XI.- La ciencia
«Una de las primeras
grandes experiencias de la humanidad es que existe una regularidad, una cierta
uniformidad en el acaecer natural, en los movimientos de los planetas, en la
salida del sol o de la luna, en el cambio de las estaciones; también en el
pensamiento mítico esta experiencia ha sido reconocida plenamente y ha
encontrado su expresión característica. Aquí tropezamos con las primeras
huellas de la idea de un orden general de la naturaleza. Mucho antes de
Pitágoras, este orden ha sido descrito no sólo en términos míticos sino también
con símbolos matemáticos. El lenguaje mítico y el matemático se entrelazan en forma
muy curiosa en los primeros sistemas de la astrología babilónica, que podemos
datar en un periodo tan antiguo como por los años 3800 a . c. Los astrónomos
babilónicos introdujeron la distinción entre los diferentes grupos de astros y
la división duodecimal del Zodiaco; no pudieron haberse obtenido estos resultados
sin disponer de una nueva base teórica. Pero fue necesaria, todavía, una generalización mucho más osada para crear la primera
filosofía del mundo. Los pensadores pitagóricos son los primeros en concebir el
número como un elemento omnicomprensivo, como un universal real. Su uso ya no
se halla confinado a los límites de un campo especial de la investigación, se
extiende a todo el campo del ser. Cuando Pitágoras hizo su primer gran
descubrimiento, cuando encontró que el tono dependía de la longitud de las
cuerdas, lo decisivo para la orientación futura del pensamiento filosófico y matemático
no fue el hecho mismo sino su interpretación. Pitágoras no podía pensar en este
descubrimiento como un fenómeno aislado. Parecía haberse revelado uno de los
misterios más profundos, el de la belleza. Para la mente griega la belleza ha
tenido siempre una significación enteramente objetiva. La belleza es verdad;
constituye un carácter fundamental de la realidad. Si la belleza que sentimos
en la armonía de los sonidos se puede reducir a una simple proporción numérica,
entonces resulta que el número nos revela la estructura fundamental del orden
cósmico. "El número —dice uno de los textos pitagóricos— es el guía y
maestro del pensamiento humano. Sin su poder todo quedaría oscuro y
confuso." No viviríamos en un mundo de verdad sino en un mundo de
decepción e ilusión. En el número y sólo en él encontramos un universo inteligible.
Pensar que este
universo constituye un nuevo universo del discurso —el mundo del número es un
mundo simbólico— era una concepción ajena por completo a la mente de los
pensadores pitagóricos. En éste, lo mismo que en todos los demás casos, no
podía existir una distinción aguda entre símbolo y objeto. El símbolo no sólo
explicaba el objeto sino que ocupaba su lugar definitivamente. Las cosas no
sólo guardaban relación con los números o eran expresables por ellos sino que eran
ellos. Ya no admitimos esta tesis pitagórica de la realidad sustancial del número;
no lo consideramos como el verdadero núcleo de la realidad, pero tenemos que
reconocer que el número constituye una de las funciones fundamentales del
conocimiento humano, un paso necesario en el gran proceso de objetivación que
comienza con el lenguaje pero, con la ciencia, adopta una forma enteramente
nueva, pues el simbolismo del número es de un tipo lógico totalmente diferente
del simbolismo del lenguaje. En éste encontramos los primeros esfuerzos de
clasificación, pero siguen siendo inconexos, no nos llevan a una verdadera
sistematización. Los símbolos verbales no poseen ellos mismos un orden sistemático
definido. Todo término lingüístico posee un área especial de sentido. Como dice
Gardiner, es "un rayo de luz que ilumina ahora esta porción y luego esa
otra del campo en que radica la cosa o, más bien, la compleja concatenación de cosas
significada por una frase". (The Theories of Speech and Language, p. 51.) Pero todos
estos diferentes rayos de luz no poseen un foco común, se hallan dispersos y aislados.
En la "síntesis de lo múltiple" cada nueva palabra arranca de nuevo.
Esta situación
cambia por completo en cuanto entramos en el reinado del número. Ya no podemos
hablar de números singulares o aislados. La esencia del número es siempre
relativa, no absoluta. El número singular no es más que un lugar singular en un
orden sistemático general, no posee un ser propio, una realidad autosuficiente;
su sentido se define por la posición que ocupa en todo el sistema numérico. La
serie de los números naturales es una serie infinita, pero esta infinitud no
pone límites a nuestro conocimiento teórico. No significa una indeterminación,
un ápeiron en el sentido platónico, sino justamente lo contrario. En la
progresión de los números no tropezamos con una limitación externa, con un
último término; pero sí encontramos limitación en virtud de un principio lógico
intrínseco. Todos los términos se hallan vinculados entre sí por un nexo común;
se originan por una y la misma relación genética,
que conecta un número n con su sucesor inmediato (n + 1). De esta
relación tan sencilla podemos derivar todas las propiedades de los números
enteros. La señal distintiva y el privilegio lógico máximo de este sistema es
su transparencia completa. En nuestras teorías modernas —en las teorías de
Frege y Russell, de Peano y Dedekind— el número ha perdido todos sus secretos
ontológicos. Lo concebimos como un nuevo y poderoso simbolismo que, por lo que
respecta a los fines científicos, es infinitamente superior al simbolismo del
lenguaje. No encontramos palabras dispersas sino términos que proceden según el
mismo plan fundamental y que nos ofrecen, por lo tanto, una ley estructural
clara y definida.
