viernes, 6 de septiembre de 2019

Elogio de la locura.- Erasmo de Rotterdam (1466-1536)

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XXIV.-Inconvenientes de la sabiduría

«De lo inútiles que son los filósofos para todas las cosas de la vida, puede servir de ejemplo Sócrates mismo, juzgado, aunque muy mal, como un sabio excepcional por el oráculo de Apolo, pero que, al intentar hablar en público de no sé qué cuestión, tuvo que abandonar su empeño entre el risoteo general de todos los circunstantes. Es cierto que este hombre demostró no carecer en todo de sentido común, pues rechazó el calificativo de sabio, atribuyéndoselo en cambio a la divinidad y, además, es su opinión que el sabio debe abstenerse de la política; mejor hubiera hecho enseñando que le conviene mantenerse apartado de la sabiduría a aquél que quiera ser admitido entre los hombres como uno de ellos. Por otra parte, ¿qué le obligó a beber la cicuta, luego de que se lanzaran acusaciones contra él, sino la sabiduría? Mientras filosofaba acerca de nubes e ideas, mientras medía los pasos de una pulga, mientras admiraba la voz del mosquito, no aprendió lo que interesa para la vida corriente.
 Pero he aquí que viene a defender a Sócrates, cuando éste está amenazado por la pena capital, su discípulo Platón, un excelente defensor, en verdad, que, afectado por el vocerío de la turba, apenas pudo pronunciar medio período de su discurso. ¿Y qué decir de Teofrasto, que habiéndose presentado a hablar ante una asamblea, de repente enmudeció, como si hubiera visto un loco? ¡Qué bien hubiera arengado a los soldados en guerra, Isócrates!... , pero, por la timidez de su carácter, nunca osó ni abrir la boca. Por su parte, Marco Tulio Cicerón, el padre de la elocuencia romana, solía comenzar siempre sus discursos temblando miserablemente, casi como un niño que balbuceara; Fabio Quintiliano interpreta eso como manifestación propia de un orador reflexivo y bien consciente del peligro. Pero, al decir tal cosa, ¿no está confesando abiertamente que la sabiduría es un obstáculo para una adecuada realización de los asuntos? ¿Qué harían, cuando una cuestión se dirime por las armas, esos personajes que ya se desvanecen de miedo cuando hay que disputar con sólo palabras?
 Y, tras estos precedentes, se da por muy buena, contando con la benevolencia de los dioses, aquella tan conocida máxima platónica de que "los estados serían felices, si los gobernaran filósofos, o si los gobernantes tuvieran en cuenta la filosofía". En cambio, si consultas a los historiadores, no te será difícil encontrar que no ha habido ningún gobernante más perjudicial para un estado, que en aquellas ocasiones en que el poder ha recaído sobre algún filósofo o algún cultivador de las letras. De ello dan fe suficiente -creo- los dos Catones, uno de los cuales deterioró la tranquilidad de la República con sus insensatas delaciones, y el otro, por sostenerla de modo excesivamente sabio, arruinó desde sus cimientos la libertad del pueblo romano.
 A los antedichos, hay que añadir los Brutos, Casios, Gracos, e incluso el propio Cicerón, que no fue menos pernicioso para la república romana de lo que Demóstenes lo fue para la ateniense. De otra parte, concedamos que Marco Aurelio Antonino fue un buen emperador, aunque eso mismo se podría discutir, pues, al ser tan buen filósofo, resultaba ya, sin más, molesto y odioso a los ciudadanos. Pero, en fin, concedamos que fue bueno; no menos cierto es que causó al estado, por el hecho de dejar el hijo que dejó, un perjuicio mayor que el bien que su administración había reportado. En realidad, esta clase de hombres, los que están entregados a estudios filosóficos, suele ser infortunada en todo, pero especialmente en la procreación de hijos, pues la Naturaleza se preocupa -creo yo- de que ese mal de la sabiduría no se infiltre con demasiada amplitud entre los mortales. Así, nos consta que el hijo de Cicerón fue un degenerado y que Sócrates, aquel sabio, tuvo unos hijos más parecidos a la madre que al padre -como alguien no sin acierto ha escrito-, es decir, necios.

XXV.- Inconvenientes de la sabiduría

 De un modo u otro, la cosa resultaría soportable, si los filósofos sólo fuesen unos asnos tocando la lira para los menesteres políticos, pero para las restantes funciones de la vida fueran algo más diestros. Más... llévate un sabio a un convite, y lo enturbiará con su enfurruñado silencio, o con antipáticas cuestioncillas. Invítalo a una fiesta, y dirías que es un camello quien baila. Arrástralo hasta un espectáculo popular, y con su rostro mismo será un obstáculo para la diversión del público; se verá obligado a salir del teatro, como el sabio Catón, al no serle posible desarrugar el cejo. Si se presenta en una charla, parecerá que de repente haya aparecido el lobo de la fábula. Si ha de comprar algo, si ha de hacer un contrato, si, en resumen, ha de hacer alguna de esas cosas sin las que esta vida no puede proseguir su curso cotidiano, dirías que el sabio ese es un pedazo de alcornoque y no un ser humano. Hasta ese punto llega su total inutilidad para sí mismo, para la patria y para los suyos, puesto que no conoce nada de los asuntos corrientes y se aparta larga y ampliamente de las ideas populares y de las costumbres ordinarias.
 De todo ello se desprende necesariamente que resultan odiosos; y eso no es de extrañar, dada una tan grande diferencia de vida y pensamiento. Pues ¿qué cosa se realiza entre los mortales que no esté llena de estulticia y hecha para estúpidos? Es por ello que si alguien quisiera, por sí solo, importunar a todos, yo le aconsejaría que, imitando al misántropo Simón, marche a algún desierto y allí goce en soledad de su propia sabiduría.

XXVI.-Fuerza de las historietas en el ánimo popular

 Pero para volver a mi inicial propósito, ¿qué llevó a reunirse en ciudades a aquellos antiguos hombres agrestes, duros como la roca y como la encina, sino la adulación? Ninguna otra cosa en efecto, quiere simbolizar la cítara de Anfión y la de Orfeo. ¿Qué cosa atrajo a la concordia civil a la plebe de Roma, cuando maquinaba ya soluciones extremas? ¿Fue acaso un discurso filosófico? No, en absoluto. Fue, más bien, un ridículo y pueril apólogo compuesto a base del vientre y las restantes partes del cuerpo. Igual utilidad tuvo un apólogo semejante, de Temístocles, acerca de la zorra y el erizo. ¿Qué discurso de un sabio hubiera tenido tanto poder efectivo como aquella imaginaria cierva de Sertorio, o como la fábula de aquel espartano acerca de dos perros, o aquella otra, risible, sobre el modo de arrancar los pelos de la cola de un caballo? Nada digamos de Minos, o de Numa, cada uno de los cuales gobernó a la necia muchedumbre con sus fabulosas ficciones. Con naderías de esta clase es con lo que se exalta esa enorme y potente bestia que es el pueblo.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de Oliveri Nortes Valls. ISBN: 84-7530-12-3.]

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