Capítulo VIII.-
Reiteración
El nombre
«Tanto los casos de lesiones sin síntomas como
los de síntomas sin enfermedad evidenciaban un triple proceso de ocultación
relacionado con la perspectiva experimental y con la perspectiva clínica. La
aparición de la medicina del dolor invertía el proceso histórico que se había
desentendido del testimonio del paciente, que no había mostrado interés en los
dolores crónicos internos y que, más importante, también había ignorado el
dolor severo e incurable de grupos enteros de población. La materialización
institucional del dolor crónico, su comprensión al mismo tiempo médica, clínica
y cultural, dependió de la inversión de ese triple proceso de ocultación que
limitaba el testimonio del paciente, que no atendía al dolor terminal y que
mostraba aún menos interés por resolver o paliar el sufrimiento de grupos
marginales y clases desfavorecidas, incluida en esta categoría la clase no
menor del enfermo desahuciado.
Por una parte, los manuales de fisiología
publicados en la segunda mitad del siglo XIX apenas se referían a los dolores
viscerales, es decir, a todos aquellos que no se acomodaban fácilmente a las
prácticas de laboratorio y a sus procedimientos mecánicos de objetivación y
manipulación experimental. Aun cuando estos dolores internos fueran mucho menos
excepcionales que los externos, la fisiología prefirió concentrarse en el
estudio de lo infrecuente, mientras lo cotidiano –los dolores que se sienten en
el órgano o los que resultaban de la estimulación del sistema nervioso central-
adquiría tintes de excepcionalidad.
En segundo lugar, los esfuerzos de
objetivación de la enfermedad habían arrumbado las cualidades narrativas del
paciente junto con todos sus recursos retóricos. El testimonio del sentido
íntimo, apenas verbalizado, casi siempre dramático, sólo se hacía comprensible
desde la lógica de la enfermedad mental. No ocurría, como ahora, que al
sufrimiento físico se le reconociera una dimensión psicológica, sino que el
enfermo de dolor crónico terminaba con frecuencia sus días en el olvido o en el
cuaderno de notas de un psiquiatra. En 1919, James Mackenzie (1853-1925)
distinguía dos métodos de aproximación a la enfermedad: el propio del
laboratorio, que buscaba la compresión de los signos de la enfermedad a través
de su reproducción experimental, y el
que dependía de la medicina hospitalaria, que entendía el síntoma en relación
con la vida del paciente. Para John Ryle (1889-1950), uno de los exponentes de
la nueva medicina social, el médico no debía ver la enfermedad en el cuerpo del paciente, sino entender a cada enfermo en el contexto
de su enfermedad. Su aproximación clínica no dependía de procedimientos
mecánicos de objetivación, sino de la educación de los sentidos (del médico) y
la acumulación de testimonios (de pacientes). Por un lado, la medicina
hospitalaria debía descansar en el examen minucioso, el interrogatorio
exhaustivo y la descripción detallada de los experimentos que la propia
naturaleza operaba de manera espontánea en el organismo humano. Por el otro, la
misma resistencia al tratamiento, que el paciente vivía como un infierno, debía
conducir al médico a la redefinición de sus fines y propósitos. Para los
profesionales de la asistencia sanitaria, la tarea consistía en curar cuando
fuera posible y en paliar el sufrimiento cuando no lo fuera. Durante los
primeros años de la década de 1960, la experiencia de, por ejemplo, Cicely
Saunders con cientos de enfermos desahuciados la llevó a defender una visión
similar de la enfermedad, en la que el desconocimiento de las causas, así como
la circunstancia de que el mal condujera irremediablemente a la muerte, no
impedía desarrollar un programa de medidas paliativas. Por el contrario, para
enfrentarse a lo que ella misma denominaba el “dolor total”, la medicina debía
comenzar por privilegiar la posición del paciente y dejar de contemplar la
muerte como un fracaso en el que ya no cabía intervención alguna. Su posición
culminaba con una proclama que ya había estado presente en el ámbito
hospitalario: “Nuestra incapacidad para construir una teoría perfecta del dolor
no puede constituir una coartada a la ignorancia de los métodos disponibles
para tratarlo”, escribía Spender en 1874. También René Lériche había comenzado
su Cirugía del dolor afirmando que,
aun cuando la humanidad había estado sometida al dolor en todas las épocas, muy
poco se había avanzado en relación con su tratamiento. Veinte años más tarde,
en 1957, el doctor K. D. Keele declaraba que el dolor se había constituido en
un problema en sí mismo sólo recientemente.
Por último, pero no menos importante, la
desigual distribución del daño entre sectores diferentes de la población
también condujo a la invisibilidad social y al olvido clínico de grandes grupos
humanos. Esa última forma de ocultación no sólo afecta a la historia de la
medicina, sino que constituye un fenómeno de mucho mayor alcance relacionado
con la elaboración cultural del dolor crónico, que tuvo una incidencia especial
en los cuerpos y en los modos de existencia de los sectores de población más desprotegidos.
