India Británica
Las historias del
escribano del criado del señor
30.-Señor del mundo
entero
«Dos velos separaban a los gobernantes de los
naturales del país. El velo de la propia ignorancia y el velo de la
desconfianza tras el que se escondían los nativos. El general sabía que esos
velos no se podrían arrancar, pero había tomado la firme decisión de intentar
vislumbrar algo a través de ellos. Como todos los administradores del imperio,
se pasaba los días sentado a su escritorio, cabalgaba con escolta y sólo se le
mostraba lo que los emires nativos y sus propios subordinados pensaban que
sería de su agrado. Le desazonaba lo poco que sabía del país y de sus gentes.
Sus ayudantes estudiaban innumerables papeles con la aplicación de búhos, pero
jamás habían participado aún en una fiesta de circuncisión, una boda o un
entierro. Tener conocimientos de persa, urdu o sindhi era la excepción. La
situación no mejoró con el correr de los años. Los más jóvenes de sus
funcionarios y oficiales se aislaron más de los nativos. Daban importancia al
aspecto cuidado, británico a ultranza, y en consecuencia se encerraban en el
vacío de sus propias habitaciones. Aprovechaban su derecho a ir con regularidad
de vacaciones a la patria y regresaban con sus esposas. Había aumentado el
sentido de la moralidad, entendiendo por ello sobre todo la defensa de lo
propio contra lo foráneo. Ese código moral, por valioso que pudiera ser en la
patria, ofuscaba a los oficiales y funcionarios que estaban a sus órdenes.
Ellos eran los ciegos tentáculos del monstruo que desde una pequeña calle de
Londres gobernaba medio mundo. Sólo nuestro conocimiento del enemigo nos hace
fuertes, decía el general. Debemos profundizar en nuestros conocimientos. Esa
sed de saber es lo que nos diferencia de los nativos. ¿Quién ha oído alguna vez
que uno de ellos haya intentado conocernos? Si algún día llegan a estudiar
nuestras debilidades y nuestros temores, nos encontrarán vulnerables, se
convertirán en adversarios aquellos a los que deberíamos tratar con el debido respeto.
Sus advertencias, sin embargo, no surtían efecto. Todos lo consideraban un
anciano grotesco, agresivo. Nadie habría afirmado que el general era un
gobernante satisfecho. En ocasiones le sobrevenían ataques de ira y provocaba a
sus hombres con las verdades más amargas. ¿Para qué sirve nuestra
administración en la India Británica? ¿Para la conquista? ¿Para el bienestar de
las masas? ¿Para la justicia? Seguro que no. Seamos sinceros. Para lo único que
sirve es para facilitar el latrocinio y el saqueo. Sus subordinados habían
aprendido a hurtar la mirada y a observarle con expresión hierática. Muertes y
más muertes sólo para que nuestro comercio obtenga ventajas decisivas frente a
sus competidores. Sufrimientos y más sufrimientos únicamente para cimentar la
hegemonía de los imbéciles. “Servimos en una galaxia de asnos”. El general daba
coces en vano contra el aguijón. Cuanto más francamente decía la verdad, más
loco lo creían sus subordinados. Eso sólo podía permitírselo el general en
jefe. Ellos lo recordaban: el general va camino del retiro. El futuro somos
nosotros.
De pocos hombres se fiaba, por ejemplo de ese
Burton, que informaba con seriedad de las maquinaciones de los nativos. La
gustaba conversar con él. Su visión de las cosas era tan fresca como si acabara
de concluir la Creación. Ese joven, sin embargo, tenía una debilidad, una
debilidad funesta. No se conformaba con observar aquel país extranjero. Quería
participar en él. Había sucumbido al país hasta el punto de que deseaba
preservar la atrasada situación en que se encontraba. Sus posturas eran
diametralmente opuestas. El general se sentía impelido a transformar, a mejorar
el país extranjero. El tal Burton, por el contrario, quería abandonarlo a su
suerte, porque su mejora acarrearía su extinción. Al general eso le resultaba
incomprensible, máxime teniendo en cuenta que ese joven soldado no dudaba ni
por asomo de que la civilización británica era superior a las costumbres
indígenas. ¿Acaso no debía imponerse lo superior? ¿No era ése el desarrollo
natural de la historia? El punto fuerte del oficial no era el pensamiento
lógico. Como a cualquier otro, la omnipresente estupidez, pereza y barbarie lo
sacaban de quicio. Podía juzgar con vehemente censura. Por ejemplo, la tesis en
la que se había empecinado hacía poco. Envidia, odio y maldad eran las semillas
que el nativo esparcía por doquier. No por un sentimiento diabólico, sino
porque poseía el instinto apropiado para ello, alimentado por su taimada
debilidad. El colmo de los colmos. Pero el autor de tales veredictos deseaba
atenerse, a pesar de todo, a las reglas nativas. A veces albergaba la sospecha
de que en su presencia simulaba esa infausta indignación para precaverse del
reproche de que era demasiado blando con los nativos. Burton era un enigma. Casi siempre defendía una opinión que
no se esperaba de él. No había que ahorcar a los asesinos, había sostenido en
su última conversación. Había que atarlos a la boca de un cañón y luego
dispararlo. Brutal, lo reconozco. Pero yo opino que nuestra compasión debe
encaminarse por las experimentadas sendas del realismo. No podemos perder de
vista la intimidación. Se prohíbe el enterramiento del asesino descuartizado,
sin el que ningún musulmán puede alcanzar el paraíso. Deberíamos quemar el
cadáver de los ahorcados por los mismos motivos. Idéntica justicia para todos,
eso aquí no funciona. Nuestro derecho penal ha perdido eficiencia durante el
largo transporte. Fíjese, encerrar a alguien puede ser eficaz en Manchester, en
Sindh es casi contraproducente. El común de los hombres de estas latitudes
considera que pasar unos meses en nuestras prisiones es un descanso. Comer,
beber, dormir y fumar la pipa en paz. En lugar de eso deberíamos azotar a los
delincuentes más pobres y exigir el pago a los más ricos. Eso impresionará. No,
consecuente, lo que se dice consecuente, no era ese oficial encargado de
informar en persona al general.
[…]
32.-El poder del poeta
Informe al general Napier
Personal
Me ha encargado usted recopilar datos que nos
permitan vislumbrar la opinión de los nativos. He pasado muchas horas en
compañía de sindhis, beluchistanos y panjabis de toda suerte y condición, en
los mercados, en las tabernas y en la corte provisional del Aga Khan. He
prestado mi atento oído a toda voz, evitando juzgar el sentido de lo
manifestado. Parto del hecho de que veo el mundo con análogos prejuicios que
aquellos que expresaban su opinión ante mí. No he disimulado, pues estoy
persuadido de que los orientales perciben la artificialidad. Tampoco he
rebatido las opiniones, ni las he estimulado.
Me he conformado con el papel de oyente, y he de constatar sin falsa
modestia que he gozado de unas simpatías como pocas veces en mi vida. Mi tarea
más difícil consiste ahora en resumir de manera escueta lo que se dijo en innumerables
conversaciones enrevesadas, confusas, presuntuosas y afectadas. Las
generalizaciones son raseros implacables que debemos evitar como el demonio al
agua bendita, pero no he podido renunciar totalmente a ellas para cumplir su
encargo y que los informes recopilados sean de la mayor utilidad posible. Vaya
al grano de una vez, le oigo decir, y me apresuro a satisfacer también este
deseo.
Los nativos nos ven muy distintos a como nos
vemos nosotros. Esto suena banal, pero deberíamos tener siempre presente esta
obviedad al relacionarnos con ellos. No nos consideran valientes, inteligentes,
generosos, civilizados, sino unos simples canallas. No olvidan ni una sola de
nuestras promesas incumplidas. No se les escapa ni uno solo de los funcionarios
dispuestos a dejarse sobornar, que imponen nuestra justicia. Juzgan nuestros
modales chabacanos y, como es natural, somos peligrosos infieles. Muchos
nativos añoran el día de la venganza, una noche oriental de los cuchillos
largos, me atrevería a decir, y esperan con impaciencia el día de expulsar al
apestoso intruso. Han calado nuestra hipocresía, dicho con más exactitud, las
contradicciones de nuestra conducta se suman, a sus ojos, para conformar una
hipocresía universal. Cuando los angrezi manifiestan una piedad fuera de lo
común, cuando nos regalan los oídos con cuentos del sol naciente del
cristianismo, cuando reafirman el progreso de la civilización y las infinitas
ventajas con las que seríamos agasajados nosotros, los bárbaros, ya sabemos que
los angrezi preparan otro robo. Cuando empiezan a hablar de valores, nos
ponemos a la defensiva. Podríamos insultar a este hombre llamándolo cínico,
pero sin duda es un cínico inteligente, de enorme prestigio. Como un ejemplo
vale más que mil palabras, desearía informar sobre otro suceso. Hace unos meses
fue apresado en una remota región del país, al oeste de Karchat, un
beluchistano, un jefe tribal, acusado de haber asaltado nuestras líneas de
avituallamiento. Ese beluchistano era conocido como un taimado y experimentado
duelista, por lo que al oficial que había practicado la detención se le ocurrió la idea de retarle a un duelo. Debía de imaginarse que su victoria demostraría
nuestra superioridad militar. El cabecilla fue sentado sobre un caballo viejo y
cansado, el oficial saltó a su corcel de guerra. Se lanzó con mucha bravura y
como un torbellino al primer ataque, al que siguieron unas cuantas cargas más,
pero tan pronto acometía, por muchos golpes que asestase, el beluchistano los
paraba con la espada y el escudo. La frustración de ese oficial que tenía en
mucho su arte en la esgrima iba en aumento. Los incomprensibles gritos de los
nativos, que resonaban en sus oídos como una burla, le decían que no podría
ganar el combate hombre a hombre y perdería su considerable prestigio entre sus
compañeros. Atacó por última vez, con la pistola desenfundada, y en lugar de
asestar un golpe mató al beluchistano de un tiro a quemarropa. Esa historia se
cuenta por todos los rincones del país, prolifera, produce flores venenosas que
aumentan hasta lo demoníaco la injusticia cometida. Circulan numerosas
versiones, pero todas tienen en común el
esqueleto que he trazado a grandes rasgos. Para los nativos, más que la
conducta de ese oficial pesa la injusticia de que no tuvo que responder de su falta
ante un consejo de guerra ordinario. Al contrario, fue ascendido y hoy ocupa un
cargo prominente.»
[El texto pertenece a la edición en español de Tusquets
Editores, 2008, en traducción de Rosa Pilar Blanco, pp. 104-109. ISBN:
978-84-8383-058-1.]
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