Sin embargo, el
descubrimiento pitagórico no significa más que un primer paso en el
desenvolvimiento de la ciencia natural. Toda la teoría del número fue súbitamente
puesta en cuestión por un nuevo hecho. Cuando los pitagóricos se dieron cuenta
de que en un triángulo rectángulo la hipotenusa no era conmensurable con los
catetos, tuvieron que encararse con un problema enteramente nuevo. Sentimos la
profunda repercusión de este dilema en toda la historia del pensamiento griego,
especialmente en los diálogos de Platón. Significa una auténtica crisis de la
matemática griega. Ningún pensador antiguo podía resolver el problema a la
manera moderna, introduciendo los llamados "números irracionales".
Desde el punto de vista de la lógica y de las matemáticas griegas, la expresión
"números irracionales" es una contradicción en los términos. Era un άρρητον, algo que no
puede ser pensado y de lo que no se puede hablar. Desde que el número ha sido
definido como un entero o como una razón entre enteros, una longitud
inconmensurable era una longitud que no admitía ninguna expresión numérica, que
desafiaba y aniquilaba los poderes lógicos del número. Lo que los pitagóricos
buscaron y encontraron en el número fue la armonía perfecta de todas las
especies del ser y de todas las formas del conocimiento, de la percepción, de
la intuición y del pensamiento. A partir de entonces, la aritmética, la
geometría, la física, la música y la astronomía parecían formar un todo único y
coherente. Todas las cosas en el cielo y en la tierra se convertían en
"una armonía y un número". Pero el descubrimiento de las longitudes
inconmensurables significaba el quebrantamiento de esta tesis; ya no existía
armonía real entre aritmética y geometría, entre el campo de los números
discretos y el campo de las cantidades continuas.
Fue menester el
esfuerzo de varias centurias del pensamiento matemático y filosófico para
restaurarla. Uno de los últimos logros del pensamiento matemático ha sido la
teoría lógica del continuo matemático. Sin ella, toda creación de números
nuevos —números fraccionarios, números irracionales, etc.— parecía siempre una
empresa muy dudosa y precaria. Si la mente humana podía crear por su propio
poder arbitrariamente una nueva esfera de cosas, teníamos que cambiar nuestros
conceptos acerca de la verdad objetiva. También en esta ocasión el dilema
pierde su fuerza en cuanto tomamos en consideración el carácter simbólico del
número. En tal caso se hace evidente que al introducir nuevas clases de números
no creamos objetos nuevos sino símbolos nuevos. Los números naturales se hallan
a este respecto en el mismo nivel que los números fraccionarios o irracionales.
Tampoco son ellos descripciones o imágenes de cosas concretas, de objetos
físicos; expresan, más bien, relaciones verdaderamente simples. La ampliación
del ámbito natural de los números, su extensión a un campo más ancho, no
significa más que la introducción de nuevos símbolos aptos para describir
relaciones de un orden superior. Los números nuevos son símbolos, no de
relaciones simples, sino de relaciones de relaciones, de relaciones de
relaciones de relaciones y así sucesivamente. Todo esto no está en contradicción
con el carácter de los números enteros sino que lo aclara y confirma. Para
llenar los hiatos entre los números enteros, que son cantidades discretas, y el
mundo de los fenómenos físicos contenido en el continuo de espacio y tiempo, el
pensamiento matemático se vio obligado a buscar un nuevo instrumento. Si el
número fuera una cosa, una substantia quae in se est et per se concipitur, el
problema hubiera sido insoluble. Como era lenguaje simbólico, bastaba con
desarrollar el vocabulario, la morfología y la sintaxis de este lenguaje en una
forma consecuente. No hacía falta un cambio en la naturaleza y esencia del número
sino sólo un cambio de sentido. Una filosofía de las matemáticas tiene que probar
que un cambio semejante no conduce a una ambigüedad o a una contradicción, que
cantidades no aptas de ser expresadas exactamente por números enteros o la
razón entre ellos se hacen completamente comprensibles y expresables con la
introducción de símbolos nuevos.
Uno de los primeros
grandes descubrimientos de la filosofía moderna consiste en haber visto que
todas las cuestiones geométricas admiten semejante transformación. La geometría
analítica de Descartes ofreció la primera prueba convincente de la relación
entre la extensión y el número. A partir de entonces, el lenguaje de la
geometría cesó de ser un idioma especial; se convirtió en parte de un lenguaje
mucho más amplio, de una mathesis universalis; pero no le fue posible a
Descartes dominar el mundo físico, el mundo de la materia y del movimiento, en la
misma forma. Sus intentos para desarrollar una física matemática fracasaron. El
material de nuestro mundo físico se compone de datos sensibles y los hechos indóciles
y refractarios representados por ellos parecían resistir a todos los esfuerzos del
pensamiento lógico y racional de Descartes. Su física resultó una urdimbre de supuestos
arbitrarios, pero si pudo equivocarse como físico en sus medios, no se equivocó
en su propósito filosófico fundamental que, a partir de entonces, se comprendió
con claridad y quedó establecido con firmeza. En todas sus ramas, la física
tiende al mismo punto; trata de colocar el mundo de los fenómenos naturales bajo
el control del número.»
[El texto pertenece a la edición en español de Fondo de Cultura Económica, 1968, en traducción de Eugenio Imaz, pp. 181-184.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: