lunes, 30 de septiembre de 2019

Los ritos de paso.- Arnold van Gennep (1873-1957)

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9.-Otros grupos de ritos de paso

«No obstante, en el caso de algunos de los ritos que interpreto como ritos de paso, es preciso que ofrezca, aunque sea rápidamente, mis razones:
  Cabellos.-Han sido objeto de una monografía de Wilken, cuyas opiniones han sido aceptadas y desarrolladas, entre otros, por Robertson Smith, Sidney Hartland, etcétera. En realidad, lo que se llama "el sacrificio de los cabellos" comprende dos operaciones distintas: a) cortar el pelo; b) dedicarlo, consagrarlo o sacrificarlo. Pues bien, cortarse el pelo es separarse del mundo anterior; dedicarlo es vincularse al mundo sagrado y más especialmente a una divinidad o a un demonio, con quien de ese modo se emparenta. Pero ésta es sólo una de las formas de utilización del pelo cortado, en el cual reside, como en el prepucio o en las uñas cortadas, una parte de la personalidad. Con mucha frecuencia, esta idea no existe, y no se hace nada en absoluto con los desperdicios. En otros lugares sí que existe y son enterrados, quemados, conservados en un saquito, confiados a un pariente, etc. Asimismo, el rito de cortar el pelo o una parte de la cabellera (tonsura) se utiliza en muchas circunstancias diferentes: se afeita la cabeza del niño para indicar que entra en otro estadio, la vida; se afeita la cabeza de la muchacha en el momento de casarse, con objeto de cambiarla de clase de edad; de igual manera, las viudas se cortan el pelo para romper el lazo creado por el matrimonio, reforzándose el rito con el depósito de la cabellera sobre la tumba; a veces es al muerto al que se le corta el pelo, siempre con la misma idea. Pues hay una razón de que el rito de separación afecte a los cabellos: es que éstos son, por su forma, su color, su longitud, el modo de disponerlos, un carácter distintivo fácilmente reconocible tanto individual como colectivo. "Cuando son muy jóvenes, las niñas de los rehamna (Marruecos) llevan la cabeza afeitada, excepto los cabellos de delante y un mechón sobre el vértex; cuando llegan a la pubertad, dejan crecer sus cabellos, conservando los que están sobre la frente y enrollando los demás sobre la cabeza; cuando se casan, se dividen los cabellos en dos trenzas que quedan colgando por detrás; pero a partir del momento en que son madres, se pasan esas dos trenzas delante del pecho, por encima de los hombros". El peinado sirve así a las mujeres rehamna para marcar los períodos de su vida y su pertenencia a esta o aquella categoría de la sociedad femenina. Sería fácil citar muchos otros documentos del mismo género. Lo que quería indicar es que el tratamiento dispensado a los cabellos entra con mucha frecuencia en la clase de los ritos de paso.
  Velo.-"¿Por qué -se preguntaba Plutarco- ponerse un velo sobre la cabeza para adorar a los dioses?" La respuesta es simple: para separarse de lo profano (ya que hasta la vista, como se dijo a propósito de los shammar, es un contacto) y para no vivir ya más que en el mundo sagrado. En la adoración, en el sacrificio, en los ritos del matrimonio, etc., el "velamiento" es temporal. Pero en otros casos, la separación o la agregación, o ambas, son definitivas. Tal es el caso para las mujeres musulmanas, las judías de Túnez, etc., que, al pertenecer por una parte a la sociedad sexual, por la otra a una sociedad familiar determinada, deben aislarse del resto del mundo resguardándose con un velo. Del mismo modo, en el catolicismo, pasar del estadio liminar (noviciado) al estadio de agregación definitiva a la comunidad es "tomar el velo". De igual manera, en fin, en ciertos pueblos una viuda se separa de su marido muerto, bien únicamente durante su luto, bien para siempre, o incluso de las demás mujeres casadas y de los hombres, llevando un velo. Cubriéndose con un velo tras haber bebido la cicuta, Sócrates se separaba del mundo de los vivos para agregarse al mundo de los muertos y de los dioses; pero habiendo tenido que recomendar a Critón que sacrificara un gallo a Esculapio, es decir, queriendo de nuevo actuar como vivo, se descubrió el rostro, para volver a cubrírselo inmediatamente después. Del mismo modo, cuando los romanos "consagraban" a los dioses, entendían que, cubriendo con un velo a las víctimas designadas, las separaban de este mundo para agregarlas al otro, divino y sagrado. El rito cristiano que hemos señalado existía en el momento de la iniciación a los misterios, y la explicación es la misma en los dos casos.
  Lenguas especiales.-Durante la mayoría de las ceremonias de que hemos hablado, y sobre todo durante los períodos de margen, se emplea un lenguaje especial que, a veces, comporta todo un vocabulario desconocido o inusitado en la sociedad general y, otras veces, sólo consiste en la prohibición de emplear ciertas palabras de la lengua común. Hay así lenguas para las mujeres, para los iniciados, para los herreros, para los sacerdotes (lengua litúrgica), etc. No hay que ver en ello más que un fenómeno del mismo tipo que el cambio de ropa, las mutilaciones, la alimentación especial (tabúes alimenticios), etc., es decir, un procedimiento de diferenciación perfectamente normal. No insisto en este punto, puesto que ya lo he discutido en otro lugar más detalladamente.
  Ritos sexuales.-La prohibición del acto sexual es un elemento de la mayoría de los conjuntos ceremoniales y, al igual que las lenguas especiales, no debe ser clasificado aparte. En los pueblos en que el coito no implica ni impureza ni peligro mágico-religioso, el tabú en cuestión no se presenta: pero allí donde esta opinión existe, es natural que el individuo que desee entrar en el mundo sagrado y, tras entrar en él, actuar deba alcanzar un estado de "pureza" y mantenerse en él. Pero, por otra parte, y ésta es una de las formas de la rotación de la noción de sagrado a que nos hemos referido en el capítulo 1, al tiempo que es impuro, el coito es "poderoso"; ésa es la razón de que lo encontremos empleado como un rito de una eficacia superior. Está claro que el coito con una prostituta consagrada a una divinidad no es más que uno de los medios, del mismo género que la comunión, para agregarse a la divinidad, o incluso identificarse con ella. Pues conviene asignar al acto su sentido material, de penetración. Otros ritos, como el de Mylitta (toda muchacha debía ofrecerse una vez a un extranjero y recibir de él una moneda), son más complejos. Su mejor interpretación la ha dado Westermarck: piensa que era un medio para asegurar la fecundidad de la muchacha, basado en el poder sagrado del extranjero. Ésta no era, propiamente hablando, una prostituta sagrada; el acto se realizaba en terreno sagrado; es posible que su finalidad fuera al mismo tiempo agregar el extranjero a la divinidad o a la ciudad.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2008, en traducción de Juan Aranzadi. ISBN: 978-84-206-6217-6.]

domingo, 29 de septiembre de 2019

Vestidas para un baile en la nieve.- Monika Zgustova (1957)

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Judith del siglo XX. Ela Markman
3

«Marina volvió a un Moscú dominado por el pánico a la represión, a los arrestos y a la muerte. La histeria se percibía en el aire, la gente se acostaba  con un maletín preparado para la cárcel o para Siberia. Se arrestaba y ejecutaba sin miramientos y sin ningún tipo de lógica. En el verano de 1939, toda la familia vivía en una cabaña de madera cerca de Moscú con gente que había mandado el NKVD. El menor movimiento estaba bajo control estricto. Con todo, Serguéi Efrón, que se trataba allí el corazón, se recuperaba poco a poco gracias a la presencia de Marina y los hijos. Y entonces sucedió.
 Al mes y medio del regreso de Marina, la noche del 27 al 28 de agosto, alguien llamó a la puerta. Varios policías secretos llevaron a cabo un registro domiciliario a fondo que se prolongó hasta el amanecer. Por la mañana se llevaron a Ariadna. "Incluso en tal situación se mantuvo todo el rato a la altura: se reía y bromeaba, si bien algo rígida", anota Marina. No se despidió ni de su madre ni de su padre ni del hermano: creía que volvería en cuanto se viera que se trataba de un malentendido.
 "¿Te vas sin despedirte?, preguntó Marina.
 Ariadna, entonces sí bañada en lágrimas, les dijo adiós con la mano.
 No volvió a verlos.
 Al padre lo encerraron el 10 de octubre. Una desesperada Marina escribió al ministro del Interior, Beria: "Mi marido está gravemente enfermo; he vivido con él treinta años y en la vida he conocido a mejor persona". Esta y otras cartas quedaron sin respuesta.
 Desde este momento, Marina acudía en Moscú a dos prisiones: su marido y su hija se encontraban separados. Temblaba de miedo, le castañeaban los dientes. Después de una de las visitas, anotó: "Dentellaba de tal manera que no he sido capaz de dar las gracias".
 ¿Qué pasaba entretanto con los reclusos? En 1954, un año después de la muerte de Stalin, cuando las condiciones se relajaron un poco, Ariadna presentó una solicitud al fiscal general de la URSS en la que describía la experiencia de su encarcelamiento: "Cuando me encerraron, los que me interrogaron querían: 1.-Que confesara que era agente del servicio de inteligencia francés. 2.-Que confesara que mi padre lo sabía. 3.-Que confesara que mi padre también pertenecía al servicio de inteligencia francés. Me pegaron desde el primer interrogatorio. Me interrogaban de día y de noche, incluso en la celda; no me dejaban dormir, me encerraban descalza y desnuda en celdas heladas, me azotaban con porras de goma llamadas "interrogadores para mujeres", me amenazaban con fusilarme, representaban mi ejecución".
 Ariadna aguantó meses de torturas y de presión psíquica para que acusara a su padre de algo que no había hecho.
 Una vez más, la devolvieron a la celda con la cara morada, medio inconsciente. Mucho tiempo después escribió al respecto: "No podía creer que fuera yo: yo, todo esto, ¡no lo podría aguantar!", y suena como una paráfrasis de los versos de Anna Ajmátova, cuyo hijo se hallaba también en una prisión estalinista y cuyo primer marido fue fusilado después de la revolución, mientras que al segundo lo mandaron al gulag: "No soy yo esa, es otra quien sufre. Yo no lo resistiría".
 Finalmente, destrozada física y psíquicamente, Ariadna firmó el papel que le tendían.
 Después de un año de sufrimiento, interrogatorios y torturas en la cárcel, la condenaron de manera arbitraria, sin juicio, a siete años de trabajos forzados en el campo penitenciario con el régimen más estricto de todos.
 Su padre, Serguéi Éfron, encarcelado también, nunca claudicó a pesar de que lo torturaron de modo parecido a la hija, si no más. En aquella época demostró tanta voluntad y carácter como nunca en la vida. Es algo común entre los presos que saben que ya no tienen nada que perder, porque en cualquier caso está todo perdido de manera irremediable y el único, el último resto de terreno humano que les queda y con el que pueden demostrarse que todavía son humanos es manifestar una fuerte voluntad y no traicionar a sus allegados, y por lo tanto tampoco a sí mismos. El empeño de Éfron era tanto más digno de admirar por el hecho de que se hallaba en un estado lamentable. Tras un intento desesperado de suicidio, el psiquiatra de la cárcel escribió sobre su estado: "El preso sufre alucinaciones, a menudo auditivas; tiene la impresión de que alguien habla de él en el pasillo, que lo quieren arrestar, que su mujer está muerta. Sufre ansiedad, muestra señales de abatimiento y extenuación, piensa sólo en el suicidio y tiene un temor y convencimiento insólitos de que le espera algo terrible".
 Lo fusilaron tras dos años de prisión, un mes y medio después de la muerte de su esposa. Más tarde se encontró un papel con su firma totalmente deformada e ilegible que atestigua el estado en el que se encontraba.
 Marina, entretanto, se había quedado sin medios siquiera para alimentar a su hijo Mur. Nadie quería darle trabajo a alguien que había emigrado y que estaba perseguido por el NKVD, todos temían relacionarse con una mujer cuyos marido e hija eran presos políticos: les daba miedo que les trajera la desgracia. El NKVD le pidió su colaboración: si no aceptaba, se encargarían de que le negaran el salario allí adonde fuera. Marina lo rechazó. Una de las últimas manifestaciones escritas que dejó fue una solicitud de trabajo: "Ruego me asignen un puesto de lavaplatos". Por orden del NKVD no se lo asignaron. La escritora que muchos consideran la mayor poeta del siglo XX se vio de ese modo empujada al suicidio.
 En 1944 Mur, el hermano de Ariadna, murió en el frente, defendiendo la misma Unión Soviética que había destruido a su familia.
 Ariadna no hablaba a menudo de los campos de trabajo, pero recordaba el viaje al gulag: la metieron en un vagón para ganado en el que había más de cincuenta ladrones y asesinos. Ella, que tenía entonces veintiocho años, comprendió al instante lo que le esperaba y, horrorizada, se dejó caer de rodillas junto a la puerta, ya corrida y cerrada.»
      [El texto pertenece a la edición en español de Galaxia Gutenberg, 2017. ISBN: 978-84-17088-14-9.]

sábado, 28 de septiembre de 2019

Panóptico. Veinte ensayos fulminantes.- Hans Magnus Enzensberger (1929)

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Microeconomía

«Lo que los científicos de la economía entienden por economía lo comprenden, en el mejor de los casos, sólo ellos mismos. El resto del universo abriga ciertas dudas acerca de sus ideas y se pregunta si su dedicación constituye siquiera una ciencia. Bien es verdad que disponen de institutos, cátedras y un salario asegurado, pero su actividad tiene poco que ver con la manera de gestionar su economía particular la mayoría de las personas (amas de casa, jubilados o niños, por ejemplo). Los economistas sienten predilección por los grandes conjuntos y trabajan con ingentes cantidades de datos estadísticos. La mayoría tiene apego a una extraña y rancia ristra de teorías que, por la razón que sea, son consideradas neoclásicas. Quien los escucha se ve transportado a un mundo idílico con rasgos de cuento de hadas. Aprende con admiración que el mercado busca siempre, de forma inevitable y pese a algunas oscilaciones, un equilibrio, así como que dicho mercado es eficiente, se corrige y se optimiza él mismo y que todos los que participan en él se comportan de modo absolutamente racional. A pesar de tratarse de meras hipótesis sin demostrar o incluso indemostrables, estas suposiciones se dan por sentadas.
 Después del provisional deceso del comunismo, la teoría neoclásica se ofreció como sustituta de la utopía perdida. Aunque venía bastante pobre de bagaje, no escatimaba promesas ni le faltaban partidarios. Hacia finales del siglo XX se nutrió de elaboradísimos modelos matemáticos de gestión de riesgo. Los economistas tampoco se arredraron a la hora de formular aserciones sobre el futuro y el hecho de que por lo general sus pronósticos los pusieran en ridículo nunca los hizo dudar de su omnímoda competencia.
  Ello no significa que el gremio esté libre de enconadas luchas internas e intestinas, tan habituales también en otras ramas del saber. Keynesianos y monetaristas pelean desde hace décadas por la soberanía interpretativa. Un analista técnico no quiere ser confundido a ningún precio con un analista fundamental o un experto en ciclos. Últimamente incluso hay economistas que se han percatado de que en la teoría clásica la mayoría de los individuos sólo aparecen como magnitudes abstractas. Se reducen, según esa lógica, a su respectivo papel, siendo asalariados o consumidores o asegurados o inversores o accionistas o empresarios o ahorradores y, en cada uno de estos roles, conocen un sólo objetivo: maximizar su ventaja económica y nada más.
  En esto algunos clásicos del pasado habían llegado ya mucho más lejos. Eran completamente reacios a la idea de que las decisiones económicas se basaran en el rational choice, la elección racional. En su Fábula de las abejas del año 1714, Mandeville sostiene que son precisamente los vicios particulares (el engaño, la ostentación y la soberbia, por ejemplo) los que permiten la riqueza pública. Y Adam Smith, menos polémico, lo siguió con su famosa imagen de la “mano invisible”, que se suponía que equilibraba la actuación irrazonable del individuo y la tornaba en el mayor beneficio general.
  Nada quiso saber de ello la imperante doctrina neoclásica. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, dicha doctrina viene sufriendo la presión de una nueva tendencia: la economía conductual. La economía conductual ha detectado una laguna abismal en este campo y se propone explorar por qué la gente no se conduce como la mayoría de los economistas presume. Se ha despedido del dogma del Homo oeconomicus razonable, pero no de la ambición de crear modelos lo más sólidos posibles. Para ello se sirve, por un lado, de ensayos empíricos y encuestas y, por otro, de métodos matemáticos como la teoría del juego o de teoremas de biología evolutiva o psicología social.
  Cabe dudar de que de esa forma descubran las triquiñuelas de la enigmática conducta de los imaginarios “sujetos económicos”. La ambición de emular las ciencias exactas hace que las personas figuren en sus cálculos como meros fantasmas estadísticos. A los investigadores, dignos de lástima, siempre se les atraviesa su amor por la abstracción. No son capaces de salir de su propio pellejo, tampoco los individuos a los que analizan.
  Y estos, sabido es, son propensos a toda suerte de caprichos, manías, costumbres y espejismos. Tienden al pánico y a la pereza, al egoísmo y a lo gregario. Con tal de salvar la cara, rescatar sus preferencias eróticas o la bella figura, muchos están dispuestos a hacer cualquier sacrificio. Al economista le tiene que parecer esto lamentable, insensato e ignaro. Por otra parte, cuantificar adicciones y angustias, confianza y frivolidad, rabia y obstinación supone una tarea de Sísifo. Los individuos burlan las entrevistas y los sondeos mintiendo descaradamente no sólo al interrogador sino también a sí mismos. Además, suelen vulnerar las más elementales reglas económicas.
  La mayoría de sus transacciones diarias tienen lugar fuera de los circuitos crematísticos y crediticios. Crían niños sin exigir a cambio una remuneración adecuada; traban relaciones laborales sin asegurarse contra posibles impagos o sin hacer siquiera un cálculo razonable de perdidas y ganancias; a veces trabajan gratis, desaprovechan oportunidades excelentes por pura cabezonería, tiran el dinero por la ventana, malgastan un tiempo valioso, se fían de su horóscopo o de la fetua de un teólogo, regalan lo que sea sin recibir contrapartida, y, así, sucesivamente, para desesperación de los teóricos.
  Se abre, pues, en lo que a las prácticas económicas reales de la especie se refiere, una enorme zona oscura. Los conceptos al uso de trabajo negro, mercado negro y dinero negro no cuadran y no hacen justicia a la economía informal. Para arrojar un poco de luz sobre el asunto, necesariamente habría que entrar en detalles, lo que quiere decir renunciar a tesis generalizables y dejar la ciencia a los científicos, si bien al experto eso no le está permitido. Tal microeconomía podría funcionar sin mucha parafernalia y comenzar con investigaciones en el círculo familiar y de amigos. Por lo pronto bastaría con media docena de cobayas para convencerse de que en este terreno reina una fabulosa diversidad.
  Tendríamos, por ejemplo, a la mujer polaca que cada quince días hace un viaje en autobús de doce horas a casa para ocuparse de su madre medio paralítica y que después vuelve, en el mismo autobús, para trabajar en la limpieza en Alemania. Nunca ha rellenado un impreso oficial, no tiene cuenta bancaria, no paga impuestos y sólo acepta dinero en efectivo, pero es de una honradez férrea porque sabe que Jesús desaprobaría todo lo que no lo fuera.
  Existe también el empresario derrochador de ideas que no para de crear empresas y da al traste con todo intento que pretenda encasillarlo, pues, en cuanto afloran beneficios, abandona la boyante empresa porque las rutinas del éxito lo aburren a muerte y porque, según afirma, “no necesita dinero”.
  Sin olvidar al bibliófilo y amante de la belleza que gusta de invitar a sus amigos a buenísimos restaurantes y que confiesa con rostro compungido que ha olvidado la billetera en cuanto el camarero trae la cuenta.
  Está también el médico de cabecera que se entrega muchísimo a un coro pero una vez al año se pierde unos cuantos ensayos porque anda por Burundi o el Congo, donde no sólo presta primeros auxilios para Médicos sin Fronteras, sino que también se enfrenta a niños soldados y señores de la guerra. Y, al parecer, paga los billetes de avión de su propio bolsillo.
  Nadie comprende por qué el jardinero que viene a casa tres veces al año no manda factura, pese a nuestras reiteradas reclamaciones, y eso que el banco le ha cerrado el crédito. Sólo dice, a modo de justificación, que tiene preocupaciones mas acuciantes. ¿Y como es que el renombrado novelista no encuentra editor para su nuevo libro? ¿Y como se explica que alguien no tenga dinero pero sí cocinera y secretaria a las que paga puntualmente y ya no le fían en la tienda de la esquina y, para cenar, se conforma con un huevo frito y un cacho de pan?
  Y la cosa no se detiene ahí: como todo lector de periódicos sabe, la total irracionalidad que con tanta persistencia asombra y aturde a los economistas no se detiene ante los de su estamento, sino que va más allá. Alcanza su máxima expresión en los agentes de los mercados financieros y sus asesores. El economista distinguido con el Premio Nobel se luce con una quiebra que hace sacudir Wall Street. El banquero inversionista cuyo juego de pirámide le ha costado tres años de dulce chirona parte sin demora hacia Singapur o Dubai para crear el siguiente fondo buitre, y el solitario operador de día neoyorquino no puede conciliar el sueño porque la bolsa de Tokio abre a las tres de la madrugada, razón por la cual necesita tener a mano una bolsa de cocaína día y noche a fin de permanecer despierto.
  Fenómenos de esta índole a lo sumo salen en las secciones económicas de la prensa si se trata de agentes que mueven grandes cantidades. De los otros apenas sí se habla en la esfera pública. Es probable que transiten lejos de toda lógica de manual doctrinal, por zonas sobre las que ninguna Facultad de Economía es capaz de brindar información. Sólo de vez en cuando alguna cadena privada ofrece un fugaz vistazo a las tinieblas, a través de series como Saliendo de las deudas. No hay motivo para temer o esperar que tales conclusiones sean susceptibles de una generalización coherente. Por tanto, quien desee saber cómo se conduce la gente y qué es lo que la induce, debería tal vez comenzar por sí mismo. Detectaría bien pronto que su racionalidad económica no es muy superior a la de los locos que una y otra vez le causan tanta extrañeza.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Malpaso, 2016, en traducción de Richard Gross. ISBN: 978-84-16420-27-8.]

viernes, 27 de septiembre de 2019

Breviario de los políticos.- Cardenal Mazarino (1602-1661)

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Reprimir la ira 

«No te dejes llevar por un arrebato de ira contra alguien, porque una y otra vez acabarás por descubrir que lo que te han contado de esa persona es mentira. Si hasta ese momento das rienda suelta a tu ira, al final serás tú el perjudicado.
 Si te ofenden, lo mejor es que actúes como si no hubiera pasado nada, porque las disputas sólo generan disputas y ya no tendrías paz. Y aun en el caso de que resultaras vencedor, esa victoria sería peor que una derrota, ya que durante ese tiempo te habrías ganado el odio de muchos.
 Si te lanzan una pulla, la mejor respuesta es demostrar que has percibido perfectamente la ironía, o incluso la mala intención de lo que te han dicho, y a la vez hacerte el ingenuo respondiendo sólo a las palabras y no a la idea de fondo. Después, finge tener la mente ocupada en otras cosas.
 Si alguien, sin nombrarte explícitamente, se pone a arremeter contra ti de forma escandalosa al denunciar una acción condenable de cuya autoría te supone responsable, censura tú con tono severo esta acción y a los hombres capaces de cometer tal villanía, como si no te hubieras dado por aludido. O finge no haber comprendido de qué se trata y responde algo que no tenga nada que ver. Ahora bien, si llega a nombrarte, compórtate como si sus ataques no fueran en serio y sólo estuviera fingiendo encolerizarse contigo. Contéstale con alguna broma que no pueda molestarle y le haga reír. También puedes sumarte a él en su invectiva contra ti, como si estuvieras hablando de un tercero, y mostrarte tú mucho más crítico que él; después, cuando se te acaben las razones, con modos más suaves desmonta definitivamente su invectiva haciéndole ver que no había para tanto.
 Si alguien te recibe en su casa de manera poco cortés, finge no darte cuenta, oculta tu enfado y compórtate como si hubieras sido recibido con todos los honores. De este modo hallará su castigo y su vergüenza en su propia grosería e intentará reparar su error con una actitud obsequiosa.
 Se cuestionará tu nobleza si te la han concedido hace poco. Cuando alguien arremeta contra los  recientemente ennoblecidos, ponte de su parte y alaba la antigua nobleza de sangre. Observa la misma conducta en otras circunstancias de este tipo.
 Si es evidente que buscan pelea contigo y ya no hay lugar para el disimulo, ten siempre a punto como respuesta alguna broma o alguna anécdota que en cierta manera esté relacionada con la situación, pero que te permita desviar la conversación hacia otros asuntos ya previstos por ti. Para casos como éstos también conviene tener a alguien que, a una señal tuya, te traiga una carta; entonces puedes decir que se te ha anunciado una buena noticia o que has de salir precisamente ahora para ir a ver algo.
 Dale tiempo a tu enemigo para que se dé cuenta por sí mismo de lo indigno que es su comportamiento; no pretendas hacérselo ver tú. Así no podrá excusarse en nada que tú hayas hecho para enfurecerse.
 Es fácil irritarse con quien  se ha comprometido a resolver sin falta un asunto en un plazo determinado de tiempo, y después se lo impide algún imprevisto. Por esta razón, guárdate de los compromisos de este tipo.
[...]
Ser acusado

 Haz ver que no estás al corriente de la acusación presentada contra ti. No cambies repentinamente tu comportamiento en aquellos aspectos relacionados con la demanda, no sea que tu acusador se dé cuenta de que lo has descubierto y se gane el reconocimiento de aquél ante el cual ha presentado la acusación. Al contrario, en cuanto tengas oportunidad de hacerlo, habla de tu acusador como si de un enemigo personal y un delator profesional se tratara. Afirma que, aunque en ocasiones se pueda desear que haya delatores -como suele desearse que haya traidores-, eso no implica que se los quiera como amigos. Di que él acostumbra a utilizar los mismos argumentos cuando describe con negros tintes a otros en tu presencia. Sostén que a los hombres de esta calaña no los mueve ni el buen juicio ni el deseo de concordia entre los ciudadanos. El juez -concluye- no ha de considerarlos aliados, sino detractores sistemáticos y si les presta oídos confiando en que le puedan ser útiles un día tendrá que cargar con las consecuencias de ello.
 Como si estuvieras de duelo, entrégate a tus ocupaciones para distraerte y consolarte con asuntos serios. Pero mantén vivo tu odio hacia el que te ha denunciado, estudia cómo puedes hacer frente a su acusación y consúltaselo, por ejemplo, a un amigo íntimo.
 Si alguien ha dicho cosas terribles sobre ti en presencia de un amigo tuyo con la intención de ponerte a mal con él, no se te ocurra hablarle mal a tu amigo de la persona que te ha difamado.
 Desde el inicio del proceso da a entender que tu acusador ha sido cómplice tuyo, o que en otras ocasiones ya se le ha llevado a juicio público sobre todo por asuntos de ésos que tanto gusta oír a la gente, como, por ejemplo, que el año pasado fue expulsado del ejército por orden de un tribunal.
 Si tienes que responder a varias acusaciones, no pierdas la credibilidad negándolas todas. Reconócete culpable de algunas, incluso si no es verdad, para demostrar una cierta docilidad y no dar la impresión de que pretendes ser irreprochable en todo.
 Si descubres que te han denunciado ante tu señor, es mejor, por lo general, que no intentes justificarte, a no ser que él te lo exija. Sólo conseguirías buscarte más problemas y complicar la situación. Así pues, lo primero que has de hacer es evitar toda explicación y, si se diera el caso, contraatacar.»

   [El texto pertenece a la edición en español de editorial Acantilado, 2007, en traducción de Alejandra de Riquer. ISBN: 978-84-96489-98-1.]

jueves, 26 de septiembre de 2019

Un forastero llegó a la granja.- Mika Waltari (1908-1979)

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Capítulo VII

«-Primero pensé dedicarme a la jardinería -empezó-. Al principio, como ayudante de jardinero en los jardines de la fábrica. Luego fui llamado para el servicio militar. Al volver a casa, un año más tarde, murió mi padre y se acabó el dinero para que yo pudiera realizar mi propósito. Durante un par de años fui capataz en el departamento de pruebas de la fábrica. Ahorraba parte de mi salario para poder ir a la Escuela de Agricultura. Pero me sentía siempre solo... No podía llegar a ser como los demás. Conocí a una mujer; era mayor que yo. Solíamos encontrarnos en los bailes del sábado por la noche. Cuando la hube conseguido una vez, pensé que tenía que casarme con ella. Ella quería que me asegurara un empleo fijo en la fábrica; los tiempos eran buenos y la fábrica prosperaba. Se negaba a venir conmigo al campo donde decía no se encontraban diversiones ni había personas con quienes hablar. Al fin me comunicó que esperaba tener un hijo. Sin embargo, iba siempre de un lugar a otro, contraía amistades y daba fiestas. Mis ahorros empezaron a disminuir. Llegué a temerla y deseé romper con ella. Sin embargo, el niño iba a nacer y no pensé que podía no ser mío. Así fue como definitivamente me empleé en la fábrica y, en verdad, no tuve motivos de queja. Los jefes y el ingeniero estaban contentos de mí y no tardé en ganar un buen jornal. Luego me dieron una parcela de tierra y un préstamo para edificar; no podía seguir viviendo en la habitación que habíamos alquilado, sin jardín, sin árboles. Los gramófonos y las radios atronaban por todas las ventanas, las mujeres discutían en el patio y por todas partes colgaban pañales.
 Aaltonen permaneció silencioso con las manos grandes inquietas sobre las rodillas y los ojos fijos ante sí. Volvió a recordar el pasado... Sentía aún la sucesión de los días miserables y respiraba el aire saturado de olor a azufre de la fábrica...
 La mujer suspiró. Entonces él prosiguió:
 -Era difícil acostumbrarse a la fábrica una vez se ha trabajado la tierra. Las horas eran cortas, por supuesto, y el trabajo no era demasiado pesado... Pero no me gustaba. Era como si un peso aplastara mi pecho... no me dejaba respirar. Pasó cierto tiempo y no pude soportar a la mujer. Se portó bien el primer año; después empezó a aburrirse. Por fin no quiso quedarse en casa ni una sola noche, o bien tenía alguna reunión en el club o una película o un baile... Y si no tenía nada que hacer, se iba a charlar con los vecinos, antes que quedarse en casa. Insistía en que fuera con ella, y a mí me era imposible seguirla... No podía hablar, no sabía, como los otros, ni sabía reír de las cosas que no encontraba graciosas. Me era mucho más agradable arrancar hierbas de mi jardín. En invierno solía arreglar bicicletas y cerraduras, o hacer reparaciones eléctricas. Me había propuesto seguir ahorrando para no estar en deuda y lograr que la casa fuera completamente nuestra. Siempre nos peleábamos por esto. Muchas veces, al salir de noche, no volvía hasta que tenía la seguridad de que yo dormía. Estas salidas nocturnas se prolongaban algunos sábados hasta que se hacía de día cuando regresaba. Volvía con la boca pintada y oliendo a alcohol. Otras veces venía a casa con amigos para jugar a las cartas; los hombres traían coñac. No me hacían el menor caso. El asco se apoderaba de mí y salía; me quedaba fuera, a oscuras, maldiciéndolos. Me rompía la cabeza al pensar cómo podía salir de aquella situación. Todo me parecía inútil. Mi mujer también se portaba mal con la niña. Algunas veces se ocupaba de ella y entonces la emperifollaba, para presumir ante la gente; en otras ocasiones, no se acordaba ni de darle de comer... La criatura tenía que jugar en el patio de otras casas y pedir comida y acostarse, luego, sucia... Suponiendo que volviera, puesto que a veces tardaba varios días en aparecer. Además, acabaron por estar de acuerdo contra mí. Esto desde que la niña empezó a andar y a hablar. Yo era el hombre malo que no sabía reír ni jugar... el aguafiestas. Se burlaban las dos de mí, me injuriaban... Llegó que, a veces, el fuego de la cólera cegaba mis ojos y les pegaba a las dos. Hasta que me encerré en el cobertizo, me hice una cama allá y cuidaba yo mismo de mi comida.
 De nuevo calló Aaltonen y la mujer preguntó jadeante y con el rostro vuelto hacia él:
 -¿Era... era hermosa su esposa?
 El hombre sopesó sus palabras. Quería ser justo y todo estaba tan muerto y tan lejano que no se hacía difícil hablar de ello.
 -Tenía los ojos grandes y oscuros y la tez clara. Baja, mucho más baja que yo, y bien parecida. Los hombres le sonreían y no era mujer para cerrarles el paso. Tardé ocho años en saber lo que mi buena fe me impedía descubrir: no era una esposa, sino una prostituta. Sí, conmigo también. Se servía de su cuerpo para hacer que le diera cuanto deseaba... Hasta que sentía asco de mí mismo... Y obtenía cosas. Así era como obtenía cosas de los demás, del mismo modo... cosas que yo no quería darles. Trapos, bisutería, entradas de cine, y bebidas y bailes y cualquier otra fruslería que deseara... El hombre que la besaba tenía que pagar. Ignoro si veía o no mal en ello; estaba hecha así. Tardé ocho años en saberlo, porque me tenía miedo y no supo disimularlo. Esto era fácil, porque yo no tenía amigos en la ciudad que pudieran abrirme los ojos. Con la ayuda del tiempo supo envenenarlo todo... Se las componía siempre para que yo fuera el que no estuviese en lo cierto y la privara de sus diversiones. No hubo modo de hacerla cambiar, y si por casualidad pensaba algo más de lo que suelen pensar las prostitutas, creía sin duda que me estaba muy bien empleado el que me deshonrara y durmiera con otros hombres en mi propia casa. Desde el primer año me había parecido una desconocida. Luego, al desbordar su frenesí todo recato y disimulo, ya ni siquiera fue mi mujer... sino lo que he dicho... Me era imposible dormir por las noches... Retenía en casa a sus amigos más allá de medianoche. No le importaba que yo tuviera que ir al trabajo al día siguiente. Les oía reír y golpear la mesa al tirar las cartas de juego... Seguían los murmullos y el andar cauteloso, los crujidos y las risas...
 Aaltonen proseguía con la mirada fija ante sí. Y las manos apoyadas en las rodillas. Volvió la cabeza y miró a la mujer, que seguía a su lado sentada en los escalones, con la cabeza inclinada y el cabello como una aureola de luz. Sus brazos desnudos mostraban su inmaculada blancura y sus ojos miraban obstinadamente al suelo.
 -¿Continúo? -preguntó Aaltonen como si se hubiera dado cuenta de pronto de que nada de todo aquello tenía que ver con ellos dos.
 Era la historia de un mundo falso y contrahecho, con el que ya no existía ningún contacto. Estaba acabado y muerto.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés Editores, 1977, en traducción de Rosa S. de Naveira. ISBN: 84-01-44181-1.]

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Reflexiones sobre la violencia.- Georges Sorel (1847-1922)

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6.-La moralidad de la violencia
II

«B) A los sabios de la burguesía no les gusta ocuparse de las clases peligrosas; ésta es una de las razones por las que todas sus disertaciones acerca de la historia de las costumbres son siempre superficiales; y no cuesta mucho percatarse de que solamente el conocimiento de esas clases permite penetrar en los misterios del pensamiento moral de los pueblos.
 Las antiguas clases peligrosas practicaban el delito más sencillo, el que más estaba al alcance de su mano, y hoy está relegado a los grupos de truhanes jóvenes sin experiencia ni discernimiento. Los delitos de brutalidad nos parecen hoy algo tan anormal que, cuando la brutalidad es enorme, nos preguntamos si el culpable está en su sano juicio. Esta transformación no se debe, evidentemente, a que los criminales se hayan moralizado, sino a que han mudado su manera de proceder, debido a las nuevas condiciones de la economía, como veremos más adelante. Este cambio ha ejercido una grandísima influencia en el pensamiento popular.
 Todos sabemos que las asociaciones de malhechores consiguen mantener en su seno una excelente disciplina, gracias a la brutalidad; cuando vemos maltratar a un niño, instintivamente suponemos que sus padres tienen hábitos criminales: los procedimientos que empleaban los antiguos maestros de escuela, y que los establecimientos eclesiásticos se obstinan en conservar, son los mismos de los vagabundos que raptan niños y amaestran a sus víctimas para transformarlas en diestros acróbatas o en productivos mendigos. Todo aquello que recuerda las costumbres de las antiguas clases peligrosas nos es soberanamente odioso.
 La antigua ferocidad tiende a ser sustituida por la astucia, y muchos sociólogos estiman que existe en ello un apreciable progreso; algunos filósofos, que no tienen la costumbre de seguir las opiniones del rebaño, no ven por parte alguna en qué constituye eso un progreso desde el punto de vista moral; dice Hartmann: "Nos choca la crueldad, la brutalidad de los tiempos pasados, pero no conviene olvidar que la rectitud, la sinceridad, el hondo sentimiento de la justicia y el piadoso respeto ante la santidad  de las costumbres caracterizan a los antiguos pueblos; mientras que hoy vemos que reina la mentira, la falsedad, la perfidia, la trapacería, el desprecio hacia la propiedad, el desdén por la probidad instintiva y las costumbres legítimas, cuyo valor ya no se suele entender. El robo, el embuste y el fraude crecen a pesar de la represión mediante las leyes, en proporción mayor que la disminución de los delitos burdos y violentos como el pillaje, el asesinato, la violación, etc. El más rastrero egoísmo quiebra sin pudor los sagrados vínculos de la familia y la amistad, en todos los lugares en que se encuentra en oposición con ellos".
 Hoy día, por lo general, se juzga que las pérdidas de dinero son accidentes que pueden suceder a cada paso que se da, y que son fácilmente reparables, mientras que los accidentes corporales no lo son; por consiguiente, se estima que un delito de astucia es menos grave que otro de brutalidad; los criminales se aprovechan de esa transformación que ha tenido lugar en los juicios.
 Nuestro Código Penal había sido redactado en una época en la que se presentaba al ciudadano bajo los rasgos de un propietario rural, preocupado únicamente de administrar su hacienda como buen padre de familia y de procurar a sus hijos una situación honorable; las grandes fortunas realizadas en los negocios, mediante la política y la especulación, eran escasas y estaban consideradas como verdaderas monstruosidades; y la defensa del ahorro de las clases medias era una de las grandes preocupaciones de los legisladores. El régimen anterior había sido mucho más terrible en la represión de los fraudes, pues la declaración regia de 5 de agosto de 1725 castigaba con la pena de muerte a quien incurría en quiebra fraudulenta: ¡no cabe imaginar nada más distante de nuestras costumbres actuales! Hoy estamos dispuestos a creer que los delitos de esa clase solamente pueden cometerse mediando una imprudencia de las víctimas y que sólo excepcionalmente merecen penas aflictivas; y aun así, nos contentamos con condenas leves.
 En una sociedad opulenta, ocupada en grandes negocios, en la que todos vigilan atentamente en defensa de sus intereses, como sucede en la sociedad americana, los delitos de astucia no tienen en modo alguno las mismas consecuencias que en una sociedad que se ha visto  obligada a imponerse una rigurosa parsimonia; en aquella sociedad, en efecto, no suelen esos delitos causar graves y duraderas perturbaciones en la economía; por ello, los americanos soportan, sin gran protesta, los excesos de sus políticos y financieros. Compara P. de Rousiers al norteamericano con un capitán de barco que, en el curso de una travesía dificultosa, no tiene tiempo de vigilar a su cocinero que le está robando. "Cuando se les dice a los americanos que sus políticos les roban, os suelen responder: ¡Hombre, ya lo sé! Mientras marchen los negocios, si los políticos no se atraviesan en el camino, se libran, sin gran esfuerzo, de los castigos que se merecen".
 Desde que en Europa se gana fácilmente el dinero, se han difundido entre nosotros análogas ideas. Importantes hombres de negocios se han librado de la represión porque han sido lo suficientemente hábiles, a la hora de su triunfo, para granjearse múltiples amistades en todos los círculos; y se ha terminado por considerar que sería muy injusto condenar a los negociantes que quebraban y a los notarios que se retiraban arruinados a raíz de mediocres catástrofes, mientras que los príncipes de la estafa financiera continuaban dándose la buena vida. Poco a poco, la nueva economía ha creado una nueva indulgencia extraordinaria con todos los delitos de astucia en los países de alto capitalismo.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2016, en traducción de Florentino Trapero. ISBN: 978-84-9104-381-2.]

martes, 24 de septiembre de 2019

Momentos decisivos.- Félix de Azúa (1944)

