lunes, 1 de marzo de 2021

El adversario.- Emmanuel Carrère (1957)

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 «En su calidad de vicepresidenta de la asociación de padres de alumnos de Saint-Vicent, se ocupaba del catecismo, de organizar la fiesta de la escuela, de encontrar padres voluntarios para acompañar a los niños a la piscina o a esquiar. Luc formaba parte de la junta de gobierno. Para distraerle de sus ideas negras, propuso a Jean-Claude que se les sumara y él, animado por Florence, aceptó. No sólo era para él una distracción, sino una forma de inserción en la vida real: una vez al mes, acudía a una cita que no era ficticia, se reunía con gente, hablaba con ella y, al tiempo que fingía ser un hombre ocupado, de buena gana habría solicitado reuniones más frecuentes.
 Sucedió que el director de la escuela, un hombre casado y padre de cuatro hijos, se había enredado con una de las maestras, igualmente casada. El idilio se supo y causó desagrado. Algunos padres de alumnos empezaron a decir que no valía la pena confiar a sus hijos a una escuela católica para que en ella recibieran el ejemplo de una pareja de libertinos. La junta decidió intervenir. Se celebró una reunión en casa de Luc, al comienzo de las vacaciones de verano. La iniciativa consistía en pedir al director culpable que dimitiera y a la dirección diocesana que le sustituyese por otra docente, ésta por encima de toda sospecha. Para evitar el escándalo, había que arreglar el asunto antes del curso siguiente y así se hizo. Pero los testimonios de los asistentes discrepan respecto a lo que se dijo en esa reunión. Luc y los demás aseguran que la decisión se tomó por unanimidad, es decir, que Jean-Claude estaba de acuerdo con ellos. Él dijo que no, que no estaba de acuerdo, que hubo discusión, que se separaron enfadados. Insiste en el hecho de que semejante actitud era impropia de él: habría sido mucho más sencillo y más acorde con su estilo, plegarse a la opinión de sus amigos.
 Como no hay razón alguna para pensar que los demás hayan mentido, me figuro que Jean-Claude manifestó en efecto su desacuerdo, pero de un modo tan inseguro que no solamente ellos no se acordaban luego de su discrepancia, sino que, en aquel momento, ni siquiera la habían advertido. Estaban tan habituados a que él lo aprobase todo que literalmente no le oyeron y él tenía tan poca costumbre de hacerse oír que recuerda no el volumen real de su intervención –una propuesta farfullada, la sombra murmurada de una reserva-, sino el del rumor indignado que bullía dentro de él y al que intentó en vano dar una expresión. Se oyó decir, con toda la energía necesaria, lo que habría querido decir y no lo que oyeron los demás. También es posible que no hubiese dicho nada en absoluto, sino solamente pensado en decir, soñado que decía, lamentado no haber dicho y, para acabar, imaginado que había dicho. De regreso a su casa, se lo contó todo a su mujer, la conjura contra el director y la actitud caballeresca con que él le había defendido. Florence era virtuosa, pero no gazmoña, y no le gustaba que se inmiscuyeran en la vida privada de la gente. La conmovió que su marido, conciliador por naturaleza, fatigado por la enfermedad, ocupado en asuntos infinitamente más importantes, hubiese preferido sacrificar su bienestar que participar en una injusticia. Y cuando ella, al reanudarse las clases, descubrió que el golpe de Estado se había consumado, que el director había sido relegado al rango de simple maestro y sustituido por una colega cuya beatería adusta siempre la había exasperado, encabezó con su dinamismo habitual una cruzada en favor del perseguido, haciendo campaña ante las madres de alumnos y adhiriendo a su causa en poco tiempo a una parte de la asociación de padres. La iniciativa de la junta de gobierno fue puesta en entredicho. La APA y la junta de gobierno, entre las que hasta entonces había reinado un buen entendimiento, se convirtieron en bandos enemigos, respectivamente dirigidos por Florence Romand y Luc Ladmiral, a pesar de ser amigos de siempre. El trimestre estuvo envenenado.
 No contento con apoyar a su mujer, Jean-Claude aportaba su granito de arena. Se oía a este hombre apacible, a la salida de las clases, decir en voz alta y fuerte que él militaba en defensa de los derechos humanos en Marruecos y que no iba a tolerar verlos pisoteados en Ferney-Voltaire. Hastiados de que se les juzgara padres meapilas, los partidarios de la junta de gobierno y de la nueva directora alegaban que el problema no era tanto la inmoralidad del antiguo director como la blandura de su gestión: no estaba a la altura, eso era todo. A lo cual Jean-Claude respondía que no siempre se está a la altura, no siempre se hace lo que uno quiere y que más vale comprender y ayudar que juzgar y condenar. Contra los grandes principios, él defendía al hombre desnudo y falible, aquél de quien San Pablo dice que quisiera hacer el bien y no puede evitar hacer el mal. ¿Era consciente de que con su alegato se defendía a sí mismo? Lo era, en cualquier caso, de que arrostraba un gran riesgo.
 Por primera vez en su pequeña comunidad se interesaban por él. Corría el rumor de que él había sido el promotor de la idea y unos decían que era un chaquetero y otros que era muy amigo del director adúltero, y la impresión general era que había desempeñado un papel poco claro en el asunto. Luc, aunque dolido con él, se esforzaba en calmar los ánimos: Jean-Claude tenía serios problemas de salud y por eso había sacado los pies del plato. Pero los otros confabulados de la junta exigían un enfrentamiento cuya mera posibilidad constituía para él un peligro de muerte. Hacía dieciocho años que temía aquello. Un milagro se lo había evitado a cada instante y ahora iba a suceder, no por culpa de un azar contra el que no podía nada, sino por su culpa, porque por primera vez en su vida había dicho lo que pensaba. Una noticia difundida por un vecino puso la guinda a su angustia: Serge Bidon, otro miembro de la junta de gobierno, había hablado de romperle la cara.
 […]
Resultado de imagen de el adversario  El último domingo de Adviento, a la salida de misa, Luc dejó un momento a Cécile y a sus hijos para ir a hablar con Florence, que había ido con los suyos pero sin Jean-Claude. Habían intercambiado signos de paz antes de la comunión, leído el Evangelio en que Jesús dice que de nada sirve rezar si no se hacen las paces con el prójimo, así que él venía en son de paz, a poner fin antes de Navidad a aquella desavenencia ridícula entre ellos. “Muy bien, no estás de acuerdo con nosotros en despedir a ese granuja, tienes perfecto derecho, no es obligatorio estar de acuerdo en todo con los amigos, pero no vamos a estar de morros mil años por eso”. Florence sonrió y se besaron, felices de reconciliarse. Luc no pudo evitar decir que, no obstante, si Jean-Claude disentía, hubiera podido decirlo de inmediato y lo habrían discutido… Florence frunció el ceño: era lo que había hecho, ¿no? No, dijo Luc, no era lo que había hecho, y justamente era lo que le reprochaban. No el haber tomado partido por el director, para lo cual estaba en su derecho más estricto, sino el haber votado con los demás su destitución y luego, sin consultar a nadie, emprendido una campaña contra lo que él mismo había aprobado, y puesto en la picota a los miembros de la junta como si fueran una panda de listillos. A medida que hablaba, evocando por puro afán de exactitud histórica agravios que sinceramente había decidido olvidar, Luc vio que la cara de Florence se descomponía. “¿Puedes jurarme que Jean-Claude votó a favor de la dimisión?” Pues claro que podía jurárselo, y los demás también, pero eso no tenía la menor importancia, el hacha de guerra estaba enterrada, iban a celebrar la Navidad todos juntos. Cuanto más repetía que el incidente estaba zanjado, más se percataba de que para Florence no lo estaba, y que, al contrario, sus palabras, que él creía inofensivas, abrían un abismo ante ella. “Me ha dicho siempre que votó en contra…” Luc no se atrevía siquiera a decirle que no importaba. Presentía que sí importaba, que algo sumamente grave y que se le escapaba, estaba en juego en aquel instante. Tenía la impresión de que Florence iba a estallar, delante de él, a la puerta de la iglesia, sin que él pudiera hacer nada. Ella tocaba nerviosamente a sus hijos, sujetaba de la mano a Caroline, que se impacientaba, arreglaba la capucha de Antoine, había empezado a mover los dedos como avispas ebrias, y sus labios, de los que la sangre se había retirado, repetían en voz baja: “Entonces me ha mentido… me ha mentido…”
 Al día siguiente, a la salida de la escuela, cambió unas palabras con una señora cuyo marido trabajaba también en la OMS. La señora pensaba llevar a su hija a ver el árbol de Navidad del personal y quería saber si Antoine y Caroline también irían. Al oír estas palabras Florence se puso pálida y murmuró: “Esta vez sí tengo que enfadarme con mi marido”.
 Durante el proceso, cuando se intentó interpretar este testimonio, Jean-Claude dijo que Florence estaba al corriente, desde hacía años, de la existencia de un árbol navideño en la OMS. Habían hablado al respecto en varias ocasiones y él se negaba a llevar a los niños porque no le gustaba aprovecharse de aquella clase de privilegios y ella lamentaba que esos principios demasiado estrictos les privaran de un rato agradable. Podía ser que la pregunta de la señora hubiese despertado en Florence cierta irritación, pero no producido en ella el efecto de una revelación.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2000, en traducción de Jaime Zulaika, pp. 106-112. ISBN: 978-84-339-7715-1.]      

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