo de otros actos de
pensamiento «más sencillos». En cuanto que también Pablo en la Carta a los
romanos realiza ante todo un acto mental, y nosotros con él, no es
seguro en sí mismo que su dialéctica esté justificada como reflejo del
pensamiento divino. Nosotros no tenemos sin más la buena conciencia de
que nuestro pensamiento es un pensamiento de la vida, no podemos
rechazar como estéril y carente de sentido la necesidad de una «ética» especial
de la «dogmática» paulina, no tenemos más remedio que aceptar la gran perturbación
que provoca el problema de la ética.
En efecto, el problema
de la ética nos recuerda que no el acto mental como tal, sino su origen
invisible, su puro supuesto previo, está justificado en su alejamiento del
mundo por hacer justicia a la plenitud de lo concreto. El problema de la ética nos
recuerda la verdad de Dios, que en momento alguno es dada y evidente ni
siquiera en el acto mental más elevado. Paradójicamente, debe ser la pretensión
cotidiana que se difunde alrededor del acto mental la que nos diga que la conversación
sobre Dios tiene lugar no por la conversación, sino por Dios. En el mismo
sentido en que el pensar en Dios perturba todo ser, tener y obrar humano, el problema
de la ética debe perturbar esta conversación para recordarle su objeto, debe anularla
para darle su relación objetiva, debe matarla para vivificarla. En este
sentido, pues, «¡Os exhorto, hermanos!». Dejaos interrumpir los que compartís
pensamiento, peregrinaje y adoración; dejaos interrumpir en vuestro pensamiento
para que sea un pensamiento de Dios; dejaos interrumpir en vuestra
dialéctica para que siga siendo dialéctica; dejaos interrumpir en
vuestro conocimiento de Dios para que el conocimiento sea lo que significa: la
perturbación e interrupción grande y saludable que Dios prepara en Cristo al
hombre para llamarlo al hogar que es la paz de su reino.
«Por las
misericordias de Dios» os exhorto. Por tanto, no se abre aquí ningún otro
libro; ni siquiera se pasa a otra página. No se trata de recomendar aquí
«praxis» alguna junto a la teoría, sino que hay que constatar aquí que
precisamente la «teoría» de la que venimos es la teoría de la praxis. Hemos
hablado de las «misericordias de Dios», de la gracia, resurrección, perdón, espíritu,
elección, fe. En numerosas refracciones diversas nos hemos referido siempre a
la misma luz de la luz increada. El problema de la ética, la pregunta de ¿cómo
podemos vivir?, ¿qué debemos hacer?, y no un raro placer por cosas remotas o por
el pensamiento en sí, nos ha llevado a dirigir nuestra mirada de continuo a
aquel punto invisible, a aquella luz a la que nadie ha podido acceder. La
situación actual en su concretez (en la Roma del siglo 1 y en todos los lugares
de todos los tiempos) ha sido (1,18s) el punto de partida desde el que hemos entrado
en nuestro enrevesado camino mental. El mundo tal cual es y en el que
nosotros debemos querer y actuar nos ha dado pie para pensar qué es él,
pero también para reflexionar sobre cómo vivimos nosotros en él, qué debemos
hacer en él. Y ahora, como esencia del mundo, nos sale al encuentro una gran
pregunta no solucionada; y, como respuesta, Cristo, la misericordia de
Dios, nos sale al encuentro en esta pregunta.
Justo porque las
«misericordias de Dios» nos han salido al paso como la respuesta en esta pregunta
(¡grande, no resuelta!) tienen que convertirse para nosotros en la
«exhortación», pero (como esta respuesta en esta pregunta) deben
llevarnos a formular de modo tanto más radical la pregunta de la que
hemos arrancado. Las «misericordias de Dios», sin renunciar a su
ultramundanidad, pasan a ser el determinante último de la intramundanidad
contrapuesta a ellas. Estamos de nuevo ante el problema de la
intramundanidad de nuestro ser-ahí y ser-así. Nos hallamos de nuevo (y ahora
referidos de modo inevitable a ella) ante la pregunta acerca del vivir,
del querer y del actuar. Relación de Dios con el hombre, abolición de
lo intramundano del hombre, ataque radical a todo lo contrapuesto, segundo
y distinto es, como hemos visto una y otra vez, el sentido de su
ultramundanidad, el sentido de la libertad de Dios. Pero justo por su ultramundanidad,
ellas como «exhortación» se hacen intramundanas.
Por tanto, el lugar
desde el que esta «exhortación» se realiza, en modo alguno puede ser una de
aquellas atalayas desde las que maestros bienintencionados suelen moralizar,
profetas llamados y no llamados acostumbran a disparar sus miradas, mártires
imaginarios y verdaderos suelen lamentarse de la humanidad. Si se tratara de
una Iglesia, ese lugar sería en todos los casos la Iglesia de la solidaridad
última e inquebrantable con el llamado mundo craneal, la Iglesia que confía sólo
en Dios. Si hemos de centrarnos en la ética, no hay otra posibilidad
que la crítica de todo ethos, es decir, un mover de modo radical,
a ser posible en giro de 360°, la problemática de nuestra vida en cada uno de
sus puntos dados. Esto significa, ante todo, gran cautela en todas las
valoraciones y juicios positivos y negativos del querer y actuar posibles para
el hombre, no porque pudieran resultar demasiado radicales, sino demasiado poco
radicales.
Lo que resuena
monte abajo desde aquellas atalayas, desde las Iglesias triunfalistas, nunca
jamás es la gran perturbación que la humanidad necesita. Lo que resuena es
ultramundanidad intramundana, sonido humano, demasiado humano, por más
que se las dé de trascendente. El que no esté en grado de decir algo «contra»
otros sin acabar al mismo tiempo consigo mismo, que calle en la comunidad. En
la problemática ética, es mejor pecar de menos que de más, es mejor quedarse
corto que pasarse con las palabras. Aquí, la única palabra decisiva es la que
señala que esta problemática existe (¡en todo y para todos!). La
palabra decisiva debe ser la palabra radical, y sólo es radical la palabra
que (”teórica” en apariencia y “práctica” en realidad) se salta todos los
(supuestos) eslabones intermedios y remite directamente a la misericordia de
Dios como fundamento único y suficiente y como meta de la problemática de nuestra
vida, la palabra que en su radicalismo es la palabra del compadecerse,
la palabra que entiende, la palabra que comprende al individuo, al
prójimo, al concreto en su ser-ahí y ser-así, percibiendo precisamente ahí lo
universal, lo existencial, lo nunca concreto, lo esencial.
"Exhortación" no es sólo invitación.»
[El texto pertenece a la edición en español de Biblioteca de Autores Cristianos, 2002, en traducción de Abelardo Martínez de la Pera, pp. 499-503. ISBN: 84-7914-348-7.]
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