miércoles, 3 de marzo de 2021

En torno a los orígenes de la revolución industrial.- Eric Hobsbawm (1917-2012)

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Primero: La crisis general de la economía europea en el siglo XVII
Las condiciones para la revolución industrial 

 «Debemos examinar ahora el problema específico del origen de la revolución industrial. La concentración y la redistribución pueden haber echado los cimientos del avance posterior, pero no explican por sí mismas su naturaleza precisa. Porque, si de ellas habría de surgir la industrialización, ésta tenía que producir dos formas singulares de expansión. Primero, tenía que fomentar las manufacturas en los países con base capitalista más fuerte y en escala suficiente para revolucionar (gradualmente) al resto del mundo. Segundo, tenía que establecer la supremacía de la producción sobre el consumo, lo cual constituye un requisito previo fundamental para la industria capitalista. […]

Las condiciones para la revolución industrial

 El segundo punto es igualmente evidente. Si la industria algodonera de 1760 hubiese dependido íntegramente de la demanda real de piezas de tela en ese momento; los ferrocarriles, de la demanda real de 1830; la industria automotriz de la de 1900, ninguna de estas industrias habría atravesado una revolución técnica. En cambio, podrían haberse desarrollado como la industria de la construcción, que fluctúa más o menos al mismo tiempo que la demanda real, estando a veces a la cabeza y a veces rezagada pero nunca, hasta el presente, impulsada al extremo de una verdadera conmoción técnica. La producción capitalista, por lo tanto, hubo de encontrar las maneras de crear sus propios mercados de expansión. Excepto en casos raros y localizados, es esto precisamente lo que ella no podía hacer dentro de una estructura feudal. En un sentido muy amplio, puede decirse que logró sus fines mediante la transformación de la estructura social. El mismo proceso que reorganizó la división social del trabajo, incrementó la proporción de trabajadores no agrícolas, diferenció al campesinado y creó las clases asalariadas, creó también hombres que dependían, para satisfacer sus necesidades, de las compras al contado. En una palabra, dio origen a los clientes para los productos. Pero quien examina la cuestión en esta forma es el investigador, no el empresario que decide revolucionar o no su producción. Además, no es de ninguna manera evidente que en estas primeras etapas la transformación social hubiese sido lo suficientemente vasta y rápida como para producir una expansión tan rápida de la demanda o —en todo caso— una posibilidad de expansión tan tentadora y cierta como para impulsar a los fabricantes hacia la revolución técnica. Ello es así en parte porque las "zonas desarrolladas" del siglo XVII y comienzos del XVIII eran todavía relativamente pequeñas y dispersas, y en parte porque la creación de condiciones para la producción capitalista crea mercados para sus productos, de muy diferentes maneras. En un extremo, tenemos países como los Estados Unidos, que habrían de desarrollar un fuerte mercado interno para sus manufacturas. En el otro —y éste era, por muchas razones, más probable durante nuestro período— tenemos países en los cuales la demanda per cápita de productos era extremadamente baja, al menos entre la masa de campesinos y trabajadores. Por lo tanto, si había de producirse una revolución industrial, cierto número de países o industrias debían operar dentro de una especie de "succión forzada" que avivara la codicia de los empresarios hasta el punto de la combustión espontánea.
 ¿Cómo se originó esta "succión forzada"? Pueden sugerirse las siguientes respuestas: Primero: como hemos visto, el comercio de todos los países estaba ampliamente concentrado directa o indirectamente, en manos de los más avanzados industrialmente. Segundo: estos países —sobre todo Inglaterra— generaron una amplia y expansiva demanda dentro de sus mercados locales. Tercero: (y quizás este hecho sea el más importante), un nuevo sistema colonial, basado principalmente en la economía de las plantaciones de esclavos, produjo su propia succión forzada especial, que probablemente fue decisiva para la industria británica del algodón, que fue la verdadera industria pionera. Es probable que estas tres respuestas sean esenciales. Lo que puede discutirse es cuál de ellas proporcionó el principal incentivo. Pero si lo que este artículo sostiene es correcto, esperamos encontrar signos de un cambio y un avance fundamentales en los mercados mundiales durante la última parte del siglo XVII,  pese a que éstos podrían ser más marcados en los mercados controlados por economías capitalistas "avanzadas" que en otros.

 Los mercados no desarrollados

Resultado de imagen de en torno a la revolucion industrial Poco es lo que sabemos acerca de los mercados internos (por ejemplo, la demanda de la masa de ciudadanos en una ciudad cualquiera), antes del siglo XX. Y sabemos menos aun acerca del fenómeno característico de la era moderna: el aumento de la demanda de productos y servicios nuevos como la radio (o en el período de que estamos ocupándonos, el tabaco, el te, el café o el chocolate), a diferencia de la demanda de productos nuevos destinados a satisfacer viejas necesidades, como las medias de nylon en lugar de las de seda (o, en el período que nos ocupa, el azúcar en lugar de los edulcorantes más antiguos). Fuera de esto, sólo con gran cautela podemos hablar de desarrollos de mercados. Sin embargo, es más improbable que la demanda aumentara considerablemente en la mayor parte de los países continentales, ni tan siquiera entre las confortables clases medias urbanas que eran los compradores más entusiastas de las manufacturas estandardizadas antes del siglo XIX. El té y el café siguieron siendo artículos de lujo hasta el siglo XVIII y la producción azucarera progresó lentamente entre 1630 y 1670. Había todavía una escasa demanda de cristal y alfarería en lugar del metal, aun entre las más prósperas familias de clase media. Los distritos suizos dedicados a la relojería no avanzaron a grandes pasos hasta el siglo XVIII. La venta al menudeo permaneció sin especializarse en muchas ciudades alemanas y, hasta mediados del siglo XVII, aun los parisienses obtenían más trigo de los granjeros que de los comerciantes. Puede haber habido un aumento del comercio rural al por menor a fines del siglo XVI, en los lugares donde las ciudades y los señores no lo impedían. No obstante, las quejas acerca del aumento de los buhoneros pueden indicar un debilitamiento de los monopolios de la ciudad antes que un aumento de las compras rurales en efectivo. De todos modos, el comercio rural, decayó durante la crisis. Es indudable que en nuestro siglo, Rennes y Dijon no eran ya los mercados que habían sido. Sólo pudo haber aumentado la demanda de ciertos productos, a menudo monopolizados por estados y señores y producidos por ellos: tabaco y alcohol. Sin embargo, si se hace un balance se advierte que la crisis puede haber favorecido muy poco el desenvolvimiento espontáneo de la industria capitalista para los mercados continentales internos. Pudo en cambio favorecer: a) la producción artesanal para una serie de mercados locales, lo cual retardó el progreso de la industria; b) el encarecimiento de manufacturas muy baratas, subproductos del ocio o de la opresión campesinas.
 El mercado más accesible en la mayoría de tales países era también el menos conveniente para el desarrollo capitalista, es decir, el de los estados y las aristocracias. Fue así que los condes Czernin prestaron al emperador cuatro millones de florines entre 1690 y 1724, pese a lo cual reservaron bastante para los gastos y construcciones más suntuosas. Pero nada de esto lubricó las ruedas de la industria con tanta eficacia como las compras de la clase media. Así, un Holstein Junker mediano, en 1690, empleaba a 45 lacayos y sirvientes, además de los siervos de la propiedad: más que la plana mayor del Duque de Bedford a mediados del siglo XVIII. Pero el futuro industrial no exigía una infinita disposición para mantener empleados a equipos de cocineros, estucadores o peluqueros, sino una demanda masiva.
 Parte de ello lo proveían los estados y aristocracias, aunque bastante ineficazmente. Primero, lo hicieron por medio de encargos directos para estandardizar el equipo y los uniformes del ejército —una innovación del siglo XVII— y otras cosas, similares. Probablemente, este hecho tuvo mayor importancia para las industrias del metal para las cuales, antes de la Revolución Industrial, la guerra era el principal cliente. Segundo: trasladaron el poder adquisitivo a clases con mayor propensión a comprar productos estandardizados, a los soldados, taberneros y tenderos que vivían de ellos, a los rentistas pequeños y medios y a la masa de empleados públicos, sirvientes y dependientes menores. En realidad, en muchas zonas las perspectivas de un buen mercado dependían en gran medida de la eficacia con que los valets robaban a sus amos. La mayoría de estos métodos hallaron expresión en la "gran ciudad", mercado mucho más eficaz para las mercancías que la ciudad pequeña o media, y dejaron de lado al villorrio miserable. En París o en Viena, pudo hacer su aparición un simulacro de mercado capitalista local, con una demanda masiva de alimentos, productos domésticos, tejidos de clase media, materiales de construcción, etc. —alentado por la concentración de la riqueza que se produjo durante el período de crisis— a pesar de que ello estimuló quizás una expansión semi-artesanal (como la del negocio de construcciones) y no una verdadera industria.
 Naturalmente, los estados absolutistas también proporcionaron el apoyo financiero, político y militar necesario para arriesgadas empresas comerciales tales como las guerras y las nuevas industrias, y actuaron como agentes para la transferencia de la riqueza acumulada, desde el campesinado y otras gentes, a los empresarios. Es posible -que ello pueda haber conducido a una satisfacción más eficaz de la demanda interna aunque, como sabemos, el principal esfuerzo de los estados mercantilistas continentales se orientó hacia las exportaciones (o hacia una combinación de varios mercados internos, los del país y los captados en otros países). Pero aun en esta tarea, los empresarios de los estados no desarrollados, aun, con el apoyo del estado, estaban en gran desventaja en comparación con los desarrollados, que eran quienes poseían realmente un mercado interno en crecimiento. Por lo tanto, en una parte de Europa la crisis del siglo XVIII, diferente de la de 1815-48, demostró su esterilidad económica. Al menos, las semillas sembradas entonces no germinaron hasta mucho más tarde.
 En las zonas marítimas, es indudable que los mercados nacionales crecieron considerablemente. En Inglaterra al menos, tienta considerar al siglo XVII como el período decisivo en la creación del mercado nacional.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Siglo Veintiuno Editores, 1988, en traducción de Ofelia Castillo y Enrique Tandeter, pp. 53-60. ISBN: 84-323-0325-9.]
 

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