martes, 16 de marzo de 2021

Historia cultural del dolor.- Javier Moscoso (1966)


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Capítulo VIII.- Reiteración
El nombre

  «Tanto los casos de lesiones sin síntomas como los de síntomas sin enfermedad evidenciaban un triple proceso de ocultación relacionado con la perspectiva experimental y con la perspectiva clínica. La aparición de la medicina del dolor invertía el proceso histórico que se había desentendido del testimonio del paciente, que no había mostrado interés en los dolores crónicos internos y que, más importante, también había ignorado el dolor severo e incurable de grupos enteros de población. La materialización institucional del dolor crónico, su comprensión al mismo tiempo médica, clínica y cultural, dependió de la inversión de ese triple proceso de ocultación que limitaba el testimonio del paciente, que no atendía al dolor terminal y que mostraba aún menos interés por resolver o paliar el sufrimiento de grupos marginales y clases desfavorecidas, incluida en esta categoría la clase no menor del enfermo desahuciado.
 Por una parte, los manuales de fisiología publicados en la segunda mitad del siglo XIX apenas se referían a los dolores viscerales, es decir, a todos aquellos que no se acomodaban fácilmente a las prácticas de laboratorio y a sus procedimientos mecánicos de objetivación y manipulación experimental. Aun cuando estos dolores internos fueran mucho menos excepcionales que los externos, la fisiología prefirió concentrarse en el estudio de lo infrecuente, mientras lo cotidiano –los dolores que se sienten en el órgano o los que resultaban de la estimulación del sistema nervioso central- adquiría tintes de excepcionalidad.
 En segundo lugar, los esfuerzos de objetivación de la enfermedad habían arrumbado las cualidades narrativas del paciente junto con todos sus recursos retóricos. El testimonio del sentido íntimo, apenas verbalizado, casi siempre dramático, sólo se hacía comprensible desde la lógica de la enfermedad mental. No ocurría, como ahora, que al sufrimiento físico se le reconociera una dimensión psicológica, sino que el enfermo de dolor crónico terminaba con frecuencia sus días en el olvido o en el cuaderno de notas de un psiquiatra. En 1919, James Mackenzie (1853-1925) distinguía dos métodos de aproximación a la enfermedad: el propio del laboratorio, que buscaba la compresión de los signos de la enfermedad a través de  su reproducción experimental, y el que dependía de la medicina hospitalaria, que entendía el síntoma en relación con la vida del paciente. Para John Ryle (1889-1950), uno de los exponentes de la nueva medicina social, el médico no debía ver la enfermedad en el cuerpo del paciente, sino entender a cada enfermo en el contexto de su enfermedad. Su aproximación clínica no dependía de procedimientos mecánicos de objetivación, sino de la educación de los sentidos (del médico) y la acumulación de testimonios (de pacientes). Por un lado, la medicina hospitalaria debía descansar en el examen minucioso, el interrogatorio exhaustivo y la descripción detallada de los experimentos que la propia naturaleza operaba de manera espontánea en el organismo humano. Por el otro, la misma resistencia al tratamiento, que el paciente vivía como un infierno, debía conducir al médico a la redefinición de sus fines y propósitos. Para los profesionales de la asistencia sanitaria, la tarea consistía en curar cuando fuera posible y en paliar el sufrimiento cuando no lo fuera. Durante los primeros años de la década de 1960, la experiencia de, por ejemplo, Cicely Saunders con cientos de enfermos desahuciados la llevó a defender una visión similar de la enfermedad, en la que el desconocimiento de las causas, así como la circunstancia de que el mal condujera irremediablemente a la muerte, no impedía desarrollar un programa de medidas paliativas. Por el contrario, para enfrentarse a lo que ella misma denominaba el “dolor total”, la medicina debía comenzar por privilegiar la posición del paciente y dejar de contemplar la muerte como un fracaso en el que ya no cabía intervención alguna. Su posición culminaba con una proclama que ya había estado presente en el ámbito hospitalario: “Nuestra incapacidad para construir una teoría perfecta del dolor no puede constituir una coartada a la ignorancia de los métodos disponibles para tratarlo”, escribía Spender en 1874. También René Lériche había comenzado su Cirugía del dolor afirmando que, aun cuando la humanidad había estado sometida al dolor en todas las épocas, muy poco se había avanzado en relación con su tratamiento. Veinte años más tarde, en 1957, el doctor K. D. Keele declaraba que el dolor se había constituido en un problema en sí mismo sólo recientemente.
 Por último, pero no menos importante, la desigual distribución del daño entre sectores diferentes de la población también condujo a la invisibilidad social y al olvido clínico de grandes grupos humanos. Esa última forma de ocultación no sólo afecta a la historia de la medicina, sino que constituye un fenómeno de mucho mayor alcance relacionado con la elaboración cultural del dolor crónico, que tuvo una incidencia especial en los cuerpos y en los modos de existencia de los sectores de población más desprotegidos. El aspecto de los hijos de las clases trabajadoras de Londres, por ejemplo, era “pálido, delicado, enfermo […], muchos padecían enfermedades de los órganos nutritivos, curvatura y distorsión de la columna y deformidad en las extremidades”. También el cuerpo del trabajador se avejentaba y encorvaba de manera prematura. Al menos desde la segunda mitad del siglo XIX, cada vez aparecen más testimonios relativos a la forma en la que cada profesión parece otorgar los signos de la reiteración mecánica y monótona de las acciones de la vida laboral. No sólo que cada oficio tuviera una “fisiología” –según habían escrito algunos viejos tratadistas románticos y parecían dispuestos a confirmar algunos cronistas modernos-, sino que los movimientos reiterados de la actividad profesional, unidos al uso de sustancias químicas, deformaban el cuerpo del trabajador hasta el extremo de producir lesiones morfológicas. Algunos de los moldes anatómicos que se conservan en el Museo de la Higiene de Dresde comparan la mano de un electricista, de un mecánico, de un lechero o de una ama de casa, con la forma ideal que la misma parte del cuerpo humano hubiera tenido si su propietario hubiera disfrutado de otra vida y, sobre todo, de otra vida laboral. El resultado proporciona un retrato desalentador sobre la forma en la que el tiempo transcurría por la (nunca mejor llamada en este caso) mano de obra. Los moldes señalan el dolor silencioso que devora los cuerpos hasta el extremo de convertir los miembros en un amasijo, casi indiscernible, de restos derrotados.
Resultado de imagen de historia cultural del dolor  Silenciado en otros muchos ámbitos de la investigación médica y fisiológica, el dolor crónico de la Europa industrial se deja ver en la economía y en el periodismo. A mediados del siglo XIX, el más incisivo de todos los testimonios relacionados con los parias de los nuevos centros urbanos lo proporcionó Friedrich Engels, en Las condiciones de la clase trabajadora en Inglaterra, una obra publicada por primera vez en 1845. Su testimonio se sumaba a las descripciones de la literatura naturalista, en cuyas páginas se fusionaban el decaimiento físico y psicológico de los desheredados del mundo. En la sociedad victoriana, el cronista Henry Mayhew encontró en las vidas de las clases desfavorecidas una “dolorosa uniformidad”. Cualquiera que fuera su oficio, su edad o las condiciones que rodeaban su existencia, la acumulación de casos permitía encontrar rasgos comunes en la descripción minuciosa de las formas de sobrevivencia de individuos y grupos humanos marginales que, en muchas ocasiones, refieren las condiciones de su existencia en primera persona y en estilo directo. Su retrato del paisaje cotidiano se asemeja a la pintura costumbrista. En su cuadro de 1854, el pintor austriaco F.G. Waldmüller representó a una mujer tumbada en el suelo a poca distancia de la cuna en la que descansa un bebé. Como otras muchas escenas similares, el observador penetra en el territorio de la intimidad de un cuerpo semiconsciente que ya no tiene más razones que sus necesidades (ver fig. 60).
 La mayor parte de los seres humanos que han pasado sus vidas atenazados por el dolor no tienen acomodo en la historia de la medicina. Por el mismo motivo, a otras muchas personas que hoy no juzgaríamos enfermas se han dedicado libros enteros y monografías completas. Aun cuando de todas las enfermedades se pueda decir, de manera casi tautológica, que han sido “construidas”, lo que la enfermedad crónica debe a su contexto social es todavía más determinante, pues del mismo modo que la mera recurrencia de síntomas no determina la presencia de una condición clínica, la historia de la medicina nos ha dado ejemplos de enfermedades que hoy consideramos inexistentes, pero cuyos síntomas se parecen a algunos de nuestros modernos cuadros clínicos. Piénsese, por ejemplo, en la neurastenia, a la que más tarde nos referiremos. Los síntomas de esta condición debilitante tan de moda en la segunda mitad del siglo XIX guardan una notable similitud con algunos cuadros de depresión, de estrés o más específicamente, del llamado síndrome de fatiga crónica de las sociedades contemporáneas. Lo mismo podría decirse de la histeria, considerada como una epidemia por los psiquiatras de mediados del siglo XIX.
 El dolor crónico ocupa un espacio, y no menor, en muchas condiciones intratables o incurables. Al mismo tiempo, aparece de manera recurrente en enfermedades nerviosas de larga duración, tanto si a esas enfermedades se les atribuye un origen orgánico como psicológico. […] La distinción entre el dolor agudo y el dolor crónico, sobre la que se apoya con frecuencia la explicación histórica del surgimiento de la medicina del dolor o, como lo ha llamado David B. Morris, del “dolor posmoderno”, no es una prerrogativa del siglo XX ni tampoco permite explicar por sí sola el desarrollo de la medicina paliativa.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Santillana Ediciones Generales, 2011, pp. 286-290. ISBN: 978-84-306-0815-7.]             

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