El aspecto de los hijos de las clases trabajadoras de Londres, por ejemplo, era
“pálido, delicado, enfermo […], muchos padecían enfermedades de los órganos
nutritivos, curvatura y distorsión de la columna y deformidad en las
extremidades”. También el cuerpo del trabajador se avejentaba y encorvaba de
manera prematura. Al menos desde la segunda mitad del siglo XIX, cada vez
aparecen más testimonios relativos a la forma en la que cada profesión parece
otorgar los signos de la reiteración mecánica y monótona de las acciones de la
vida laboral. No sólo que cada oficio tuviera una “fisiología” –según habían
escrito algunos viejos tratadistas románticos y parecían dispuestos a confirmar
algunos cronistas modernos-, sino que los movimientos reiterados de la
actividad profesional, unidos al uso de sustancias químicas, deformaban el
cuerpo del trabajador hasta el extremo de producir lesiones morfológicas.
Algunos de los moldes anatómicos que se conservan en el Museo de la Higiene de
Dresde comparan la mano de un electricista, de un mecánico, de un lechero o de
una ama de casa, con la forma ideal que la misma parte del cuerpo humano
hubiera tenido si su propietario hubiera disfrutado de otra vida y, sobre todo,
de otra vida laboral. El resultado proporciona un retrato desalentador sobre la
forma en la que el tiempo transcurría por la (nunca mejor llamada en este caso)
mano de obra. Los moldes señalan el dolor silencioso que devora los cuerpos
hasta el extremo de convertir los miembros en un amasijo, casi indiscernible,
de restos derrotados.
Silenciado en otros muchos ámbitos de la
investigación médica y fisiológica, el dolor crónico de la Europa industrial se
deja ver en la economía y en el periodismo. A mediados del siglo XIX, el más
incisivo de todos los testimonios relacionados con los parias de los nuevos
centros urbanos lo proporcionó Friedrich Engels, en Las condiciones de la clase trabajadora en Inglaterra, una obra
publicada por primera vez en 1845. Su testimonio se sumaba a las descripciones
de la literatura naturalista, en cuyas páginas se fusionaban el decaimiento
físico y psicológico de los desheredados del mundo. En la sociedad victoriana,
el cronista Henry Mayhew encontró en las vidas de las clases desfavorecidas una
“dolorosa uniformidad”. Cualquiera que fuera su oficio, su edad o las
condiciones que rodeaban su existencia, la acumulación de casos permitía
encontrar rasgos comunes en la descripción minuciosa de las formas de
sobrevivencia de individuos y grupos humanos marginales que, en muchas ocasiones,
refieren las condiciones de su existencia en primera persona y en estilo
directo. Su retrato del paisaje cotidiano se asemeja a la pintura costumbrista.
En su cuadro de 1854, el pintor austriaco F.G. Waldmüller representó a una
mujer tumbada en el suelo a poca distancia de la cuna en la que descansa un
bebé. Como otras muchas escenas similares, el observador penetra en el
territorio de la intimidad de un cuerpo semiconsciente que ya no tiene más
razones que sus necesidades (ver fig. 60).
La mayor parte de los seres humanos que han
pasado sus vidas atenazados por el dolor no tienen acomodo en la historia de la
medicina. Por el mismo motivo, a otras muchas personas que hoy no juzgaríamos
enfermas se han dedicado libros enteros y monografías completas. Aun cuando de
todas las enfermedades se pueda decir, de manera casi tautológica, que han sido
“construidas”, lo que la enfermedad crónica debe a su contexto social es
todavía más determinante, pues del mismo modo que la mera recurrencia de
síntomas no determina la presencia de una condición clínica, la historia de la
medicina nos ha dado ejemplos de enfermedades que hoy consideramos
inexistentes, pero cuyos síntomas se parecen a algunos de nuestros modernos
cuadros clínicos. Piénsese, por ejemplo, en la neurastenia, a la que más tarde
nos referiremos. Los síntomas de esta condición debilitante tan de moda en la
segunda mitad del siglo XIX guardan una notable similitud con algunos cuadros
de depresión, de estrés o más específicamente, del llamado síndrome de fatiga
crónica de las sociedades contemporáneas. Lo mismo podría decirse de la
histeria, considerada como una epidemia por los psiquiatras de mediados del
siglo XIX.
El dolor crónico ocupa un espacio, y no menor,
en muchas condiciones intratables o incurables. Al mismo tiempo, aparece de
manera recurrente en enfermedades nerviosas de larga duración, tanto si a esas
enfermedades se les atribuye un origen orgánico como psicológico. […] La
distinción entre el dolor agudo y el dolor crónico, sobre la que se apoya con
frecuencia la explicación histórica del surgimiento de la medicina del dolor o,
como lo ha llamado David B. Morris, del “dolor posmoderno”, no es una
prerrogativa del siglo XX ni tampoco permite explicar por sí sola el desarrollo
de la medicina paliativa.»
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