miércoles, 17 de marzo de 2021

El coleccionista de mundos.- Ilija Trojanow (1965)


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India Británica

Las historias del escribano del criado del señor
30.-Señor del mundo entero

  «Dos velos separaban a los gobernantes de los naturales del país. El velo de la propia ignorancia y el velo de la desconfianza tras el que se escondían los nativos. El general sabía que esos velos no se podrían arrancar, pero había tomado la firme decisión de intentar vislumbrar algo a través de ellos. Como todos los administradores del imperio, se pasaba los días sentado a su escritorio, cabalgaba con escolta y sólo se le mostraba lo que los emires nativos y sus propios subordinados pensaban que sería de su agrado. Le desazonaba lo poco que sabía del país y de sus gentes. Sus ayudantes estudiaban innumerables papeles con la aplicación de búhos, pero jamás habían participado aún en una fiesta de circuncisión, una boda o un entierro. Tener conocimientos de persa, urdu o sindhi era la excepción. La situación no mejoró con el correr de los años. Los más jóvenes de sus funcionarios y oficiales se aislaron más de los nativos. Daban importancia al aspecto cuidado, británico a ultranza, y en consecuencia se encerraban en el vacío de sus propias habitaciones. Aprovechaban su derecho a ir con regularidad de vacaciones a la patria y regresaban con sus esposas. Había aumentado el sentido de la moralidad, entendiendo por ello sobre todo la defensa de lo propio contra lo foráneo. Ese código moral, por valioso que pudiera ser en la patria, ofuscaba a los oficiales y funcionarios que estaban a sus órdenes. Ellos eran los ciegos tentáculos del monstruo que desde una pequeña calle de Londres gobernaba medio mundo. Sólo nuestro conocimiento del enemigo nos hace fuertes, decía el general. Debemos profundizar en nuestros conocimientos. Esa sed de saber es lo que nos diferencia de los nativos. ¿Quién ha oído alguna vez que uno de ellos haya intentado conocernos? Si algún día llegan a estudiar nuestras debilidades y nuestros temores, nos encontrarán vulnerables, se convertirán en adversarios aquellos a los que deberíamos tratar con el debido respeto. Sus advertencias, sin embargo, no surtían efecto. Todos lo consideraban un anciano grotesco, agresivo. Nadie habría afirmado que el general era un gobernante satisfecho. En ocasiones le sobrevenían ataques de ira y provocaba a sus hombres con las verdades más amargas. ¿Para qué sirve nuestra administración en la India Británica? ¿Para la conquista? ¿Para el bienestar de las masas? ¿Para la justicia? Seguro que no. Seamos sinceros. Para lo único que sirve es para facilitar el latrocinio y el saqueo. Sus subordinados habían aprendido a hurtar la mirada y a observarle con expresión hierática. Muertes y más muertes sólo para que nuestro comercio obtenga ventajas decisivas frente a sus competidores. Sufrimientos y más sufrimientos únicamente para cimentar la hegemonía de los imbéciles. “Servimos en una galaxia de asnos”. El general daba coces en vano contra el aguijón. Cuanto más francamente decía la verdad, más loco lo creían sus subordinados. Eso sólo podía permitírselo el general en jefe. Ellos lo recordaban: el general va camino del retiro. El futuro somos nosotros.
 De pocos hombres se fiaba, por ejemplo de ese Burton, que informaba con seriedad de las maquinaciones de los nativos. La gustaba conversar con él. Su visión de las cosas era tan fresca como si acabara de concluir la Creación. Ese joven, sin embargo, tenía una debilidad, una debilidad funesta. No se conformaba con observar aquel país extranjero. Quería participar en él. Había sucumbido al país hasta el punto de que deseaba preservar la atrasada situación en que se encontraba. Sus posturas eran diametralmente opuestas. El general se sentía impelido a transformar, a mejorar el país extranjero. El tal Burton, por el contrario, quería abandonarlo a su suerte, porque su mejora acarrearía su extinción. Al general eso le resultaba incomprensible, máxime teniendo en cuenta que ese joven soldado no dudaba ni por asomo de que la civilización británica era superior a las costumbres indígenas. ¿Acaso no debía imponerse lo superior? ¿No era ése el desarrollo natural de la historia? El punto fuerte del oficial no era el pensamiento lógico. Como a cualquier otro, la omnipresente estupidez, pereza y barbarie lo sacaban de quicio. Podía juzgar con vehemente censura. Por ejemplo, la tesis en la que se había empecinado hacía poco. Envidia, odio y maldad eran las semillas que el nativo esparcía por doquier. No por un sentimiento diabólico, sino porque poseía el instinto apropiado para ello, alimentado por su taimada debilidad. El colmo de los colmos. Pero el autor de tales veredictos deseaba atenerse, a pesar de todo, a las reglas nativas. A veces albergaba la sospecha de que en su presencia simulaba esa infausta indignación para precaverse del reproche de que era demasiado blando con los nativos. Burton era un  enigma. Casi siempre defendía una opinión que no se esperaba de él. No había que ahorcar a los asesinos, había sostenido en su última conversación. Había que atarlos a la boca de un cañón y luego dispararlo. Brutal, lo reconozco. Pero yo opino que nuestra compasión debe encaminarse por las experimentadas sendas del realismo. No podemos perder de vista la intimidación. Se prohíbe el enterramiento del asesino descuartizado, sin el que ningún musulmán puede alcanzar el paraíso. Deberíamos quemar el cadáver de los ahorcados por los mismos motivos. Idéntica justicia para todos, eso aquí no funciona. Nuestro derecho penal ha perdido eficiencia durante el largo transporte. Fíjese, encerrar a alguien puede ser eficaz en Manchester, en Sindh es casi contraproducente. El común de los hombres de estas latitudes considera que pasar unos meses en nuestras prisiones es un descanso. Comer, beber, dormir y fumar la pipa en paz. En lugar de eso deberíamos azotar a los delincuentes más pobres y exigir el pago a los más ricos. Eso impresionará. No, consecuente, lo que se dice consecuente, no era ese oficial encargado de informar en persona al general.
[…]

