Capítulo V
La educación obligatoria
I
«La moralidad es la
base del amor al trabajo, del amor a la familia, del respeto a la sociedad, de
la solidez en las instituciones y de la preponderancia y prestigio en el seno de
las nacionalidades, pues sin moral aquellas serían un caos.
No puede existir un
buen ciudadano, si no tiene la moral por principio y cimiento, pues no sólo en
los hombres de Estado se admira su vida política, ya heroica como
guerrero, ya elevada como legislador, sino que es un deber dar ejemplo a sus
conciudadanos con la pureza de su vida privada pues según los gobernantes,
adquiere un pueblo buenas o malas condiciones.
En la gran familia humana, la libertad de costumbres
y el desarreglo de estas, proviene de la falta de principios morales y la
decadencia de los pueblos, su aniquilamiento, su ruina, es obra de la relajación
de las doctrinas y de la ausencia de moralidad, rectitud y justicia.
Grecia, decayó de
su antiguo esplendor, el día en que entregada al ocio, al abuso de los vicios,
a la inacción del espíritu y del sentimiento, confió en su pasado, en las
glorias de otras épocas y en sus recuerdos heroicos.
Grecia, la cuna de
los sabios, ese astro de la antigüedad, el radiante meteoro que iluminaba por
doquiera con los destellos que desde Atenas lanzaban las artes, las ciencias y
las letras, Grecia, perdió libertad, riquezas, prestigio y el puesto tan
brillantemente conquistado, descuidando sus virtudes, envileciéndose por sus
acciones quedando en breve aquel gran pueblo reducido a la nada: al vicio: hoy
sólo posee las páginas de su lejana prosperidad y los nombres de aquellos, que tan
alto elevaron a su patria.
Roma, fue poderosa
y grande, en tanto que el desdén por el lujo y el amor a las virtudes cívicas, basadas en la austeridad de costumbres, conducían
a los hombres a combatir y ganar victorias, buscando en los campos de batalla
laureles que orlaban sus banderas e inspiraban respeto y admiración por el
nombre romano, fijándose las demás naciones, en aquellas matronas de noble
apostura, de costumbres tan puras como severas y modelos de moral y de virtud.
Grecia, fue menos
reflexiva, más ligera, más impetuosa y menos moralizada que Roma, notable entre
los pueblos de la antigüedad, por su moderación y el exacto cumplimiento de sus
deberes.
La corrupción vino
más tarde y de las clases más elevadas, descendió, e invadió las clases
populares, empequeñeciendo a los que habían dominado al universo y sembrando la malicia, el olvido de su heroísmo y del orgullo de su
valor y fuerza moral.
La depravación se
apoderó de las matronas y de los patricios, convirtiéndose aquellas en esclavas
del lujo y de los afeites.
Roma desapareció en
el Océano tumultuoso de sus pasiones, de sus venganzas, de sus ambiciones: esa
tempestad, hizo zozobrar la nave que hasta entonces, surcara las ondas con majestuosa
seguridad y ante cuya bandera, se inclinaban las más altivas de Europa y Asia.
II
En ese abismo, en
donde rodaba una nación señora poco antes y reina poderosa y envidiada, habían
rodado también Herculano y Pompeya, al llegar al apogeo de su inmoralidad, siendo
la lava del Vesubio, el instrumento tal vez de la cólera celeste y oculto y
misterioso castigo de seres envilecidos.
Roma se destruyó
lentamente y si no desapareció por completo, vegeta contemplando como Grecia,
su pasada grandeza en las ruinas de sus edificios, de sus arcos triunfales y de
obeliscos y columnas, que hacen sonar con un pueblo de gigantes, que hacen
meditar en las causas de esa decadencia y estudiar los medios que
pudieron haberla modificado o detenido.
¿Es ley sin embargo
de todo lo creado? ¿Es la mano del tiempo? ¿Es la fuerza de los
acontecimientos, es imprescindible que toda elevación tenga un término y que en
la más alta cima, sea imposible sostenerse en ella? ¿Es una necesidad
imperiosa, lo que impulsa a descender rápidamente? Quién sabe; ¿acaso todo no está
sujeto a la destrucción?
Pero la civilización
ha demostrado que la voluntad y la inteligencia pueden mucho: al hombre le es
posible consolidar las sociedades y el prestigio, las glorias, el poderío, el
bienestar, teniendo por auxiliares a la educación y a la moralidad.
En tales
condiciones, ¿no es un deber en los gobernantes obligar a los jefes de familia
para que no dejen a sus hijos en el estado de la ignorancia?
III
Como una muestra de
paternal cariño deben mirar los pueblos las sabias disposiciones, que hacen obligatoria la educación: cuanto más educado el
individuo, más se encuentra en estado de analizar el bien y el mal.
