miércoles, 24 de marzo de 2021

Orient-Express: de Pontoise a Estambul.- Edmond About (1828-1885)


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II.-El Danubio

 «Atravesamos los bosques, los viñedos, las tierras de cultivo de Wurtemberg sin mayor preocupación que cumplir nuestro propio aseo de la mañana. Esta pequeña observación no es, sin embargo, baladí. El confort es de algún modo como los premios: cuando lo pruebas, ya nunca te acostumbras a no tenerlo. A fuerza de bienestar, nos hemos vuelto cada vez más exigentes, y las dos cabinas de aseo, que se abren en cada extremo de los wagon-lits, no son suficientes; nos harían falta, como mínimo, cuatro. Al menos están instaladas con todo lujo: ampliamente provistas de jabón, agua caliente y fría y mantenidas en un estado de irreprochable limpieza por parte de los sirvientes o ayudas de cámara. Pero, sea por los aseos, o por las otras necesidades a las que te obliga la vida, no pueden albergar más que a un viajero cada vez. Estamos obligados a esperarnos unos a otros y, a veces, durante largo tiempo. Este es el único desiderátum de las delicias de esta Capua rodante que, creo, no es posible construirla mejor de lo que se ha hecho. Consideremos, por otra parte, que el común de los mortales, viajeros de un tres Express, daría mil gracias a los dioses si dispusieran de al menos un aseo para cada cien personas. Nosotros contábamos con dos para veinte.
 En Baviera, no lejos de la ruinosa e inútil fortaleza de Ulm, nos topamos con primera vez con el Danubio, el bello Danubio azul, que se llama también, y puede ser que con mayor justicia, die schmutzige Donau, el sucio Danubio. También descubrimos otra cosa, que nos conmovió más si cabe. El vagón restaurante, donde tan buena comida nos ofrecían y donde fácilmente nos pasábamos tres horas a la mesa, tenía un ligero defecto en la construcción. El eje se recalentaba: un olor a grasa quemada, que advirtieron unos ingenieros de gran olfato. No suponía peligro, pero era necesaria una reparación y no se podía llevar a cabo en marcha. El jefe de la estación de Munich nos lo dijo. Habría que desmontar prácticamente todo el vagón, nuestro maravilloso vagón restaurante con todas sus dependencias, justo cuando íbamos a tomar café. Pero hay que rendirse. Esta Compañía de Vagones Durmientes tenía todo previsto, igual que cuando se prueba cualquier nuevo material. En menos de cinco minutos, el cocinero, el jefe del comedor y el resto del personal embarcaron en otro vagón comedor, no tan nuevo, y menos brillante que el primero, pero provisto de todo lo necesario e incluso lo innecesario. Hasta Giurgewo, donde tuvimos que bajar del tren, para continuar viaje por Bulgaria, nada nos faltó: ni mantequilla fresca de Isigny, ni vinos finos, ni frutas ni cigarrillos. Y cuando volvimos de Constantinopla, nos encontramos de nuevo en Giurgewo con nuestro maravilloso restaurante, completamente nuevo, que había sido reparado en Munich.
 Durante los escasos momentos que pasamos en la capital de Baviera, pudimos admirar no tanto su arquitectura, pero al menos las estaciones monumentales que la Alemania victoriosa ha construido a costa nuestra. No solamente las hemos pagado, sino que nos podrían costar más caro; pues están manifiestamente construidas contra nosotros. Estos halls inmensos, donde toda congestión de viajeros es imposible, pueden convertirse en establecimientos militares de primer orden. No es necesario ser un maestro en estrategia para pensar en el número de batallones y baterías que podrían desembarcar aquí, en menos de 24 horas, con destino París. Me gustaría pensar que nuestro Estado Mayor ha seguido el ejemplo del general Moltke, pero no estoy muy seguro.
 Hemos cruzado la frontera de Austria. Nos hemos tenido que adaptar a diferentes husos horarios: a la hora de Praga; después a la de Munich, a la hora de Stuttgart y la hora alemana. Una de las particularidades de la monarquía austro-húngara es que tienen dos horarios a la vez, uno en Praga, otro en Pest; la hora bohemia y la hora magiar. Sólo la hora de Viena no existe, porque, probablemente, la hora de Viena está reglada sobre los ilustres péndulos de Berlín. El reloj de nuestro vagón restaurante habría debido enloquecer con la confusión de todos estos meridianos políticos, pero, gracias a una inteligente medida de neutralidad, se prefirió dejar olvidada en París la llave con la que darle cuerda. En cuanto a nosotros, hemos decidido, desde Estrasburgo, no tocar nuestros relojes.
 En la estación de Viena, dos voces femeninas rompieron la monotonía a media noche. Voces encantadoras en cualquier caso, y, además, voces de mujeres que transmitían alegría. Cuando cuatro ingenieros franceses se apearon para ver la Exposición de la Electricidad, un alto funcionario de los ferrocarriles del Estado austríaco, Von Scala, su mujer y su cuñada, aprovecharon para subirse. Un elemento nuevo y extremadamente delicado venía a mejorar nuestros placeres y a atemperar agradablemente la alegría de una numerosa reunión de hombres. La señora Von Scala era extraordinariamente bella: un tipo inglés animado por una fisionomía vienesa. Su hermana Léonie Pola era todo lo contrario de una belleza clásica, pero tenía un gran espíritu, tanta gracia y buen humor que siempre resultaba agradable. Las dos preciosas hermanas tenían, por lo demás, un talle encantador y una exuberancia de cabellos tan rubios como el oro, que encuadraban su fineza y que hubieran sido una maravilla en París.
 El Imperio austrohúngaro estaba bien representado en nuestra caravana. Entre otros, se encontraba el señor Wiener, secretario general de los Ferrocarriles Orientales y hermano de un célebre explorador del Amazonas. Yo mismo había recorrido Hungría hacía una docena de años con mi amigo Camilo, quien se había hecho monje laico en Roma y que, de vez en cuando, me escribía bonitas cartas. Entonces habíamos atravesado juntos estas mismas y vastas llanuras, que parecían estar cultivadas por genios invisibles, pues en aquella época –junio de 1869- el trigo maduro abundaba y, sin embargo, se buscaría en vano a los agricultores e incluso sus propios pueblos. Después de la ciudad feudal de Buda y su vecina y trabajadora localidad de Pest, hasta la extraña Colonia de los Confines Militares no habíamos visto otros seres vivos que caballos nerviosos, bueyes con largos cuernos y búfalos semisalvajes. Me parece que hoy día los cultivos han progresado. El hombre se hace visible, se ven más plantaciones, más árboles frutales y, sobre todo, más viñas. La viña enriquecerá los países, si la filoxera no nos lleva a la ruina. En cada estación nos ofrecen grandes racimos de uva, tan deliciosos, que difícilmente se les puede poner algún pero. Muy azucarados: habría que tener la sabiduría y el conocimiento de estos vendimiadores para transformar todo este azúcar en alcohol.
Resultado de imagen de orient express de pontoise a estambul Seguimos, a través de las ventanillas de cristales sin teñir, la recolección del maíz. La sequedad del verano ha ralentizado el desarrollo de las mazorcas. Las bestias tendrán comida en abundancia, pero ¿y los hombres? He aquí un carro que lleva la cosecha de cinco o seis hectáreas; está lleno hasta la mitad. Por suerte, las calabazas que se cultivan entre ellos no deben dar malos resultados. Y después, hay manadas de ocas blancas, que se dirían embaladas por un confitero, tales son sus plumas de ligeras y rizadas. Los criadores francesas las pagan hasta 30 ó 40 francos la pareja; aquí el campesino las venderá a veinte sous la pieza, si están bien criadas. La caza ofrece también recursos a los aventureros magiares. Admiramos la espléndida figura de dos magníficos hombres, grandes y fuertes, precedidos de dos perros; vestidos con una camisa blanca y un calzón del mismo color, marchaban orgullosamente con sus pies desnudos en alpargatas. Estas vastas llanuras sin tráfico, sin luces ni trampas, parecen haber sido creadas para la multiplicación de la perdiz. Vendrán a buscarlas aquí, cuando la caza furtiva acabe en nuestra tierra con las últimas; me atrevería a afirmar que esto ya ocurre y que gran parte del éxito de Hungría tendrá que ver precisamente con la repoblación de nuestra raza.
