Los diversos verdes
«Si nos preguntaran cuál es el color más abundante en la tierra muchos diríamos que el azul, pues los viajes al espacio exterior han condicionado nuestra percepción hasta tal punto que tendemos a ver nuestro planeta como una esfera envuelta en prodigiosos, glaucos, vibrantes océanos y mares. Aquí, sin embargo, a ras del horizonte y en nuestra casa terrestre, es el verde con sus diversos tonos y semitonos el color privilegiado que abruma nuestros sentidos al tiempo que estimula nuestros conos y bastones. Un “verde que te quiero verde” que, como viera con alegría García Lorca, nos habla de un reposo y de una querencia, de frescura y de sombra. En los anales de la historia culturas enteras han sido definidas por su devoción a un determinado color: los persas al añil o azul; los beduinos mostrando su predilección por el negro o el café oscuro; los hindúes por el azafrán y los hilos de oro de los saris; los romanos por el púrpura; los hebreos por el celeste cielo listado de blanco nube; los griegos por el lino color hueso, tan semejante a sus amados mármoles y los egipcios por los tonos transparentes, casi de espejismo en el desierto. En cuanto al verde, ha sido acaparado tanto en sus variantes de seda como de acuarela por los chinos, quienes lo llaman qing y dibujan su ideograma como un germen, un tallo que crece. Verde fue también el color oficial adoptado por la dinastía Ming, que reinó del siglo XIV al XVII y fue la mayor exportadora de cerámica de ese color en el mundo antiguo.
Constatar que los chinos emplearon el mismo
nombre para hoja que para la cabeza humana,
ye, y que por ello su concepción filosófica confirió a la naturaleza que
crece y se desarrolla cierto grado de conciencia lúcida, de sensibilidad
omnisciente, al mismo tiempo que concedía al pensamiento humano la posibilidad
de fotosintetizar para su propio bien la luz del sol, nos lleva a elogiar una
vez más los logros de esa cultura. Tampoco se les escapó a sus botánicos que,
por diferente que fuera una hoja de las demás en forma y aspecto, todas tenían
en común el verde de su vitalidad, razón por la cual la hoja pasó, simbólicamente,
a representar la felicidad y la prosperidad en cualquier lugar de la parda
corteza de la tierra en la que exhibiera sus nervaduras. Irresistible, la idea
parece casi un ejercicio de taichí, pues sugiere que, para ser feliz, basta con oscilar al ritmo del viento o
dejarse acariciar por la brisa sin pensar demasiado en que nuestro único sostén
es un mínimo y frágil tallo. En lo que atañe a los griegos, su klorós o verde se refiere siempre a un
tono pálido y nos remite a las plántulas recién nacidas, al corazón de las lechugas
o a los brotes tiernos, pues entre los helenos el verde oscuro se confundía con
el azul marino y excedía, por ello, la exactitud de una denominación fija. Para
los latinos, en cambio, viridis es
inseparable del concepto de virtus
que alude al vigor, a la fuerza, al triunfo que encarnó, en su día, el siempre
verde laurel (Laurus nobilis). Olímpicos
y poetas aún nos lo recuerdan.
