Microeconomía
«Lo
que los científicos de la economía entienden por economía lo comprenden, en el
mejor de los casos, sólo ellos mismos. El resto del universo abriga ciertas
dudas acerca de sus ideas y se pregunta si su dedicación constituye siquiera
una ciencia. Bien es verdad que disponen de institutos, cátedras y un salario
asegurado, pero su actividad tiene poco que ver con la manera de gestionar su economía
particular la mayoría de las personas (amas de casa, jubilados o niños, por
ejemplo). Los economistas sienten predilección por los grandes conjuntos y
trabajan con ingentes cantidades de datos estadísticos. La mayoría tiene apego
a una extraña y rancia ristra de teorías que, por la razón que sea, son
consideradas neoclásicas. Quien los escucha se ve transportado a un mundo idílico
con rasgos de cuento de hadas. Aprende con admiración que el mercado busca
siempre, de forma inevitable y pese a algunas oscilaciones, un equilibrio, así
como que dicho mercado es eficiente, se corrige y se optimiza él mismo y que
todos los que participan en él se comportan de modo absolutamente racional. A pesar de tratarse de meras hipótesis sin
demostrar o incluso indemostrables, estas suposiciones se dan por sentadas.
Después
del provisional deceso del comunismo, la teoría neoclásica se ofreció como
sustituta de la utopía perdida. Aunque venía bastante pobre de bagaje, no
escatimaba promesas ni le faltaban partidarios. Hacia finales del siglo XX se
nutrió de elaboradísimos modelos matemáticos de gestión de riesgo. Los economistas
tampoco se arredraron a la hora de formular aserciones sobre el futuro y el
hecho de que por lo general sus pronósticos los pusieran en ridículo nunca los
hizo dudar de su omnímoda competencia.
Ello no significa que el gremio esté libre de
enconadas luchas internas e intestinas, tan habituales también en otras ramas
del saber. Keynesianos y monetaristas pelean desde hace décadas por la soberanía
interpretativa. Un analista técnico no quiere ser confundido a ningún precio
con un analista fundamental o un experto en ciclos. Últimamente incluso hay
economistas que se han percatado de que en la teoría clásica la mayoría de los
individuos sólo aparecen como magnitudes abstractas. Se reducen, según esa lógica,
a su respectivo papel, siendo asalariados o consumidores o asegurados o
inversores o accionistas o empresarios o ahorradores y, en cada uno de estos
roles, conocen un sólo objetivo: maximizar su ventaja económica y nada más.
En esto algunos clásicos del pasado habían
llegado ya mucho más lejos. Eran completamente reacios a la idea de que las
decisiones económicas se basaran en el rational choice, la elección racional.
En su Fábula de las abejas del año 1714, Mandeville sostiene que son
precisamente los vicios particulares (el engaño, la ostentación y la soberbia,
por ejemplo) los que permiten la riqueza pública. Y Adam Smith, menos polémico,
lo siguió con su famosa imagen de la “mano invisible”, que se suponía que
equilibraba la actuación irrazonable del individuo y la tornaba en el mayor
beneficio general.
Nada quiso saber de ello la imperante
doctrina neoclásica. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, dicha doctrina
viene sufriendo la presión de una nueva tendencia: la economía conductual. La
economía conductual ha detectado una laguna abismal en este campo y se propone
explorar por qué la gente no se conduce como la mayoría de los economistas
presume. Se ha despedido del dogma del Homo oeconomicus razonable, pero no
de la ambición de crear modelos lo más sólidos posibles. Para ello se sirve,
por un lado, de ensayos empíricos y encuestas y, por otro, de métodos matemáticos
como la teoría del juego o de teoremas de biología evolutiva o psicología
social.
Cabe dudar de que de esa forma descubran las
triquiñuelas de la enigmática conducta de los imaginarios “sujetos económicos”.
La ambición de emular las ciencias exactas hace que las personas figuren en sus
cálculos como meros fantasmas estadísticos. A los investigadores, dignos de lástima,
siempre se les atraviesa su amor por la abstracción. No son capaces de salir de
su propio pellejo, tampoco los individuos a los que analizan.
Y estos, sabido es, son propensos a toda
suerte de caprichos, manías, costumbres y espejismos. Tienden al pánico y a la
pereza, al egoísmo y a lo gregario. Con tal de salvar la cara, rescatar sus
preferencias eróticas o la bella figura, muchos están dispuestos a hacer
cualquier sacrificio. Al economista le tiene que parecer esto lamentable,
insensato e ignaro. Por otra parte, cuantificar adicciones y angustias,
confianza y frivolidad, rabia y obstinación supone una tarea de Sísifo. Los
individuos burlan las entrevistas y los sondeos mintiendo descaradamente no sólo
al interrogador sino también a sí mismos. Además, suelen vulnerar las más
elementales reglas económicas.
