23
«A mi regreso a Cafarnaúm, uno de los ancianos
de la sinagoga (su nombre era Jairo) se me acercó y cayó de rodillas ante mí.
Hasta ese momento, los fariseos no me habían ofrecido nada más que un lugar
donde predicar (y a regañadientes). Pero ahí estaba Jairo, suplicándome: “Mi
hija está a punto de morir. Te lo ruego, ven y cúrala para que pueda vivir”.
Para entonces ya sabía lo cerca que está la fe
de la incredulidad. Ambas se introducen subrepticiamente, como ladrones, en el
corazón. En aquel instante lo comprendí: los jefes de la sinagoga podían
desaprobarme, pero eso no significaba que no hubiera penetrado en sus
corazones. Fortalecido por aquel encuentro, acompañé a Jairo a su casa. Un gran
gentío nos seguía. Mientras recorríamos las calles, noté que alguien me había
hecho algo malo. De pronto, toda virtud curativa me abandonó. Me volví y dije:
“¿Quién ha tocado mis ropas?”
Un desconocido dijo: “Mira qué multitud, ¿cómo
puedes preguntar ‘¿quién me ha tocado?’” Pero entonces, una mujer profirió un
grito y se postró ante nosotros. “Hace doce años que padezco un flujo de
sangre”, dijo. “Todo lo que tenía lo he gastado en médicos y sólo he empeorado.
Había oído hablar de ti y he tocado tu vestido. Pensaba: ‘Él me sanará’. Y lo
has hecho. He dejado de sangrar”.
En sus ojos vi que decía la verdad. Así que me
mostré amable. Le dije: “Hija, ve en paz, y mañana estarás completamente
curada”. Sin embargo, en cuanto se hubo marchado se acercó a Jairo uno de sus
criados y le dijo: “Tu hija ya no vive”.
¿Acaso aquella mujer enferma se había llevado
toda la virtud de que yo había hecho acopio para salvar a la niña?
Pero en aquel instante mi Padre vino a mí y,
al sentir Su fuerza, me volví hacia aquel anciano de la sinagoga y le dije:
“Jairo, no temas; solamente ten fe”. Mi esperanza era que su hija no estuviera
muerta, sino descansando en esa larga sombra de sueño que se halla próxima a la
muerte. Pues entonces tal vez pudiera salvarla. No sabía si tenía el poder de
volver a la vida a los que estaban muertos de verdad.
Recité para mí las palabras del profeta
Isaías: “Despierta y canta, tú que moras en el polvo”.
En casa de Jairo había un gran alboroto.
Muchos lloraban y gemían. Entré y dije: “La niña no ha muerto, está dormida”.
Lo dije para serenar el ambiente. Los muertos
se resucitan mejor en silencio; el tumulto sólo los empuja al más allá. De modo
que pedí a las plañideras que salieran de la casa, y fui con Jairo y su mujer
donde yacía la niña. La cogí de la mano y recité unas palabras del Libro
Segundo de los Reyes: “Cuando Eliseo llegó a la casa, el niño estaba muerto, y
él oró al Señor. Subió luego y se acostó sobre el niño, y puso su boca sobre la
boca de él, sus ojos sobre los ojos, sus manos sobre las manos, y cubrió con su
cuerpo el cuerpo del niño y la carne del niño entró en calor y el niño bostezó
siete veces y abrió sus ojos”.
“Y una vez dicho esto”, les dije al padre y a
la madre, “no hay que hacer nada más”. Pues sabía que si yacía sobre la niña y
ésta no se movía, el daño sería incalculable. Con el poder del Señor en mi
mano, simplemente, la toqué y dije: “Muchacha, a ti te lo digo, levántate”. Y
al punto se levantó y caminó. Sus padres estaban atónitos, pero les dije que le
dieran de comer y que lo hicieran con todo el amor de que fueran capaces. Lo dije
porque la niña, medio despierta, parecía muy desgraciada por haber vuelto entre
los vivos. No sabía si había muerto de verdad y había resucitado. Pero
comprendí que las relaciones entre marido y mujer eran de gran infelicidad, y
que eso había arrojado un velo de tristeza sobre la niña. Vi que habitaba una
casa de sentimientos impuros. El aire no era dulce en aquellas habitaciones y
sólo se percibían esas pútridas miserias que se alimentan de sí mismas. Antes
de irme, les dije a Jairo y a su mujer que ayunaran, que rezaran y que cada
mañana pusieran una flor en un pequeño jarrón junto a la cama de la niña.
Fue muy simple decirle a la muchacha que se
levantara, pero sentía un gran peso sobre mí. La mujer que me había tocado el
vestido me había dejado casi sin fuerzas, y las pocas que me quedaban las había
gastado resucitando a aquella niña que apenas deseaba vivir. ¿Me había excedido
haciendo uso de los poderes del Señor? ¿Sería más prudente ahorra Sus esfuerzos
para otros asuntos? Sentí el deseo de regresar a Nazaret y comprendí que quería
disculparme con mi madre por aquella hora en que herí su amor.
24
De
modo que regresé a mi tierra y mis discípulos me siguieron, y pasé dos días en
Nazaret con María. Pero no sé si conseguí que me perdonara del todo. ¿Cómo iba
a hacerlo, después de haber dicho: “¿Quién es mi madre?”
El sábado me puse a predicar en la sinagoga,
pero no tardé en oír expresiones de descontento. La gente comenzó a decir:
“¿Qué sabiduría es ésta?” Y cuando les hablé de mis obras, del leproso y de la
tormenta, sentí que había perdido la modestia (una pérdida que era como si
tuviera un espíritu inmundo en mi interior). Y, además, no me creyeron. Fue
como si las noticias hubiesen llegado a todas partes menos a Nazaret. Les oía
decir: “¿No es ése el carpintero, el hijo de María?” Y me pregunté si ser
herido en el orgullo duele más que verse en el trance de tener que honrar a un
hombre que hasta entonces no había sido más que un don nadie. Me apenó que no
me dieran amor. “Ningún profeta es honrado en su patria, ni entre sus
parientes, ni en su casa”, dije. “Y tampoco puede un médico curar a nadie que
lo conozca. Por descontado, un médico no es mejor que su paciente”. Y, ciertamente,
en Nazaret no pude hacer ningún milagro.
Sin embargo, al sábado siguiente me desperté
de nuevo con la fuerza de mi Padre y fui capaz de curar a una mujer que llevaba
dieciocho años padeciendo una enfermedad. Y aun así, antes de que cayera la
tarde fui reprendido por otro jefe de aquel pequeño templo por curar en sábado.
Era un hombre rico, muy satisfecho de sí mismo, y dijo: “Hay seis días en los
que el hombre ha de trabajar y en esos seis días se le puede curar, pero no en
sábado”.
A lo que respondí: “El sábado sacáis los
bueyes del pesebre para llevarlos a abrevar. Y, sin embargo, no permitís que
esta mujer se libere de sus ligaduras el día en que celebramos las obras del
Señor”.
Pero él no rehuyó la discusión. Replicó:
“Algunos no soltamos nuestros bueyes en sábado. La fe es un sendero estrecho”.
Esto me irritó. Debería haberle dicho: “¡Hipócrita! Llevas a abrevar tus bueyes
en sábado. No quieres que pasen sed y pierdan valor”. Pero fui prudente y dije:
“Estrecho es el camino que lleva a la vida, y ancho el camino hacia la
destrucción”.
Asintió, como si fuera él quien más se hubiera
acercado al meollo de la cuestión: “El ancho camino de la fe sencilla carece de
peligros”, dijo, “cuando hace buen tiempo. Pero cuando llueve o es de noche,
ese ancho camino se convierte en un lodazal intransitable. Busca, Jesús, el
estrecho sendero que asciende entre las rocas. No cures en sábado. Ése es el
ancho camino”.
Dicho esto, me puso una mano en el hombro con
gesto paternal, como si yo perteneciera a una fe inferior. En el tacto de sus
dedos había esa seguridad en sí mismo propia de los ricos. Su mano le decía a
mi carne: “Respeta mis palabras. Estoy muy por encima de ti”.
Me había avergonzado. Mis poderes me
abandonaron. Una vez más, y en mi propia sinagoga, estaba sin fuerzas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Anagrama, 1998, en traducción de Damián Alou, pp. 88-92. ISBN: 84-339-0877-4.]
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