Es posible que los romanos hallaran esa creencia
en Egipto y en concreto en la figura del Osiris resurrecto –representado con
frecuencia por pequeños ladrillos huecos en los que elevaban su delgada aguja
los coléptilos del trigo y cuyo nombre griego, jardines de Adonis, daba cuenta
de un inmortal amor a la vida- y que vieran en el dios reconstruido por Isis la
relación entre el verde y su espléndida victoria sobre el negro de la muerte,
por cuanto gran parte de su alimentación invernal procedía de sus colonias en
el valle del Nilo, de donde también importaban la turquesa y las verdes sales
del cobre. Si nos fuera dado enumerar los diversos verdes –el limón, el veneciano,
el manzana, el botella, el oliva, el pistacho, el huevo de perdiz, el de la
menta, el jade, el oscuro y el translúcido, el amarillento y el azulado- deberíamos
incluir también, y para ser fieles a su clasificación heráldica, sus
referencias simbólicas, tan variadas y aún así convergentes. Ambivalente,
apariencia del moho, el moco y el pus, el verde es sin embargo el color de la
vida misma. Plinio, quien aseveraba que la esmeralda deleita la vista sin
fatigarla porque cristaliza en sus facetas la misma serenidad de un bosque de
altos helechos o fija en piedra lo que la corriente de agua mueve en juncos y
algas fluviales, estaba afirmando sin saberlo una verdad óptica: la lente del
ojo enfoca la luz verde casi exactamente sobre la retina, lo que significa que
nuestro órgano de la vista se esfuerza menos para ver ese tono que para captar
todos los demás.
Existe una línea de parentesco directo entre La serpiente verde, relato esotérico de Goethe,
y las Hojas de hierba de Walt
Whitman. En ambos casos, se alude en prosa y en verso a la fertilidad espontánea
como la auténtica riqueza apetecible, explicitando que la vida simple y
sencilla, en contacto con los elementos, es la mejor que podamos desear. Verde
es así sinónimo de natural, de todo aquello que se desarrolla según pautas
generosas y al aire libre. Sabido es que, en el sufismo, la maravillosa y
misteriosa figura de Al Jadir o Khadir, el Verde, encarna una especie de ángel
de la evolución psíquica del hombre y alude a aquel guía que aparece una y otra
vez para enseñarnos a eliminar la grisura y el desánimo, la molicie y el
estancamiento. El maestro sufí Najmuddin Kubra, que vivió en el siglo XIII,
formuló una curiosa teoría de los colores místicos en la cual el verde aparece
como signo de la vitalidad, pues el latido de éste es semejante, según Kubra,
al de la luz que pulsa en la hoja su transformación sutil, y cuando tarde o temprano
el sujeto siente que su sangre es paralela
a la savia vegetal y que la totalidad de su sistema circulatorio se despliega en su mente como una arborescencia extática,
un bosque de luz lo abriga y protege, un bosque del que él, simplemente, es un átomo
consciente y libre. Hoy diríamos, con los entendidos en colores, que esa
experiencia espiritual tiene una base empírica orgánica, ya que el cobre en la hoja equivale, por su función
y metabolismo, al hierro en la sangre. Ambos metales son captadores de oxígeno,
y con él de luz. Ese rasgo de metálica polaridad nos conduce a la observación
del sufí Sohravardi respecto de la montaña cósmica del Caf –objetivo de todo
discípulo o peregrino que busca la intersección del reino de los cielos en la
tierra- como una resplandeciente, elevada esmeralda ante cuya presencia se
apacigua el torrente sanguíneo y se disipan ansiedad y preocupación, por cuanto
el vigor y la resistencia del caminante se miran en la mencionada montaña santa
para captar en ella, como en un imán, el sentido metafísico de sus pasos. Plinio
ya nos había hablado de las virtudes de esa piedra preciosa, pero no de los
campos de gramíneas en flor que el poeta hebreo Yoram al-Kalam llamaba “el
lecho de Dios en la tierra de los hombres”.
Las gramíneas –plantas herbáceas monocotiledóneas
que extienden sus diez mil especies por estepas, prados y praderas desde hace
millones de años y que con su descomposición y fermentos dan origen al humus
que permite el crecimiento de todo lo demás, apoteosis del verde- son el tálamo
ideal para amantes furtivos. Sus tallos cilíndricos, generalmente huecos
excepto en los nudos, y sus flores dispuestas en espículas que se reúnen en
espigas y llegan al fruto en forma de cariópside, inspiraron a los egipcios la
figura del dios Ptah, espíritu creador activo por mediación de cuya inteligencia
divina las cosas surgieron del vacío (el mencionado tallo de las gramíneas). Ptah,
el alfarero divino, construía el mundo “envolviendo la nada con materia”, del
mismo modo que las hojas de los árboles y la vegetación baja ocultan a partir
de la luz inmaterial que las engendra las mismas ramas que las sostienen. Entre
muchos pueblos africanos existe la creencia de que el color verde es un hijo que el sol le hace a la tierra,
creencia que se basa en la palabra vástago, empleada tanto en un contexto
vegetal como humano.
