martes, 2 de marzo de 2021

Carta a los Romanos.- Karl Barth (1886-1968)

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Capítulos 12-15: La gran perturbación
El problema de la ética (12, 1-2)

 «V. 1-2. Os exhorto, hermanos, por las misericordias de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto auténtico. Os exhorto a que no os acomodéis a la figura actual de este mundo, sino a su transformación futura, renovando vuestro pensamiento para discernir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, agradable y perfecto.

 «Os exhorto) hermanos». El problema de la ética, que aparece de nuevo (6,12-23; 8,12-13) aquí con énfasis, ¿qué otra cosa puede significar sino la gran perturbación que el pensar en Dios mismo supone para toda conducta humana, perturbación en la que concluirá sin acuerdo toda conversación sobre Dios ya que sería una conversación mantenida por personas carentes de discernimiento, que pierden de vista (¿quién no entra en este grupo?) el asunto? El problema de la ética significa recordar y subrayar de modo expreso que el objeto de tal conversación no es algo objetual, transmundano o ultramundano, no una metafísica, un acervo de vivencias psíquicas ni un trascendente abismo insondable, sino la conocida vida del hombre en la naturaleza y en la cultura, es decir, esta vida en cuanto que debe vivirla, y la vive de algún modo, minuto a minuto el que mantiene tal conversación. El emerger del problema ético significa asegurar el carácter existencial acentuado con frecuencia, de los conceptos empleados en el curso de esta conversación, significa garantizar que nuestra fórmula «¡Dios mismo, sólo Dios!», repetida hasta la saciedad, no designa una «cosa» divina, no un idealismo contrapuesto, sino la insondable relación divina en la que nosotros nos encontramos como hombres.
 En el movido y tenso ser, tener y actuar del hombre en el mundo nacen esos conceptos y fórmulas divorciados de lo humano y del mundo. Y el peor modo de entender su carácter abstracto sería «desligarlos» de su objeto y no referirlos de continuo a las concreciones de nuestra vida cotidiana. Para comprender la Carta a los romanos hay que recomendar encarecidamente la lectura de todo tipo de literatura profana, en especial de los periódicos. Porque el pensamiento, si es auténtico, es una reflexión sobre la vida y, por tanto y a la par, sobre Dios. Mirando precisamente a la vida, el pensamiento ha de recorrer caminos tan enredados, vagabundear por lejanías tan inauditas. Precisamente en la caótica y caleidoscópica movilidad y tensión de sus líneas, y no de otro modo, estará el pensamiento a la altura de la vida. Porque ésta en modo alguno es sencilla, directa, unívoca. Sencilla, directa y clara es sólo la superficie de los fenómenos concretos, pero nunca su profundidad, su conexión, la crisis en la que se encuentra todo lo fenoménico, la realidad de la que ello da testimonio. Precisamente en cuanto pensamiento dialéctico cumple, pu
es, el pensamiento su cometido de preguntar acerca de la profundidad, conexión y realidad de la vida, cumple su finalidad de fomentar la reflexión sobre el sentido de la vida, de conferir a ésta un significado.  Si sus caminos fueran más directos, menos quebrados, más fácilmente divisables, entonces eso sería la señal más segura de que dejan de lado a la vida, es decir, a la crisis en la que esta vida se encuentra.
 Doctrinario no es el llamado pensamiento «complicado», sino el encomiado pensamiento «sencillo», que siempre cree saber lo que, en realidad, no sabe. Por eso, un pensamiento auténtico nunca puede ser rectilíneo. Debe ser tan extraño a lo humano y al mundo porque él mismo no significa una función biológica, sino la pregunta cuya respuesta hace posibles todas las funciones biológicas. Porque como pregunta acerca de esta respuesta él mismo no es acto, sino supuesto previo. Pero del hecho de que de suyo no existe supuesto previo alguno, sino sólo el supuesto previo del acto, se sigue aquella línea discontinua del pensamiento auténtico que acarrea de continuo a éste el reproche de intelectualismo. Pero aquí hay que tener en cuenta este reproche.
 En realidad, esta apología del pensamiento protege sólo al pensamiento puro, al pensamiento de Dios mismo. Pero nosotros conocemos sólo actos de pensamiento que, en cuanto tales, son también funciones biológicas, y sólo en la medida en que participan invisiblemente de la pureza del supuesto previo están protegidos contra la sospecha de que su complejidad no desearía ser más que casualidad y capricho, protegidos contra el favoritismo de otros actos de pensamiento «más sencillos». En cuanto que también Pablo en la Carta a los romanos realiza ante todo un acto mental, y nosotros con él, no es seguro en sí mismo que su dialéctica esté justificada como reflejo del pensamiento divino. Nosotros no tenemos sin más la buena conciencia de que nuestro pensamiento es un pensamiento de la vida, no podemos rechazar como estéril y carente de sentido la necesidad de una «ética» especial de la «dogmática» paulina, no tenemos más remedio que aceptar la gran perturbación que provoca el problema de la ética.
