Las diosas del destino
«Las experiencias alegres y dolorosas por las
que atraviesa el hombre le permiten reconocer con más claridad a las potencias
en cuya acción se enreda la suya propia. Percibe unas leyes que retornan y que
es preciso tener en cuenta. No todo parte de los dioses más venerados, puesto
que éstos ni entretejen su propia existencia con la existencia penosa del
hombre ni tienen como misión ordenar y determinar directamente todo lo relacionado
con el destino de la vida humana. Esta tarea corresponde a otras divinidades,
que los griegos identificaron globalmente como femeninas. Son las moiras y las
ilitías, Némesis, Dice y Ate. También se incluye aquí a las erinias. El hombre
llega a conocer su peculiar poder sólo cuando se encuentra con ellas. Aprende a
diferenciarlas sólo por la repetición de los encuentros. Si las hiere, sobre él
recae todo lo que hay de hiriente en sus acciones. Ellas se apoderan de su modo
de actuar, lo unen y con él hilan un hilo, tejen un tejido. Ésta es la función
de las moiras.
Moira, como concepto, significa porción,
parte. Las moiras asignan al hombre una parte. Eso significa que el concepto de
destino también puede ser entendido como partícipe y, por tanto, sólo en
relación con otros destinos. El mundo como totalidad carece de destino, para él
no existen las moiras. Si se lo considera como un mecanismo, posee una
necesidad mecánica. En sentido estricto, tampoco el individuo —suponiendo que
existiese como tal— tiene un destino. El destino es siempre algo común,
cimentado sobre la interrelación. De ahí que las moiras no sólo «hilan» el hilo
de cada destino individual, sino que trabajan en todo el tejido; las partes que
se reconocen como hilos adquieren su destino por el entrelazamiento con otras
partes, por su relación con ellas. Las moiras manejan el curso de los hilos y
producen la trama. La imagen está tomada del arte de tejer, del trabajo de la
mujer en el telar. El acto de hilar, en el que lo único que importa es el largo
o el corto de la hebra, sólo define de manera
incompleta su actividad, pues la moira abarca más, implica que el hombre se
hace destino para el hombre. Moiras y hombres van juntos, y las moiras velan
por el hombre desde que nace hasta que muere, pero no velan por las plantas y
los animales, pues éstos no tienen destino, quedan completamente absorbidos por
la especie y no hacen más que retornar. Las moiras tampoco deciden acerca de
los dioses, en tanto que éstos carecen de destino. De otro modo, el Olimpo no
sería lo que es. Por su rango, las moiras parecen menores que los dioses
olímpicos y no los gobiernan. Actúan en el ámbito de la soberanía de Zeus, no
fuera de él ni por encima de él. En la esfera de los titanes no existen moiras,
pues no hay nada en ella que tenga destino. No obstante, la función de soberano
de Zeus incluye sopesar los sinos, sin que por ello esté inexorablemente sujeto
al veredicto de la balanza; él tiene libertad, puede cambiar la moira, que
aparece aquí como peso. Esta concepción es propia de la poesía épica. Para
Hesíodo, que en la Teogonía define a las moiras como hijas de Zeus y de
Temis, éstas dependen de Zeus, que las honra particularmente. A este propósito,
se menciona a Zeus como moirageta, conductor de las moiras. Hacen su aparición
en un coro conducido por él, de ahí que estén vinculadas tanto las unas a las
otras como a su función. Este vínculo se halla, por otra parte, en
correspondencia con su vinculación a los hombres. No es únicamente Zeus,
también los demás dioses pueden gobernar a las moiras. Apolo, Deméter y
Perséfone colaboran con las moiras. Cabe pensar que esta conducción se
corresponde, según cuál sea el dios que conduzca, al entramado del tejido. De
ahí resulta que la moira de los dioses, su parte en el sino de los hombres,
pueda ser separada de la participación de las moiras en este sino. Es evidente
que en la epopeya las moiras están limitadas, pues no viven en un espacio sin
soberano ni tienen una autonomía ilimitada sino que están sujetas a la
legalidad del soberano, al nomos basileus de Zeus. No pueden intervenir
en el modo de obrar de los dioses, no pueden anular ni limitar la participación
del dios en el hombre. Los trágicos, en concreto Esquilo, sostienen a este
respecto otra opinión. Ahora bien, si preguntamos qué provoca esta limitación
de las moiras en la epopeya veremos que están limitadas precisamente por la
intervención activa de los dioses, por su proximidad con el hombre y su
vinculación con él. Destacan con más fuerza a medida que se aleja esta
participación de los dioses por los hombres, que los dioses se retiran del
hombre y se desvanecen para él. El destino, como tal, significa ya un
alejamiento de los dioses, la actuación impersonal y anónima de los poderes.