En la tradición cristiana y durante la Edad Media
las cruces se pintaban de verde porque aludían al Árbol de la Vida, el cual
crecía en la Jerusalén celestial, ombligo y eje cósmico. Curiosamente, en la
tradición hebrea, el verde, iarok,
tiene el mismo valor numérico que todo aquello que existe a partir de la nada, iesh. Fue del vacío moral y la pobreza
poética de su entorno que Jesús, partiendo del centro de una ciudad
transfigurada por la luz, hizo crecer los frutos de una nueva comprensión de la
realidad. Decimos centro por un motivo obvio: ése es el lugar que ocupa el
verde en el espectro solar y en contigüidad con el amarillo hacia la región de
lo cálido, y del azul hacia la región de lo frío. Aunque fascinante, la ya
citada concepción cromática del sufí Kubra no es del todo original, por cuanto
sabemos que el centro o chakra cardíaco,
denominado en sánscrito anahata, es
descrito –por el tantrismo y muchos siglos antes- de color verde. Las
semejanzas simbólicas que se observan entre las distintas tradiciones no hacen
sino aludir a una remota fuente común.
Hildegarda de Bingen, quien solía meditar a la
manera peripatética, es decir, caminando, veía en las hierbas de los prados de
mayo y junio la fuerza del Corpus
Christi, fiesta que, además de conmemorar la institución de la Eucaristía y
precisamente por ello, debería recordarnos que cada “acción de gracias” es válida,
también, para bendecir un paisaje: el que nos sostiene. En ese sentido el verde
expresa benevolencia, gratitud.
El verde es también una fuente de inagotable
relajación. Por esa causa lo visten los médicos –especialmente los cirujanos-,
para compensar y complementar los rojos de los derrames de sangre. Si
consideramos que el verde apareció en el mundo antes que el hombre, y que el
ser humano lo percibe como soporte idóneo de las flores, resulta comprensible
que en muchas ocasiones se lo haya llamado “padre de los colores” (entre los
sufíes) o “madre de la vida” (entre los taoístas chinos, para quienes es sin
duda un color femenino). De ese modo, Jadir o Khadir reaparecería en nuestros
quirófanos para calmar nuestros dolores y aliviar nuestras enfermedades,
venciendo a la ira del rojo y apaciguando la nostalgia que provoca la eterna
lejanía del azul.
En el pensamiento antroposófico de Rudolf
Steiner el verde representa la imagen muerta de la vida así como el encarnado
simboliza la imagen viva del alma y el blanco alude a la imagen anímica del espíritu.
Pero esa manera de considerar el reino vegetal está teñida, nos parece, de los
aspectos negativos del verde: el tono de la hiel, del mal humor, de muchos
venenos; o bien porque evoca la peligrosa clorosis, que es, en nosotros, signo
de una anemia blanco verdosa. Lo cierto es que el verde, allí donde crece, es
vida, y en las selvas vida lujuriosa. Es verdad que tanto la putrefacción de
los cadáveres como el proceso que inicia el moho en la cadena desintegradora de
lo orgánico confieren al verde un cierto prestigio de siniestro y triste, pero
eso es así porque lo juzgamos desde una óptica humana y prejuiciosa. Los biólogos
han ido aún más lejos en su descalificación taxonómica, ya que al denominar luciferina a la luz verde que enciende
con intermitencias el vientre de las luciérnagas nos hacen pensar que se trata
de una luz caída, inferior.»
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