sábado, 28 de septiembre de 2019

Panóptico. Veinte ensayos fulminantes.- Hans Magnus Enzensberger (1929)

Resultado de imagen de hans magnus enzensberger 

Microeconomía

«Lo que los científicos de la economía entienden por economía lo comprenden, en el mejor de los casos, sólo ellos mismos. El resto del universo abriga ciertas dudas acerca de sus ideas y se pregunta si su dedicación constituye siquiera una ciencia. Bien es verdad que disponen de institutos, cátedras y un salario asegurado, pero su actividad tiene poco que ver con la manera de gestionar su economía particular la mayoría de las personas (amas de casa, jubilados o niños, por ejemplo). Los economistas sienten predilección por los grandes conjuntos y trabajan con ingentes cantidades de datos estadísticos. La mayoría tiene apego a una extraña y rancia ristra de teorías que, por la razón que sea, son consideradas neoclásicas. Quien los escucha se ve transportado a un mundo idílico con rasgos de cuento de hadas. Aprende con admiración que el mercado busca siempre, de forma inevitable y pese a algunas oscilaciones, un equilibrio, así como que dicho mercado es eficiente, se corrige y se optimiza él mismo y que todos los que participan en él se comportan de modo absolutamente racional. A pesar de tratarse de meras hipótesis sin demostrar o incluso indemostrables, estas suposiciones se dan por sentadas.
 Después del provisional deceso del comunismo, la teoría neoclásica se ofreció como sustituta de la utopía perdida. Aunque venía bastante pobre de bagaje, no escatimaba promesas ni le faltaban partidarios. Hacia finales del siglo XX se nutrió de elaboradísimos modelos matemáticos de gestión de riesgo. Los economistas tampoco se arredraron a la hora de formular aserciones sobre el futuro y el hecho de que por lo general sus pronósticos los pusieran en ridículo nunca los hizo dudar de su omnímoda competencia.
  Ello no significa que el gremio esté libre de enconadas luchas internas e intestinas, tan habituales también en otras ramas del saber. Keynesianos y monetaristas pelean desde hace décadas por la soberanía interpretativa. Un analista técnico no quiere ser confundido a ningún precio con un analista fundamental o un experto en ciclos. Últimamente incluso hay economistas que se han percatado de que en la teoría clásica la mayoría de los individuos sólo aparecen como magnitudes abstractas. Se reducen, según esa lógica, a su respectivo papel, siendo asalariados o consumidores o asegurados o inversores o accionistas o empresarios o ahorradores y, en cada uno de estos roles, conocen un sólo objetivo: maximizar su ventaja económica y nada más.
  En esto algunos clásicos del pasado habían llegado ya mucho más lejos. Eran completamente reacios a la idea de que las decisiones económicas se basaran en el rational choice, la elección racional. En su Fábula de las abejas del año 1714, Mandeville sostiene que son precisamente los vicios particulares (el engaño, la ostentación y la soberbia, por ejemplo) los que permiten la riqueza pública. Y Adam Smith, menos polémico, lo siguió con su famosa imagen de la “mano invisible”, que se suponía que equilibraba la actuación irrazonable del individuo y la tornaba en el mayor beneficio general.
  Nada quiso saber de ello la imperante doctrina neoclásica. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, dicha doctrina viene sufriendo la presión de una nueva tendencia: la economía conductual. La economía conductual ha detectado una laguna abismal en este campo y se propone explorar por qué la gente no se conduce como la mayoría de los economistas presume. Se ha despedido del dogma del Homo oeconomicus razonable, pero no de la ambición de crear modelos lo más sólidos posibles. Para ello se sirve, por un lado, de ensayos empíricos y encuestas y, por otro, de métodos matemáticos como la teoría del juego o de teoremas de biología evolutiva o psicología social.
  Cabe dudar de que de esa forma descubran las triquiñuelas de la enigmática conducta de los imaginarios “sujetos económicos”. La ambición de emular las ciencias exactas hace que las personas figuren en sus cálculos como meros fantasmas estadísticos. A los investigadores, dignos de lástima, siempre se les atraviesa su amor por la abstracción. No son capaces de salir de su propio pellejo, tampoco los individuos a los que analizan.
  Y estos, sabido es, son propensos a toda suerte de caprichos, manías, costumbres y espejismos. Tienden al pánico y a la pereza, al egoísmo y a lo gregario. Con tal de salvar la cara, rescatar sus preferencias eróticas o la bella figura, muchos están dispuestos a hacer cualquier sacrificio. Al economista le tiene que parecer esto lamentable, insensato e ignaro. Por otra parte, cuantificar adicciones y angustias, confianza y frivolidad, rabia y obstinación supone una tarea de Sísifo. Los individuos burlan las entrevistas y los sondeos mintiendo descaradamente no sólo al interrogador sino también a sí mismos. Además, suelen vulnerar las más elementales reglas económicas.