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Un asalto

«Con la inexorable proximidad de los exámenes finales la población estudiantil entraba en un estado de nerviosismo y agitación que era consecuencia no sólo de la falta de sueño y el suplicio que se avecinaba, sino también de la fiebre que trae consigo el inicio del verano, cuando las muchachas abandonan abrigos y chaquetas para vestir ligerísimos vestidos verbeneros que estallan en las aulas como fuegos artificiales impregnándolo todo con el acre aroma de la pólvora genital. Pero el nerviosismo y la agitación de aquella mañana parecían haber subido de golpe y las aguas gorgoteaban a punto de ebullición. Había asamblea y la gran sala de actos donde se celebraba era un hormiguero con estudiantes que colgaban incluso de los altos alféizares de las ventanas. No cabía ni un alma, pero siempre quedaba algún rezagado que trataba de abrirse paso pisando piernas y cabezas, levantando ayes y tacos en escala de piano. Sobre el ruido de las conversaciones sobresalían los discursos, generalmente breves e interrumpidos por gritos hostiles o burlescos. Sin embargo, todos los oradores recogían cerrados aplausos, incluso el que decía representar a la Falange de izquierdas y la revolución pendiente.
 Los parlamentarios eran a veces desaseados, vestidos con chaquetas y pantalones de lana marrón similares a los usados por el personal de tranvías, o bien muchachos corrientes con camisas blancas y pantalón tejano de pitillo, aunque todavía primaba de modo aplastante el conjunto con corbata. Defendían la unidad sindical de obreros y estudiantes, la supresión del SEU, o, en general, la libertad y la democracia sin entrar en detalles, aunque también se pudo oír algo sobre la insumisión juvenil. Todavía no eran habituales palabras como "revolución" o "lucha armada", ni se mencionó a Franco ni a ningún político del régimen por su nombre.
 Acababa de ponerse en pie un muchacho de calva incipiente cuando comenzaron a chistar y ordenar silencio algunos alumnos y profesores ayudantes estratégicamente repartidos por la sala. Corrió la voz de que iba a hablar el representante del partido comunista catalán, el PSUC. A diferencia de los oradores que le habían precedido, el muchacho habló con voz tranquila y grave, en tono neutro y pausado, sin gestos bruscos.
 Anunció para el curso siguiente una Asamblea Nacional Libre de Estudiantes que iba a reunir democráticamente a todas las fuerzas progresistas de España en un solo frente elegido democráticamente por circunscripciones administrativas. La Asamblea sería el órgano democrático de representación unitario y federal, y trabajaría en estrecha colaboración con los sindicatos obreros clandestinos democráticamente elegidos. Insistió en que sólo la unión entre trabajadores de la cultura y fuerzas obreras y de progreso podía traer la democracia a España, pero para entonces el gentío había perdido interés y aumentaba el rumor de conversaciones a pesar de las llamadas al orden que surgían aquí y allá con imperativos "silencio, silencio". El delegado concluyó pidiendo que se eligiera democráticamente a un representante de derecho para una futura plataforma universitaria catalana que enviaría a su representante a la Mesa Confederal, la cual elegiría democráticamente al equipo dirigente de la futura Asamblea. En ese momento fue interrumpido desde una de las últimas filas, próxima a la puerta.
 Un estudiante larguirucho, frágil, casi esquelético y vestido de negro, gritó que él representaba a la Internacional Situacionista Sexta Conferencia de Amberes, tras lo cual se produjo un silencio más inducido por el estupor que por la disciplina. El muchacho se lanzó a una diatriba contra el delegado, miembro o militante del PSUC, al que llamaba una y otra vez menchevique. Nadie parecía entenderle, pero todos habían girado el cuello y le miraban fascinados.
 "Tú quieres un mundo nivelado y dirigido por un paranoico que continúe la tarea de Urano, pero nosotros crearemos consciente y colectivamente una nueva civilización, tú utilizas los fotomontajes de la Enciclopedia Soviética, nosotros usamos el détournement para demostrar que esas imágenes son la mejor prueba de vuestras mentiras, tú quieres construir infernales campos de concentración estatales bajo el nombre del Padre, pero nosotros producimos situaciones efímeras y poéticas porque ya hemos matado al padre, a la patria, y a la patria del padre y de la madre patria."
 Los individuos estratégicamente situados comenzaron a reaccionar gritando consignas como "fuera ese loco", o bien "es de la social". El grupito dirigido por uno de los profesores ayudantes se puso a corear "fuera policía, de la universidad" con un ritmo yámbico, pero sólo lograron enfurecer al representante de la Sexta Conferencia de Amberes, cada vez más seguro de sí mismo y veloz en su discurso.
 "¡Estáis por una sociedad ortopédica!, ¡yo os escupo en la cara como Diógenes el Cínico!, ¡yo soy telépata y leo en vuestros macabros cerebros!, ¡queréis forcluir el animal que somos, pero acabaréis vuestros días pintando las paredes del manicomio con vuestra propia mierda!, ¡vosotros sois el animal más peligroso, el sujet de Lacan, el monstruo del Lago Ness!"
 Se levantaron protestas generales e irritadas pero también un buen número de alumnos que disentían, "dejadle hablar", y que coreaban "libertad de expresión, libertad de expresión" con otro latiguillo rítmico. Unas chicas reían y comentaban que no entendían nada pero que les parecía muy sincero y muy humano, "también tiene derecho a decir lo que piensa, ¿o no?", preguntaban. Envalentonado, el de la Sexta Conferencia atronó la sala como un predicador.
 "¡Yo soy el Ángel Negro que no queréis ver y os digo que la realidad es un invento de la burguesía, la jaula del hombre normal, ese loco, el único loco!, ¡la burguesía ha forcluido el nombre de Dios para colgárselo del falo, pero nosotros vamos a liberar todos los secretos y muy especialmente los secretos del proletariado, los secretos mejor guardados del universo, más guardados que los secretos de Fátima porque el clero comunista es un mutante perfeccionado del clero romano!, ¡vosotros, en cuya cabeza todavía gotea la sangre del pacto de Brest/Litovsk, lo sabéis muy bien!, ¡y yo lo voy a decir, voy a decir el secreto mejor guardado del universo!, ¡el proletariado es una mierda asquerosa!"
 El último grito, proferido como un aullido interminable, hizo estallar la asamblea. La mayoría aplaudía muerta de risa, pero otros trataban de acercarse al Ángel Negro con malas intenciones.»


     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2000. ISBN: 84-339-2452-4.]