domingo, 1 de mayo de 2016

"Cuentos".- Alfred de Musset (1810-1857)


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Las cerezas

 "Un día, mientras Jesús y san Pedro caminaban por el mundo, se sintieron muy cansados. Hacía un calor canicular, pero a lo largo del trayecto no encontraron ni a un alma caritativa que les ofreciera un vaso de agua, ni algún pequeño riachuelo que les procurara un hilillo de agua. Iban caminando algo desanimados cuando Jesús, que iba delante, vio en el suelo una herradura; se volvió a su discípulo y le dijo:
 -Pedro, recoge esa herradura y guárdala.
 Pero san Pedro, que tenía un humor de perros, le respondió:
 -Ese trozo de hierro no merece el esfuerzo de bajarse a recogerlo. Dejémoslo ahí, Señor.
 Como de costumbre, Jesús no hizo ningún comentario; se contentó con agacharse, recoger la herradura e introducirla en su bolsillo. Y se pusieron de nuevo en camino, mudos y silenciosos.
 Al cabo de algún tiempo encontraron a un herrador que iba en dirección contraria. Durante la parada que hicieron juntos, Jesús entabló conversación con él y, en el momento de separarse, Jesús le vendió la herradura que había encontrado.
 Prosiguieron su camino y, por casualidad, vieron a un vendedor ambulante que se dirigía al pueblo vecino a vender su fruta. Jesús lo detuvo y, con los cuatro escudos obtenidos por la venta de la herradura, compró media libra de cerezas. Durante todo ese tiempo san Pedro permanecía en silencio y su malhumor iba empeorando. El calor aumentaba, las gargantas se secaban. Pero san Pedro era el único que tenía sed pues Jesús iba comiéndose las cerezas y el jugo de éstas le refrescaba el paladar. El apóstol, que iba penosamente detrás de él, miraba al Salvador con envidia, pero como las cerezas habían sido compradas por lo obtenido con la venta de la herradura que él no había querido recoger, no se atrevía a pedirle a Jesús parte del festín. Éste, de forma disimulada dejaba caer de vez en cuando una cereza y san Pedro se agachaba con avidez para recogerla y llevársela a la boca sedienta. Cuando ya no quedaron más cerezas, Jesús se volvió a su discípulo y le dijo:
 -Ya ves, Pedro, no se debe desdeñar nada en este mundo, ni siquiera lo que nos parece mezquino y desprovisto de valor. Por no haberte querido agachar una sola vez para recoger la herradura has tenido que agacharte muchas más veces para recoger las cerezas que yo he ido dejando caer al suelo. Esto te enseñará, Pedro, a no despreciar nada ni a nadie.
 San Pedro no encontró nada que decir; bajó la cabeza y prosiguió humildemente el camino detrás de su Señor.

 La mujer que comía poco

 Había una vez un matrimonio en el que el marido era pastor de un rebaño de cabras. El pobre hombre se dirigía todos los lunes a la montaña y no regresaba a casa hasta el sábado. Estaba delgado, delgado como un junco. y su mujer estaba gorda, gorda como una vaca. Cuando el marido estaba presente, la mujer no comía casi nada se quejaba de dolores de estómago y decía que no tenía realmente apetito. Su marido se sorprendía:
 -Mi mujer no come nada pero está muy gorda; es muy extraño.
 Se lo comentó a otro pastor, que le dijo:
 -El lunes, en lugar de subir a la montaña, escóndete en la casa y verás si tu mujer come, o no.
 Llegó el lunes; el pastor se echó el zurrón al hombro y le dijo a su esposa:
 -Hasta el sábado; cuídate; no enfermes por no comer.
 Ella le contestó:
 -Mi pobre marido; no tengo apetito. Sólo de pensar en comer me dan náuseas. Estoy gorda porque así es mi naturaleza.
 El pastor salió en dirección a la montaña. pero a medio camino se dio media vuelta y, sin que la mujer lo viera, entró en la casa y se escondió en la cocina. Desde ese punto de observación la vio comerse una gallina con arroz. A lo largo de la tarde se comió una tortilla con salchichón. Cuando llegó la noche, el pastor salió de su escondite y le dijo a la glotona:
 -¡Hola, buenas!
 -Pero, ¿por qué has vuelto? -le preguntó ella.
 -Había tanta niebla en la montaña que he temido perderme. Además, llovía y caían gruesos granizos.
 Ella le dijo entonces:
 -Deja tu zurrón y siéntate; voy a servirte la cena.
 Y colocó sobre la mesa una escudilla de leche y unas gachas de maíz. El pastor le dijo:
 -¿Tú no comes?
 -¿Cómo? ¡En el estado en que me encuentro! Tienes suerte de tener apetito. Pero, dime, ¿cómo es posible que no estés mojado si llovía y granizaba tanto en la montaña?
 -Te lo voy a explicar. Es porque he podido cobijarme debajo de una piedra tan grande como el pan que has empezado. Y gracias a este sombrero improvisado, casi tan grande como la tortilla que te has comido a las cuatro, no me ha tocado el granizo tan abundante como el arroz que te has comido para acompañar a la gallina que habías cocinado".

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