 ¿Dónde estamos? No lo sé. Supongo que en alguna parte entre Pest y Temeswar. El tren se detiene y somos recibidos por la música de los zíngaros. A decir verdad, estos músicos no son zíngaros más que de nombre. Si sus tipos son húngaros, sus modos de vestir no causarían apenas sensación en la Ferté-sous-Jouarre. Pero, bohemios o no, tienen el diablo en el cuerpo y tocan con brío maravilloso no sólo sus canciones tradicionales, sino la música de Rouget de L’Isle, que tocan en honor de los huéspedes franceses. Les aplaudimos, pero nadie se atrevió a pedirles un bis; sería poco amable por nuestra parte, una especie de orden de un superior a un inferior. Sí se oyeron algunas palabras que transmitían lo mucho que nos gustó, pero me temo que no captaron la idea de que estaríamos encantados con algo más de música.
  La locomotora empezó a silbar, así que ¡adiós música! Pero no, estoy equivocado. La orquesta ha pasado al vagón de equipajes; pronto pasan al salón comedor, donde se les abre un hueco entre mesas y sillas, mientras los más jóvenes bailan con los amables vieneses un vals. Esta breve fiesta no terminará sino en Szegedin. No sólo es la música lo que hace interrumpir la trayectoria al Orient-Express, entre dos estaciones, sino la gastronomía: los bon-vivants de los diversos países que atravesábamos me dicen que, precisamente, no tienen el más mínimo inconveniente en subir al tren dos o tres horas para degustar la finura de la cocina francesa y saborear los excelentes vinos del señor Nagelmackers.
La población que nos viene a ver es cada vez más abigarrada y variopinta. Los impecables uniformes militares no pasaban desapercibidos; al vuelo se podía percibir una extraordinaria variedad de tipos y de trajes, la mayoría admirables. Los húngaros no son solamente una minoría en la monarquía austríaca, sino que comparten su tierra con millones de serbios, que son eslavos, y millones de rumanos, que son descendientes de los soldados de Trajano. En cuanto a ellos, son turcos, turcos cristianos, pero turcos auténticos. Sus cualidades y sus defectos, como su lengua, atestiguan este origen, del que no hay que sonrojarse, pues los turcos son una raza noble y una nación muy valerosa.
 La ciudad de Szegedin, cuyas desgracias han conmovido al mundo entero, se ha reconstruido de nuevo y ahora luce más hermosa, más regular y más confortable de lo que ha sido jamás. El hogar es lo menos importante de estos rudos hombres campesinos, a cuyas mujeres y niños les gusta vivir al aire libre o, cuando el frío es demasiado fuerte, apiñados en verdaderos antros. Lo que distingue verdaderamente la civilización oriental de la nuestra es la ausencia completa de capital inmobiliario. En los barrios de Londres o París, la propiedad construida supone un valor de millones de millones. Aquí se puede recorrer cien kilómetros sin encontrar una casa que valga cien mil francos. La construcción del ferrocarril es una feliz derogación de esta regla general. Parece, no obstante, que este progreso se ha producido con medio siglo de adelanto, pues el tráfico es muy escaso: podemos recorrer territorios durante cuatro o cinco horas sin cruzarnos con ningún otro tren.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Confluencias, 2018, en traducción de José Jesús Fornieles Alférez, pp. 36-45. ISBN: 978-84-948202-0-5.]

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