La mayoría de sus transacciones diarias
tienen lugar fuera de los circuitos crematísticos y crediticios. Crían niños
sin exigir a cambio una remuneración adecuada; traban relaciones laborales sin
asegurarse contra posibles impagos o sin hacer siquiera un cálculo razonable de
perdidas y ganancias; a veces trabajan gratis, desaprovechan oportunidades
excelentes por pura cabezonería, tiran el dinero por la ventana, malgastan un
tiempo valioso, se fían de su horóscopo o de la fetua de un teólogo, regalan lo
que sea sin recibir contrapartida, y, así, sucesivamente, para desesperación de
los teóricos.
Se abre, pues, en lo que a las prácticas
económicas reales de la especie se refiere, una enorme zona oscura. Los
conceptos al uso de trabajo negro, mercado negro y dinero negro no cuadran y no
hacen justicia a la economía informal. Para arrojar un poco de luz sobre el
asunto, necesariamente habría que entrar en detalles, lo que quiere decir
renunciar a tesis generalizables y dejar la ciencia a los científicos, si bien
al experto eso no le está permitido. Tal
microeconomía podría funcionar sin mucha parafernalia y comenzar con
investigaciones en el círculo familiar y de amigos. Por lo pronto bastaría con
media docena de cobayas para convencerse de que en este terreno reina una
fabulosa diversidad.
Tendríamos, por ejemplo, a la mujer polaca
que cada quince días hace un viaje en autobús de doce horas a casa para
ocuparse de su madre medio paralítica y que después vuelve, en el mismo autobús,
para trabajar en la limpieza en Alemania. Nunca ha rellenado un impreso
oficial, no tiene cuenta bancaria, no paga impuestos y sólo acepta dinero en
efectivo, pero es de una honradez férrea porque sabe que Jesús desaprobaría
todo lo que no lo fuera.
Existe también el empresario derrochador de
ideas que no para de crear empresas y da al traste con todo intento que
pretenda encasillarlo, pues, en cuanto afloran beneficios, abandona la boyante
empresa porque las rutinas del éxito lo aburren a muerte y porque, según
afirma, “no necesita dinero”.
Sin olvidar al bibliófilo y amante de la
belleza que gusta de invitar a sus amigos a buenísimos restaurantes y que
confiesa con rostro compungido que ha olvidado la billetera en cuanto el
camarero trae la cuenta.
Está también el médico de cabecera que se
entrega muchísimo a un coro pero una vez al año se pierde unos cuantos ensayos porque
anda por Burundi o el Congo, donde no sólo presta primeros auxilios para Médicos
sin Fronteras, sino que también se enfrenta a niños soldados y señores de la
guerra. Y, al parecer, paga los billetes de avión de su propio bolsillo.
Nadie comprende por qué el jardinero que
viene a casa tres veces al año no manda factura, pese a nuestras reiteradas
reclamaciones, y eso que el banco le ha cerrado el crédito. Sólo dice, a modo
de justificación, que tiene preocupaciones mas acuciantes. ¿Y como es que el
renombrado novelista no encuentra editor para su nuevo libro? ¿Y como se
explica que alguien no tenga dinero pero sí cocinera y secretaria a las que
paga puntualmente y ya no le fían en la tienda de la esquina y, para cenar, se conforma
con un huevo frito y un cacho de pan?
Y la cosa no se detiene ahí: como todo lector
de periódicos sabe, la total irracionalidad que con tanta persistencia asombra y
aturde a los economistas no se detiene ante los de su estamento, sino que va más
allá. Alcanza su máxima expresión en los agentes de los mercados financieros y
sus asesores. El economista distinguido con el Premio Nobel se luce con una
quiebra que hace sacudir Wall Street. El banquero inversionista cuyo juego de
pirámide le ha costado tres años de dulce chirona parte sin demora hacia
Singapur o Dubai para crear el siguiente fondo buitre, y el solitario operador
de día neoyorquino no puede conciliar el sueño porque la bolsa de Tokio abre a
las tres de la madrugada, razón por la cual necesita tener a mano una bolsa de
cocaína día y noche a fin de permanecer despierto.
Fenómenos de esta índole a lo sumo salen en
las secciones económicas de la prensa si se trata de agentes que mueven grandes
cantidades. De los otros apenas sí se habla en la esfera pública. Es probable
que transiten lejos de toda lógica de manual doctrinal, por zonas sobre las que
ninguna Facultad de Economía es capaz de brindar información. Sólo de vez en cuando
alguna cadena privada ofrece un fugaz vistazo a las tinieblas, a través de
series como Saliendo de las deudas. No hay motivo para temer o esperar
que tales conclusiones sean susceptibles de una generalización coherente. Por
tanto, quien desee saber cómo se conduce la gente y qué es lo que la induce, debería
tal vez comenzar por sí mismo. Detectaría bien pronto que su racionalidad económica
no es muy superior a la de los locos que una y otra vez le causan tanta extrañeza.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Malpaso, 2016, en traducción de Richard Gross. ISBN: 978-84-16420-27-8.]
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