32.-El poder del poeta

 Informe al general Napier
 Personal
 Me ha encargado usted recopilar datos que nos permitan vislumbrar la opinión de los nativos. He pasado muchas horas en compañía de sindhis, beluchistanos y panjabis de toda suerte y condición, en los mercados, en las tabernas y en la corte provisional del Aga Khan. He prestado mi atento oído a toda voz, evitando juzgar el sentido de lo manifestado. Parto del hecho de que veo el mundo con análogos prejuicios que aquellos que expresaban su opinión ante mí. No he disimulado, pues estoy persuadido de que los orientales perciben la artificialidad. Tampoco he rebatido las opiniones, ni las he estimulado.  Me he conformado con el papel de oyente, y he de constatar sin falsa modestia que he gozado de unas simpatías como pocas veces en mi vida. Mi tarea más difícil consiste ahora en resumir de manera escueta lo que se dijo en innumerables conversaciones enrevesadas, confusas, presuntuosas y afectadas. Las generalizaciones son raseros implacables que debemos evitar como el demonio al agua bendita, pero no he podido renunciar totalmente a ellas para cumplir su encargo y que los informes recopilados sean de la mayor utilidad posible. Vaya al grano de una vez, le oigo decir, y me apresuro a satisfacer también este deseo.
Resultado de imagen de el coleccionista de mundos trojanow Los nativos nos ven muy distintos a como nos vemos nosotros. Esto suena banal, pero deberíamos tener siempre presente esta obviedad al relacionarnos con ellos. No nos consideran valientes, inteligentes, generosos, civilizados, sino unos simples canallas. No olvidan ni una sola de nuestras promesas incumplidas. No se les escapa ni uno solo de los funcionarios dispuestos a dejarse sobornar, que imponen nuestra justicia. Juzgan nuestros modales chabacanos y, como es natural, somos peligrosos infieles. Muchos nativos añoran el día de la venganza, una noche oriental de los cuchillos largos, me atrevería a decir, y esperan con impaciencia el día de expulsar al apestoso intruso. Han calado nuestra hipocresía, dicho con más exactitud, las contradicciones de nuestra conducta se suman, a sus ojos, para conformar una hipocresía universal. Cuando los angrezi manifiestan una piedad fuera de lo común, cuando nos regalan los oídos con cuentos del sol naciente del cristianismo, cuando reafirman el progreso de la civilización y las infinitas ventajas con las que seríamos agasajados nosotros, los bárbaros, ya sabemos que los angrezi preparan otro robo. Cuando empiezan a hablar de valores, nos ponemos a la defensiva. Podríamos insultar a este hombre llamándolo cínico, pero sin duda es un cínico inteligente, de enorme prestigio. Como un ejemplo vale más que mil palabras, desearía informar sobre otro suceso. Hace unos meses fue apresado en una remota región del país, al oeste de Karchat, un beluchistano, un jefe tribal, acusado de haber asaltado nuestras líneas de avituallamiento. Ese beluchistano era conocido como un taimado y experimentado duelista, por lo que al oficial que había practicado la detención se le ocurrió la idea de retarle a un duelo. Debía de imaginarse que su victoria demostraría nuestra superioridad militar. El cabecilla fue sentado sobre un caballo viejo y cansado, el oficial saltó a su corcel de guerra. Se lanzó con mucha bravura y como un torbellino al primer ataque, al que siguieron unas cuantas cargas más, pero tan pronto acometía, por muchos golpes que asestase, el beluchistano los paraba con la espada y el escudo. La frustración de ese oficial que tenía en mucho su arte en la esgrima iba en aumento. Los incomprensibles gritos de los nativos, que resonaban en sus oídos como una burla, le decían que no podría ganar el combate hombre a hombre y perdería su considerable prestigio entre sus compañeros. Atacó por última vez, con la pistola desenfundada, y en lugar de asestar un golpe mató al beluchistano de un tiro a quemarropa. Esa historia se cuenta por todos los rincones del país, prolifera, produce flores venenosas que aumentan hasta lo demoníaco la injusticia cometida. Circulan numerosas versiones, pero todas tienen  en común el esqueleto que he trazado a grandes rasgos. Para los nativos, más que la conducta de ese oficial pesa la injusticia de que no tuvo que responder de su falta ante un consejo de guerra ordinario. Al contrario, fue ascendido y hoy ocupa un cargo prominente.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2008, en traducción de Rosa Pilar Blanco, pp. 104-109. ISBN: 978-84-8383-058-1.]

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