Si consideramos la función de las moiras tal
como la describe la poesía épica, se plantea la siguiente pregunta: ¿hay algo
que no esté sujeto a las moiras? Es evidente que antes de que empiecen a
desempeñar su función tiene que existir el hombre.
Las ilitías, las diosas del parto, están
activas antes de la intervención de las moiras. Asisten al parto del niño, lo
traen a la luz y a la vida, supervisan el nacimiento y las contracciones.
También ellas son diosas del destino, si bien en un sentido mediato, porque
actúan bajo la condición de la vida sujeta al destino, durante el nacimiento.
En este sentido, se vinculan a las moiras. El recién nacido, el lactante,
carece de destino, vive en una dependencia absoluta y en razón de esta dependencia
tiene una vida sin destino. Puesto que el destino abarca el hacer y el padecer
de un modo tal que lo uno es impensable sin lo otro, se adhiere a ambos. La
vida y el destino no son lo mismo.
Las moiras tejen el destino en la vida. Héctor
ya existe cuando llegan ellas. Pero hay algo que todavía es más importante: en
contraposición con Zeus, no depende de las moiras la plenitud de la existencia,
de ellas depende sólo ese vuelco de las circunstancias que podría llamarse
propio del destino, sólo el movimiento. Ni otorgan al hombre la vida ni hacen
de él aquello que es cuando aparece en la tierra. No proyectan su
predisposición, puesto que ya existe con ella; no le confieren el carácter,
puesto que éste es innato en él y no pueden cambiarlo. Se encuentran con el
hombre tal y como es, y así como lo encuentran dan comienzo a su misión con él.
Del mismo modo actúa la Aisa homérica. Acontece lo que Aisa determina para el
hombre y lo que las implacables hilanderas urden, después del nacimiento, con
el hilo en ciernes. Se distingue a Aisa de las moiras, pero no somos capaces de
definir lo que las diferencia. La Ilíada también dice de Aisa que teje
la trama con el hilo que se va desenvolviendo. Puesto que los conceptos de
suerte y de parte difícilmente pueden separarse, para nosotros también Aisa y
moira convergen. Si bien hilar es una tarea propia de las moiras, con la que
éstas ocupan su tiempo, no la ejercen sólo ellas. Allí donde se da a conocer
una calamidad que procede de los dioses, son ellas quienes hilan. Traman para
el hombre una vida llena de aflicciones, pero ellas no sufren. Homero no
menciona lo que lleva a cabo Tique; no aparece en él. Arquéloco menciona a
Tique junto con Moira; para Píndaro, Tique es una de las moiras. Esquilo las
llama las hermanas madres y también hermanas de las erinias, y dice que las
moiras asignan su misión a las erinias.
No cabe pensar que aquello que las moiras
traman para la vida, para su curso, sea algo arbitrario, casual e inconexo, sin
relación con el hombre, con su esencia, su manera. Eso estaría en contradicción
con el modo de actuar de las moiras, que es un modo necesario. La moira que las
moiras traman para cada hombre no está en contradicción con el ser de este
hombre; esta moira es la parte que está en conformidad con su esencia, la parte
que le corresponde. Las moiras actúan kata moiran, conforme al orden,
según lo que corresponde. Dado que urden el destino del hombre, ya sea de
acuerdo con su voluntad, ya sea en contra de ella, no puede hablarse aquí de
libre voluntad del hombre. La urdimbre no sucede a posteriori, no como una mera
confirmación y consignación de un acontecer ya consumado, sino que se va
urdiendo. Lo que producen las moiras sucede por necesidad, es ananke, sin
que por ello sea un fatum ciego. La certeza de que las moiras están
siempre activas no resulta en un fatalismo, pues a la vez siempre se mantiene
viva la convicción de que el hombre dispone por sí mismo de la parte que urde
para él. Las moiras y los hombres actúan conjuntamente. Que el hombre se crea
su propio mal, tal y como dice Zeus en la asamblea de los dioses, no se
contradice con la actuación de las moiras, puesto que ellas no crearon al
hombre, es él mismo la condición última de sus propios males; ellas no existen
sin él. Si el hombre no diese a las moiras motivos para intervenir, ellas no
podrían hacer nada. No crean desde sí mismas sino que actúan a través del
hombre, por medio de él, y para ser activas dependen sin lugar a dudas de él.
El hombre participa en la creación de su moira. El mal y la fatalidad, la
fortuna y el infortunio adquieren sentido sólo por su vinculación con la
voluntad del hombre, sin la cual no son nada y no pueden significar nada. De
ahí que las moiras no se encuentren directamente con el hombre y no se
aparezcan a su vista. El hombre no las ve como ve a los dioses. Crean sin ser
vistas y actúan en lo oculto, en los hilos y los pliegues de la vida. Teócrito,
en su primer Idilio, dice que Afrodita intentó elevar a Dafne muerto
pero que no lo logró, pues faltaba el hilado de las moiras. Este hilado falta
porque se acaba con la muerte, porque con él también finaliza todo quehacer de
las moiras. En el Hades no hay moiras.
Todo esto indica que las moiras son diosas del
tiempo, que actúan en los tejidos temporales de la vida. No crean flores, ni
imágenes, ni figuras de la vida; sólo tienen que ver, más bien, con las
interconexiones. No llegan al ser sino a su aparición en el tiempo. También lo
que viene inspirado por las musas les queda lejos, como apuntan las palabras de
Empédocles cuando dice que la Gracia odia la necesidad difícilmente soportable.
Lo difícilmente soportable de la necesidad se desvanece ante la actuación de
las cárites, pero se percibe en las moiras. En ellas se observa falta de
interés por la realización de sus tareas. En sus quehaceres hay algo severo,
atento, que jamás flaquea. Su incesante e incansable laboriosidad sólo afecta a
su labor, en la que no se ven entorpecidas ni por el afecto ni por el
desafecto. No les importa el hombre en cuyo destino participan hilando; no
toman partido por él, ni le dedican atención. Esto les confiere un aspecto
ceniciento. Son doncellas éneas que parecieran asexuales; no cabe dudar de su
continua seriedad.
Dice, que según Hesíodo es hija de Zeus y de
Temis y una de las tres horas, posee una cierta ubicuidad. Si bien no permanece
siempre cerca de Zeus, como sí lo hace Temis, que es la asesora permanente del
dios, está muy emparentada con su madre por su misión y su esencia. Temis
también abarca a Dice, que nace de su vientre como hija de Zeus. Dice puede
acceder libre mente a Zeus y se le acerca quejumbrosa cuando ha sido herida.
Tiene en común con las otras horas que ampara las obras de los hombres. Este
rasgo de su esencia, típico de las horas, es rítmico, tiene un orden temporal y
ocurre dentro del espacio del tiempo. Al mismo tiempo, es la fragancia y la
eufonía que permite a los poetas decir de un objeto: huele a las horas, se ha
bañado en el manantial de las horas. Si en un primer momento la función de las
horas fue custodiar y gobernar las estaciones del año, fomentar lo que germina,
brota, florece y da frutos, Hesíodo amplia su función, que se hace extensiva a
los hombres y a la regularidad en la que viven, si bien siempre mantiene el
ritmo y retorna en un periodo bien ordenado. Hesíodo dice que las horas hacen
madurar el quehacer de los hombres. La Dice danzante que baila en el coro es la
imagen más sublime de este orden, que se convierte en fragancia entera, en flor
y en eufonía. Cuando se habla de la flor de la juventud, se habla de la hora.
Si prescindimos de todo esto, sólo queda en Dice severidad y coacción. Pero el
orden forzado, el mero estatuto impuesto y cumplido no tiene nada de Dice. Dice
no se complace con él. No es una diosa de la necesidad sino que su naturaleza
está inspirada por las musas y sólo se siente bien allí donde, en el hombre,
resalta lo inspirado por ellas. Como sus hermanas, Dice es amiga de las musas y
de las cárites, cuida lo bello y encantador. La Dice intacta es imperceptible
pero actúa por todas partes sin ser vista, benévola, brindando, fomentando el
crecimiento, demostrando su participación por el hombre que la honra. Es la Dice
intacta la que encontramos ante todo en las obras de los poetas épicos y
líricos; los trágicos mencionan a la Dice violada. En ésta, su naturaleza
cambia, pues la fuerza inquebrantable que le es propia se levanta contra quien
la quebranta para condenar y castigar. Lleva la espada con la que atraviesa el
pecho del impío y se alía con las erinias. En este sentido más restringido
custodia el derecho y las costumbres, combate el quebrantamiento de la ley
y la prevaricación. Esta misión está más acotada porque precisa haber sido
vulnerada antes de intervenir. En un sentido más amplio, en el baile de las
horas advertimos a la Dice intacta que preside el orden adecuado de la vida
entera.
Ate, que a decir de Homero tiene a Zeus como
padre y, según Hesíodo, a Eris como madre, es la diosa de la desdicha que
maquina las decisiones, las palabras y los actos precipitados y atropellados.
Llega veloz, volando con sus pies alados, y con alados pies camina sobre las
cabezas de los hombres. No se fija en lo ponderado, en lo meditado, sino en los
actos y los pensamientos sobresaltados y pasionales, que favorece y suscita.
Donde con el acaloramiento irrumpe la palabra incisiva, desconsiderada e
hiriente, allí está Ate. Suelta la lengua, arrastra. Cuando así lo hizo con
Zeus, induciéndole al juramento que privó a Heracles de su poder, Zeus la
agarró por los pelos y la precipitó desde lo alto del Olimpo, al que nunca más
pudo regresar. A decir de Homero, Ate cayó sobre las obras de los hombres. Por
tanto, no tiene nada que hacer en el Olimpo, está excluida de la comunidad de
los dioses y reina sólo sobre los hombres. En el cambio que precipita sobre las
obras de los hombres, queda claro que no sólo provoca y suscita las decisiones
infaustas sino que también tiene una misión vengativa. No es sólo la urdidora
maliciosa de desdichas, que rápidamente se transforma, sino también la diosa
vengadora y justiciera del destino. Como tal aparece en los trágicos. Su misión
es más limitada, su ámbito más acotado que el de Dice, pero en Homero es una
diosa poderosa. Esquilo dice que es una diosa subterránea: Zeus hace surgir de
las sombras a Ate para que ejerza su tardía venganza sobre el poder sacrílego e
impío de los hombres. Dice de ella que abraza al sacrílego con una fuerza que
desgarra el alma hasta que se impregna de un torrente de desgracias. En la Ate
de los trágicos no queda nada ligero y flotante; su función es concreta,
punitiva. Cabe suponer que la actuación de Ate pueda coincidir con la de las
moiras, es más, que una coincidencia como ésta es preciso que se produzca con
frecuencia, pero no hay que confundir a Ate con las moiras. Las moiras
acompañan al hombre durante todo su trayecto, durante su entero recorrido,
mientras que Ate va y viene. Ate posee algo que sin duda es infausto, sin
embargo, no cabe imaginar a las moiras como meras divinidades de la desdicha.
Cuando parece que es así, se debe a que la vida de los hombres siempre está
amenazada por el hado y que esta amenaza se hace visible por doquier. Todo
hombre tiene moiras, pero no a todos se les aparece Ate. Las moiras actúan de
un modo diferente a Ate. Las moiras determinan el destino del hombre por medio
de tramas y concatenaciones, en un acontecer coherente y consecuente. No son
vengadoras ni jueces sino que actúan en virtud de una necesidad condicionada.
Su justicia, que parece indiferente, no es ordenadora, equilibradora y
restablecedora como la de Ate, que detenta la función de la venganza y hace
probar al sacrílego su poder. Así la mencionan los trágicos. La Ate homérica, en
cambio, es imprevisible, caprichosa, alevosa y maliciosa, pero ligera como un
pájaro, de una ligereza divina.
Lo que diferencia a Némesis, hija de la Noche,
de Ate, es su modo de intervenir. Lo que la distingue de Dice es que le falta
aquel caminar rítmico, temporal, propio de las horas, con que camina Dice.