 En efecto, el problema de la ética nos recuerda que no el acto mental como tal, sino su origen invisible, su puro supuesto previo, está justificado en su alejamiento del mundo por hacer justicia a la plenitud de lo concreto. El problema de la ética nos recuerda la verdad de Dios, que en momento alguno es dada y evidente ni siquiera en el acto mental más elevado. Paradójicamente, debe ser la pretensión cotidiana que se difunde alrededor del acto mental la que nos diga que la conversación sobre Dios tiene lugar no por la conversación, sino por Dios. En el mismo sentido en que el pensar en Dios perturba todo ser, tener y obrar humano, el problema de la ética debe perturbar esta conversación para recordarle su objeto, debe anularla para darle su relación objetiva, debe matarla para vivificarla. En este sentido, pues, «¡Os exhorto, hermanos!». Dejaos interrumpir los que compartís pensamiento, peregrinaje y adoración; dejaos interrumpir en vuestro pensamiento para que sea un pensamiento de Dios; dejaos interrumpir en vuestra dialéctica para que siga siendo dialéctica; dejaos interrumpir en vuestro conocimiento de Dios para que el conocimiento sea lo que significa: la perturbación e interrupción grande y saludable que Dios prepara en Cristo al hombre para llamarlo al hogar que es la paz de su reino.
 «Por las misericordias de Dios» os exhorto. Por tanto, no se abre aquí ningún otro libro; ni siquiera se pasa a otra página. No se trata de recomendar aquí «praxis» alguna junto a la teoría, sino que hay que constatar aquí que precisamente la «teoría» de la que venimos es la teoría de la praxis. Hemos hablado de las «misericordias de Dios», de la gracia, resurrección, perdón, espíritu, elección, fe. En numerosas refracciones diversas nos hemos referido siempre a la misma luz de la luz increada. El problema de la ética, la pregunta de ¿cómo podemos vivir?, ¿qué debemos hacer?, y no un raro placer por cosas remotas o por el pensamiento en sí, nos ha llevado a dirigir nuestra mirada de continuo a aquel punto invisible, a aquella luz a la que nadie ha podido acceder. La situación actual en su concretez (en la Roma del siglo 1 y en todos los lugares de todos los tiempos) ha sido (1,18s) el punto de partida desde el que hemos entrado en nuestro enrevesado camino mental. El mundo tal cual es y en el que nosotros debemos querer y actuar nos ha dado pie para pensar qué es él, pero también para reflexionar sobre cómo vivimos nosotros en él, qué debemos hacer en él. Y ahora, como esencia del mundo, nos sale al encuentro una gran pregunta no solucionada; y, como respuesta, Cristo, la misericordia de Dios, nos sale al encuentro en esta pregunta.
Resultado de imagen de carta a los romanos  Justo porque las «misericordias de Dios» nos han salido al paso como la respuesta en esta pregunta (¡grande, no resuelta!) tienen que convertirse para nosotros en la «exhortación», pero (como esta respuesta en esta pregunta) deben llevarnos a formular de modo tanto más radical la pregunta de la que hemos arrancado. Las «misericordias de Dios», sin renunciar a su ultramundanidad, pasan a ser el determinante último de la intramundanidad contrapuesta a ellas. Estamos de nuevo ante el problema de la intramundanidad de nuestro ser-ahí y ser-así.  Nos hallamos de nuevo (y ahora referidos de modo inevitable a ella) ante la pregunta acerca del vivir, del querer y del actuar. Relación de Dios con el hombre, abolición de lo intramundano del hombre, ataque radical a todo lo contrapuesto, segundo y distinto es, como hemos visto una y otra vez, el sentido de su ultramundanidad, el sentido de la libertad de Dios. Pero justo por su ultramundanidad, ellas como «exhortación» se hacen intramundanas.
 Por tanto, el lugar desde el que esta «exhortación» se realiza, en modo alguno puede ser una de aquellas atalayas desde las que maestros bienintencionados suelen moralizar, profetas llamados y no llamados acostumbran a disparar sus miradas, mártires imaginarios y verdaderos suelen lamentarse de la humanidad. Si se tratara de una Iglesia, ese lugar sería en todos los casos la Iglesia de la solidaridad última e inquebrantable con el llamado mundo craneal, la Iglesia que confía sólo en Dios. Si hemos de centrarnos en la ética, no hay otra posibilidad que la crítica de todo ethos, es decir, un mover de modo radical, a ser posible en giro de 360°, la problemática de nuestra vida en cada uno de sus puntos dados. Esto significa, ante todo, gran cautela en todas las valoraciones y juicios positivos y negativos del querer y actuar posibles para el hombre, no porque pudieran resultar demasiado radicales, sino demasiado poco radicales.
 Lo que resuena monte abajo desde aquellas atalayas, desde las Iglesias triunfalistas, nunca jamás es la gran perturbación que la humanidad necesita. Lo que resuena es ultramundanidad intramundana, sonido humano, demasiado humano, por más que se las dé de trascendente. El que no esté en grado de decir algo «contra» otros sin acabar al mismo tiempo consigo mismo, que calle en la comunidad. En la problemática ética, es mejor pecar de menos que de más, es mejor quedarse corto que pasarse con las palabras. Aquí, la única palabra decisiva es la que señala que esta problemática existe (¡en todo y para todos!). La palabra decisiva debe ser la palabra radical, y sólo es radical la palabra que (”teórica” en apariencia y “práctica” en realidad) se salta todos los (supuestos) eslabones intermedios y remite directamente a la misericordia de Dios como fundamento único y suficiente y como meta de la problemática de nuestra vida, la palabra que en su radicalismo es la palabra del compadecerse, la palabra que entiende, la palabra que comprende al individuo, al prójimo, al concreto en su ser-ahí y ser-así, percibiendo precisamente ahí lo universal, lo existencial, lo nunca concreto, lo esencial.
 "Exhortación" no es sólo invitación.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Biblioteca de Autores Cristianos, 2002, en traducción de Abelardo Martínez de la Pera, pp. 499-503. ISBN: 84-7914-348-7.]
 

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