Todo gobierno debe
hacer obligatoria la instrucción e imponer castigos a los padres morosos,
descuidados e ignorantes, que no comprenden cuán grande es la falta que pesa sobre
su conciencia, dejando a los pobres niños vagar sin dirección, y ese gobierno
celoso, esos hombres que tienen que velar por la prosperidad de la patria, por
su porvenir, por crear ciudadanos útiles contraen el deber ineludible de
fomentar la enseñanza, sin que por eso se crea es un ataque a la libertad
individual: que los padres hagan aprender a sus hijos, sea en la casa o
en la escuela, tal es la educación obligatoria; es decir no autorizar la
vagancia: prohibido el desorden que acarrea, cuando es ignorante la juventud en
las masas populares; estimular con premios y exámenes y explicaciones el amor
al trabajo y al deseo de elevarse: desarrollar provechosa emulación, aun desde
la infancia e impedir que el ocio, las malas compañías y la pereza, hagan en
vez de hombres útiles, seres perjudiciales.
El niño que en vez
de asistir a la escuela y pasar la mayor parte de las horas del día, entregado a
los libros y al estudio, entretenido moral e intelectualmente, no tiene la costumbre
del trabajo y sale a la calle en busca de otros pobres seres, que como él se ven
abandonados a sí propios, tiene necesariamente que pensar como ellos y
acostumbrarse a las travesuras que poco a poco, llevan muy lejos y conducen a
la deshonra, a los vicios y al crimen.
Niños de once años,
he visto robar a sus padres para correr las calles, cometer mil excesos reprensibles
y llegar al tristísimo caso de amenazar al que les diera el ser, ultrajar a su
madre y huir de la casa paterna hurtando cuanto les era posible.
He visto al mismo
llegar a los quince años, sin noción alguna de moral, ni religión, y que reprendido
por su padre, ciego de cólera porque le negaba una cantidad se atrevió ¡impío!
a poner las manos en aquel que si bien era culpable, por haberle dejado crecer
vicioso e ignorante, merecía su respeto y veneración.
Más tarde, fue
preciso hacerle ingresar en una casa de corrección, a petición de sus propios padres.
¿No hubiera sido
preferible les hubiera obligado, como hoy se practica, a que desde niño lo enviasen a la escuela?
¿No es triste que
en las capitales, sea en donde mayor número de niños pululan, holgazanes y
vagos?
Si las comisiones
de instrucción pública y las direcciones y subdirecciones de estudios, despliegan
el celo debido y cumplen escrupulosamente su cometido, muy loable es por cierto
y la voz de la humanidad, de la Justicia, del interés patrio y de la civilización,
debe elevarse firme y decidida a favor de la enseñanza obligatoria.
IV
Los pueblos
necesitan mujeres, que sepan practicar las virtudes y trasmitirlas a sus hijos,
y hombres que tanto en el hogar cuanto en la vida pública, sean instruidos,
rectos y morales.
Al ver un niño que
vaga por calles y plazuelas, sin ocupar su tiempo, ni dedicarse a nada, debemos
preguntarnos, ¿qué será mañana? La solución del problema no será difícil.
La ley de enseñanza
obligatoria, debe ponerse en ejecución con toda severidad; ¿no se hace así para
todo lo reprensible? ¿No condenan los tribunales, al ladrón, al falsario, al ratero,
a todo aquel que de un modo más o menos directo falta a la sociedad?
Pues todos esos crímenes,
son en su mayoría consecuencia de la ignorancia, de la holgazanería, por lo que
la instrucción pública debe perfeccionarse en todo y por todos los medios.
Para los
desheredados de la fortuna, están las escuelas gratuitas, los establecimientos benéficos;
prohíbase recibir joven alguno, en almacenes, fábricas, o casas mercantiles, si
no sabe leer ni escribir, esto dará por resultado el deseo de aprender, como
sucede en Prusia, Estados Unidos e Inglaterra, aun cuando en esta última nación,
no sea el pueblo de lo más instruido, a pesar de los esfuerzos por conseguirlo.
Abusar de la
infantil imaginación de los niños, y darles estudios superiores a sus fuerzas,
sería un absurdo, porque perjudicaría al desarrollo físico, pero empezar la
enseñanza lo más pronto que la edad permite, acostumbrándolos al trabajo y a
reglamentar sus horas de ocio y juegos, es indispensable.
Esos mismos niños
pobres, que no pueden tener porvenir alguno en la ignorancia, ¿quién podrá
prever hasta donde alcanzarán a elevarse con una educación esmerada?
A ellos me dirijo ahora, a la clase del pueblo,
que mira casi siempre con aversión a los superiores; con la aplicación, llegará
a escalar estos mismos puestos que envidia; con el estudio sus hijos serán
ricos, respetados y considerados: con el trabajo manual ayudados por la instrucción, serán industriales inteligentes y su
bienestar crecerá, a medida de sus conocimientos.
El que desea ser
algo, el que aspira a salir de la oscuridad y de la miseria, puede lograrlo con
la educación y la laboriosidad. !Ojalá las páginas de este libro sean una saludable
semilla y alcancen a despertar en el corazón del pueblo americano la ambición digna y noble, que enaltece y alcanza estimación general!»
[El texto pertenece a la edición en español de Tipografía La Concordia, San Salvador, 1883, pp. 68-77.]
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