Probablemente, la palabra a utilizar para ofrecer una idea clara de Némesis sea
miedo. Quien conoce a Némesis, o cree intuirla la teme mucho. Hesíodo la
menciona junto con Aidos. Si se traduce aidos por vergüenza se lo
restringe demasiado; aidos también significa pundonor, consideración,
temor, veneración, respeto. Indica deferencia. El temor a Némesis precede a su
llegada y en este temor se originan los actos que pondrán en marcha la
reconciliación de Némesis. El sacrificio voluntario de algo de la propia suerte
se destina a la conciliación de Némesis. Cuando en nuestra presencia alguien
afirma que todo le sale bien y conforme a su deseo; cuando, en relación con el
futuro, está lleno de confianza, golpeamos bajo la mesa con los nudillos,
tocamos madera. También lo hacemos cuando hemos hablado con demasiada
confianza. Esto se parece, en cierto modo, al sentimiento de los griegos cuando
sienten la proximidad de Némesis. Pero para sentir de verdad esta proximidad,
para alimentar el miedo a ella, no se requiere sólo una atención particular
sino también una madurez y una sensibilidad plástica por las proporciones que
fundamentan y delimitan la vida. A toda hybris le ha sido dado
tener poca conciencia de sí misma y no presentir que se aproxima Némesis. De
aquí procede la idea, en Heródoto y en Píndaro, de que precisamente el dichoso,
el que se ha liberado del recelo, está particularmente expuesto a Némesis. Ella
vela por las medidas, por los límites y las proporciones, y también por lo
conveniente, y es, por tanto, una diosa que equilibra y restituye. Si
examinamos esta misión suya con más precisión, vemos que su intervención no
necesita presuponer una culpa; antes bien, interviene según el estado de las
cosas, provocando el cambio, el vuelco que se manifiesta en la vida de los
hombres. Esta convicción está claramente expresada en la idea de que los dioses
no le otorgan al hombre una dicha demasiado grande, de que se sienten heridos
por una dicha que se parezca demasiado a la suya. Basta esta grandeza, esta
solidez e invariabilidad de la dicha para mover a Némesis a actuar. Que el
exceso de dicha es un peligro, que nadie puede mantenerse en la cima y
necesariamente tiene que caer cuando la ha alcanzado, es una de las enseñanzas
que imparte Némesis a los hombres. Provoca la profunda, imprevisible y terrible
caída desde las alturas. La ceguera con respecto a Némesis está amenazada por
la caída. Cuando se la entiende más próxima a Dice y a las erinias, allí donde
el dichoso se convierte en arrogante y sacrílego, Némesis se transforma en
diosa punitiva y ajusticiadora, tal y como la definen los trágicos. Su epíteto,
Adrastea, «la ineludible», no sólo apunta a la vengadora sino a su misión de
conservar toda medida humana e instaurar un equilibrio entre los destinos. Es
la diosa de las mudanzas y las vicisitudes de la vida, pues en lo que dura y
permanece no se hace visible, y sólo actúa desde lo oculto. La Némesis en reposo
es invisible. Por muy grande que sea el movimiento que produce, hemos de
imaginárnosla tranquila. Además, se muestra con una figura hermosa y en las
obras de arte es tan parecida a Afrodita que no es fácil distinguirlas, razón
por la cual Agorácrito, discípulo de Fidias, pudo transformar su Afrodita en
una Némesis con sólo conferirle otros atributos. La belleza de las proporciones
de Némesis apunta a la simetría por la que ella siente simpatía. Es suave y
amable, y aquel que le profese respeto no deberá temer nada de ella. Sus
atributos son las bridas, la espada, las alas y la rueda con grifos.
Para dar una idea de cómo el pensamiento
abstracto maneja el concepto de Némesis mencionaremos lo que dice a este
respecto Aristóteles, en el capítulo séptimo del libro segundo de su Ética a
Nicómaco. Define a Némesis como una sensación de dolor por la dicha
inmerecida de los hombres indignos. Para él, Némesis es la virtud, un
intermedio entre la envidia a la que aflige el bienestar ajeno y el contento
por la desgracia de los otros. A este concepto de Némesis se le podría llamar
el concepto civil; si nos remontamos a tiempos anteriores, llegamos a la
concepción de los trágicos. La épica no relaciona estas ideas con Némesis, en
particular, no la idea de un orden moral que es necesario restituir. Aquí
Némesis dispone a su antojo y con arbitrariedad divina. Su intervención no
presupone el sacrilegio, la culpa y la falta, designa el propio curso
predestinado de la vida, el cambio de las circunstancias, la transformación veloz
y a menudo fulgurante, el desplome y la caída.»
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