  La mayoría de sus transacciones diarias tienen lugar fuera de los circuitos crematísticos y crediticios. Crían niños sin exigir a cambio una remuneración adecuada; traban relaciones laborales sin asegurarse contra posibles impagos o sin hacer siquiera un cálculo razonable de perdidas y ganancias; a veces trabajan gratis, desaprovechan oportunidades excelentes por pura cabezonería, tiran el dinero por la ventana, malgastan un tiempo valioso, se fían de su horóscopo o de la fetua de un teólogo, regalan lo que sea sin recibir contrapartida, y, así, sucesivamente, para desesperación de los teóricos.
  Se abre, pues, en lo que a las prácticas económicas reales de la especie se refiere, una enorme zona oscura. Los conceptos al uso de trabajo negro, mercado negro y dinero negro no cuadran y no hacen justicia a la economía informal. Para arrojar un poco de luz sobre el asunto, necesariamente habría que entrar en detalles, lo que quiere decir renunciar a tesis generalizables y dejar la ciencia a los científicos, si bien al experto eso no le está permitido. Tal microeconomía podría funcionar sin mucha parafernalia y comenzar con investigaciones en el círculo familiar y de amigos. Por lo pronto bastaría con media docena de cobayas para convencerse de que en este terreno reina una fabulosa diversidad.
  Tendríamos, por ejemplo, a la mujer polaca que cada quince días hace un viaje en autobús de doce horas a casa para ocuparse de su madre medio paralítica y que después vuelve, en el mismo autobús, para trabajar en la limpieza en Alemania. Nunca ha rellenado un impreso oficial, no tiene cuenta bancaria, no paga impuestos y sólo acepta dinero en efectivo, pero es de una honradez férrea porque sabe que Jesús desaprobaría todo lo que no lo fuera.
  Existe también el empresario derrochador de ideas que no para de crear empresas y da al traste con todo intento que pretenda encasillarlo, pues, en cuanto afloran beneficios, abandona la boyante empresa porque las rutinas del éxito lo aburren a muerte y porque, según afirma, “no necesita dinero”.
  Sin olvidar al bibliófilo y amante de la belleza que gusta de invitar a sus amigos a buenísimos restaurantes y que confiesa con rostro compungido que ha olvidado la billetera en cuanto el camarero trae la cuenta.
  Está también el médico de cabecera que se entrega muchísimo a un coro pero una vez al año se pierde unos cuantos ensayos porque anda por Burundi o el Congo, donde no sólo presta primeros auxilios para Médicos sin Fronteras, sino que también se enfrenta a niños soldados y señores de la guerra. Y, al parecer, paga los billetes de avión de su propio bolsillo.
  Nadie comprende por qué el jardinero que viene a casa tres veces al año no manda factura, pese a nuestras reiteradas reclamaciones, y eso que el banco le ha cerrado el crédito. Sólo dice, a modo de justificación, que tiene preocupaciones mas acuciantes. ¿Y como es que el renombrado novelista no encuentra editor para su nuevo libro? ¿Y como se explica que alguien no tenga dinero pero sí cocinera y secretaria a las que paga puntualmente y ya no le fían en la tienda de la esquina y, para cenar, se conforma con un huevo frito y un cacho de pan?
  Y la cosa no se detiene ahí: como todo lector de periódicos sabe, la total irracionalidad que con tanta persistencia asombra y aturde a los economistas no se detiene ante los de su estamento, sino que va más allá. Alcanza su máxima expresión en los agentes de los mercados financieros y sus asesores. El economista distinguido con el Premio Nobel se luce con una quiebra que hace sacudir Wall Street. El banquero inversionista cuyo juego de pirámide le ha costado tres años de dulce chirona parte sin demora hacia Singapur o Dubai para crear el siguiente fondo buitre, y el solitario operador de día neoyorquino no puede conciliar el sueño porque la bolsa de Tokio abre a las tres de la madrugada, razón por la cual necesita tener a mano una bolsa de cocaína día y noche a fin de permanecer despierto.
  Fenómenos de esta índole a lo sumo salen en las secciones económicas de la prensa si se trata de agentes que mueven grandes cantidades. De los otros apenas sí se habla en la esfera pública. Es probable que transiten lejos de toda lógica de manual doctrinal, por zonas sobre las que ninguna Facultad de Economía es capaz de brindar información. Sólo de vez en cuando alguna cadena privada ofrece un fugaz vistazo a las tinieblas, a través de series como Saliendo de las deudas. No hay motivo para temer o esperar que tales conclusiones sean susceptibles de una generalización coherente. Por tanto, quien desee saber cómo se conduce la gente y qué es lo que la induce, debería tal vez comenzar por sí mismo. Detectaría bien pronto que su racionalidad económica no es muy superior a la de los locos que una y otra vez le causan tanta extrañeza.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Malpaso, 2016, en traducción de Richard Gross. ISBN: 978-84-16420-27-8.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: