Primero: La crisis general de la economía europea en el siglo XVII
Las condiciones para la revolución industrial
«Debemos examinar
ahora el problema específico del origen de la revolución industrial. La
concentración y la redistribución pueden haber echado los cimientos del avance
posterior, pero no explican por sí mismas su naturaleza precisa. Porque, si de
ellas habría de surgir la industrialización, ésta tenía que producir dos formas
singulares de expansión. Primero, tenía que fomentar las manufacturas en
los países con base capitalista más fuerte y en escala suficiente para
revolucionar (gradualmente) al resto del mundo. Segundo, tenía que
establecer la supremacía de la producción sobre el consumo, lo cual constituye
un requisito previo fundamental para la industria capitalista. […]
Las condiciones para la revolución industrial
El segundo punto es
igualmente evidente. Si la industria algodonera de 1760 hubiese dependido
íntegramente de la demanda real de piezas de tela en ese momento; los
ferrocarriles, de la demanda real de 1830; la industria automotriz de la de
1900, ninguna de estas industrias habría atravesado una revolución técnica. En
cambio, podrían haberse desarrollado como la industria de la
construcción, que fluctúa más o menos al mismo tiempo que la demanda real,
estando a veces a la cabeza y a veces rezagada pero nunca, hasta el presente, impulsada
al extremo de una verdadera conmoción técnica. La producción capitalista, por
lo tanto, hubo de encontrar las maneras de crear sus propios mercados de
expansión. Excepto en casos raros y localizados, es esto precisamente lo
que ella no podía hacer dentro de una estructura feudal. En un sentido muy amplio,
puede decirse que logró sus fines mediante la transformación de la estructura
social. El mismo proceso que reorganizó la división social del trabajo,
incrementó la proporción de trabajadores no agrícolas, diferenció al
campesinado y creó las clases asalariadas, creó también hombres que dependían,
para satisfacer sus necesidades, de las compras al contado. En una palabra, dio
origen a los clientes para los productos. Pero quien examina la cuestión en
esta forma es el investigador, no el empresario que decide revolucionar o no su
producción. Además, no es de ninguna manera evidente que en estas primeras
etapas la transformación social hubiese sido lo suficientemente vasta y rápida como
para producir una expansión tan rápida de la demanda o —en todo caso— una
posibilidad de expansión tan tentadora y cierta como para impulsar a los
fabricantes hacia la revolución técnica. Ello es así en parte porque las
"zonas desarrolladas" del siglo XVII y comienzos del XVIII eran
todavía relativamente pequeñas y dispersas, y en parte porque la creación de
condiciones para la producción capitalista crea mercados para sus productos, de
muy diferentes maneras. En un extremo, tenemos países como los Estados Unidos,
que habrían de desarrollar un fuerte mercado interno para sus manufacturas. En
el otro —y éste era, por muchas razones, más probable durante nuestro período—
tenemos países en los cuales la demanda per cápita de productos era
extremadamente baja, al menos entre la masa de campesinos y trabajadores. Por
lo tanto, si había de producirse una revolución industrial, cierto número de
países o industrias debían operar dentro de una especie de "succión
forzada" que avivara la codicia de los empresarios hasta el punto de la
combustión espontánea.
¿Cómo se originó esta "succión
forzada"? Pueden sugerirse las siguientes respuestas: Primero: como hemos visto,
el comercio de todos los países estaba ampliamente concentrado directa o
indirectamente, en manos de los más avanzados industrialmente. Segundo: estos
países —sobre todo Inglaterra— generaron una amplia y expansiva demanda dentro
de sus mercados locales. Tercero: (y quizás este hecho sea el más importante), un
nuevo sistema colonial, basado principalmente en la economía de las
plantaciones de esclavos, produjo su propia succión forzada especial, que
probablemente fue decisiva para la industria británica del algodón, que fue la
verdadera industria pionera. Es probable que estas tres respuestas sean
esenciales. Lo que puede discutirse es cuál de ellas proporcionó el principal
incentivo. Pero si lo que este artículo sostiene es correcto, esperamos
encontrar signos de un cambio y un avance fundamentales en los mercados
mundiales durante la última parte del siglo XVII, pese a que éstos podrían ser más marcados en
los mercados controlados por economías capitalistas "avanzadas" que
en otros.
Los mercados no desarrollados
Poco es lo que
sabemos acerca de los mercados internos (por ejemplo, la demanda de la masa de
ciudadanos en una ciudad cualquiera), antes del siglo XX. Y sabemos menos aun
acerca del fenómeno característico de la era moderna: el aumento de la demanda de
productos y servicios nuevos como la radio (o en el período de que estamos
ocupándonos, el tabaco, el te, el café o el chocolate), a diferencia de la
demanda de productos nuevos destinados a satisfacer viejas necesidades, como
las medias de nylon en lugar de las de seda (o, en el período que nos
ocupa, el azúcar en lugar de los edulcorantes más antiguos). Fuera de
esto, sólo con gran cautela podemos hablar de desarrollos de mercados. Sin
embargo, es más improbable que la demanda aumentara considerablemente en la
mayor parte de los países continentales, ni tan siquiera entre las confortables
clases medias urbanas que eran los compradores más entusiastas de las
manufacturas estandardizadas antes del siglo XIX. El té y el café siguieron siendo
artículos de lujo hasta el siglo XVIII y la producción azucarera progresó
lentamente entre 1630 y 1670. Había todavía una escasa demanda de
cristal y alfarería en lugar del metal, aun entre las más prósperas familias de
clase media. Los distritos suizos dedicados a la relojería no avanzaron a
grandes pasos hasta el siglo XVIII. La venta al menudeo permaneció sin
especializarse en muchas ciudades alemanas y, hasta mediados del siglo XVII,
aun los parisienses obtenían más trigo de los granjeros que de los comerciantes.
Puede haber habido un aumento del comercio rural al por menor a fines del siglo
XVI, en los lugares donde las ciudades y los señores no lo impedían. No
obstante, las quejas acerca del aumento de los buhoneros pueden indicar un
debilitamiento de los monopolios de la ciudad antes que un aumento de las
compras rurales en efectivo. De todos modos, el comercio rural, decayó durante
la crisis. Es indudable que en nuestro siglo, Rennes y Dijon no eran ya los
mercados que habían sido. Sólo pudo haber aumentado la demanda de ciertos
productos, a menudo monopolizados por estados y señores y producidos por ellos:
tabaco y alcohol. Sin embargo, si se hace un balance se advierte que la crisis
puede haber favorecido muy poco el desenvolvimiento espontáneo de la industria
capitalista para los mercados continentales internos. Pudo en cambio favorecer:
a) la producción artesanal para una serie de mercados locales, lo cual retardó
el progreso de la industria; b) el encarecimiento de manufacturas muy baratas,
subproductos del ocio o de la opresión campesinas.
El mercado más
accesible en la mayoría de tales países era también el menos conveniente para
el desarrollo capitalista, es decir, el de los estados y las aristocracias. Fue
así que los condes Czernin prestaron al emperador cuatro millones de florines
entre 1690 y 1724, pese a lo cual reservaron bastante para los gastos y construcciones
más suntuosas. Pero nada de esto lubricó las ruedas de la industria con tanta
eficacia como las compras de la clase media. Así, un Holstein Junker mediano,
en 1690, empleaba a 45 lacayos y sirvientes, además de los siervos de la
propiedad: más que la plana mayor del Duque de Bedford a mediados del siglo XVIII.
Pero el futuro industrial no exigía una infinita disposición para mantener
empleados a equipos de cocineros, estucadores o peluqueros, sino una demanda masiva.
Parte de ello lo
proveían los estados y aristocracias, aunque bastante ineficazmente. Primero,
lo hicieron por medio de encargos directos para estandardizar el equipo y los
uniformes del ejército —una innovación del siglo XVII— y otras cosas,
similares. Probablemente, este hecho tuvo mayor importancia para las industrias
del metal para las cuales, antes de la Revolución Industrial, la guerra era el
principal cliente. Segundo: trasladaron el poder adquisitivo a clases con mayor
propensión a comprar productos estandardizados, a los soldados, taberneros y
tenderos que vivían de ellos, a los rentistas pequeños y medios y a la masa de
empleados públicos, sirvientes y dependientes menores. En realidad, en muchas
zonas las perspectivas de un buen mercado dependían en gran medida de la
eficacia con que los valets robaban a sus amos. La mayoría de estos métodos
hallaron expresión en la "gran ciudad", mercado mucho más eficaz para
las mercancías que la ciudad pequeña o media, y dejaron de lado al villorrio miserable.
En París o en Viena, pudo hacer su aparición un simulacro de mercado
capitalista local, con una demanda masiva de alimentos, productos domésticos, tejidos
de clase media, materiales de construcción, etc. —alentado por la concentración
de la riqueza que se produjo durante el período de crisis— a pesar de que ello
estimuló quizás una expansión semi-artesanal (como la del negocio de construcciones) y
no una verdadera industria.
Naturalmente, los
estados absolutistas también proporcionaron el apoyo financiero, político y
militar necesario para arriesgadas empresas comerciales tales como las guerras
y las nuevas industrias, y actuaron como agentes para la transferencia de la
riqueza acumulada, desde el campesinado y otras gentes, a los empresarios. Es
posible -que ello pueda haber conducido a una satisfacción más eficaz de la
demanda interna aunque, como sabemos, el principal esfuerzo de los estados mercantilistas
continentales se orientó hacia las exportaciones (o hacia una combinación de
varios mercados internos, los del país y los captados en otros países). Pero
aun en esta tarea, los empresarios de los estados no desarrollados, aun, con el
apoyo del estado, estaban en gran desventaja en comparación con los
desarrollados, que eran quienes poseían realmente un mercado interno en
crecimiento. Por lo tanto, en una parte de Europa la crisis del siglo XVIII, diferente
de la de 1815-48, demostró su esterilidad económica. Al menos, las semillas
sembradas entonces no germinaron hasta mucho más tarde.
En las zonas
marítimas, es indudable que los mercados nacionales crecieron
considerablemente. En Inglaterra al menos, tienta considerar al siglo XVII como
el período decisivo en la creación del mercado nacional.»
[El texto pertenece a la edición en español de Siglo Veintiuno Editores, 1988, en traducción de Ofelia Castillo y Enrique Tandeter, pp. 53-60. ISBN: 84-323-0325-9.]
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