domingo, 1 de septiembre de 2019

Billie.- Anna Gavalda (1970)


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«En esa época no me limité a ver la tele, dejar de ir al colegio o ser la chacha de todos los chicos a los que no les importaban demasiado mis orígenes, también acepté un montón de trabajitos. Cuidé niños, cuidé ancianos, limpié escaleras y hasta cogí un pico y una azada y recogí patatas.
 El problema era siempre mi edad. La gente estaba dispuesta a explotarme, pero no podía contratarme como es debido. Decían que no tenían derecho. Sí, sí, claro... Para limpiarles el culo a sus abuelos o fregar sus baños, vale, no había problema, pero para pagarme un salario digno, los pobres no podían, claro, tenían que atenerse a las leyes...
 [...]
 Hasta que, un buen día, las cosas cambiaron.
 Un buen día, sin hacerlo a propósito, claro, por fin mi padre se portó bien conmigo: murió.
 Murió electrocutado mientras robaba cables o no sé qué en una línea de alta velocidad.
 Murió, y una mañana en que estaba seleccionando patatas con un grupo de gitanos (ésos sí eran gitanos de verdad), vino a buscarme el alcalde.
 Y me estrechó la mano, aunque yo las tenía sucísimas, y entonces... en ese momento, comprendí que quizá las cosas estuvieran a punto de cambiar... Sí, cuando se despidió de mí, volví a mis patatas sonriendo a medias.
 Estrellita, estrellita, empezabas a echarnos de menos, ¿verdad?
 [...]
 El alcalde me estrechó la mano y me pidió que fuera a verlo la semana siguiente. Una vez en su despacho me contó que, primer punto, mi madrastra y mi padre nunca se habían casado, y que, segundo punto, el pedazo de tierra de las Morilles que había heredado tenía valor. ¿Por qué? Porque estaba en alto e interesaba a mucha gente que quería instalar allí repetidores para móviles o no sé qué antena.
 Vaya... ¿De modo que iban de eso las cartas que nos mandaba desde hacía años y que nosotros ni siquiera leíamos?
 Vaya... ¿De modo que yo era la única heredera de esa pocilga y el Ayuntamiento se ofrecía a comprármela?
 Vaya...
 En el tiempo que duraron todos los trámites, cumplí por fin mi esperada mayoría de edad, a mi madrastra y a toda su patulea los realojaron en unas viviendas de protección oficial, cobré mi cheque de 11.452 euros, me tragué todo el rollo del notario sobre cuánto tenía que dejar para impuestos y abrí una cuenta a mi nombre en la caja de ahorros.
 Por supuesto, en esa época mi madrastra me hizo la pelota y mil chantajes absurdos para que le diera una parte de la pasta... Al menos la mitad, porque si no quería decir que era una cochina desagradecida, con todo lo que ella había hecho por mí, que me había criado como si fuera su hija cuando en  realidad era la hija de una guarra.
 Pensaba que ya me había comido toda la mierda posible con ella, pero incluso entonces, incluso en esas circunstancias, esa palabra, eso de "guarra" me hizo daño... Para que veas. Incluso siendo un poco rico, uno nunca está todo lo blindado que cree estar... La escuché escupirme todo ese veneno fingiendo que quizá me diera lástima, quizá, pero durante toda mi infancia yo siempre la había oído quejarse de mi presencia, repetía que le había arruinado la vida y que soñaba con tener un sofá de masajes, así que le compré su puñetero sofá de masajes, encargué que se lo entregaran en su nueva madriguera y me largué de su vida de una vez por todas.
 Todo el mundo me hacía la pelota en esa época, todo el mundo. Porque en los pueblos se sabe todo enseguida... Corría el rumor de que había ganado una pasta gansa, en plan millones y tal, y yo no decía ni que sí ni que no.
 Ahora, desde luego, todo el mundo me saludaba por la calle, pero yo seguí trabajando como antes y, como por fin me había llegado la edad de los gloriosos curros legales, me cogieron de cajera en un supermercado.
 En esa época vivía con un chico que se llamaba Manu y, naturalmente, él también se volvió más amable conmigo. A ver, cómo no, había conseguido que su Bibi le pagara las facturas del taller y la escopeta de caza de sus sueños, y poco le costó hacerle creer a la Bibi en cuestión que la quería. Vamos, que la cosa iba bien. Casi, casi hasta hablábamos de boda.
 Pensaba en las amigas de Camille que lloraban en su convento porque no tenían dote y me daba cuenta de que en este mundo todo depende del dinero que tenga uno...
 Sí, estaba dispuesta a fingir que era feliz, pero de ahí a pedirme que me creyera mi propia trola había un buen trecho.
 Había 11.452 euros.
 Pero bueno, me tomaba las cosas como venían: tenía trabajo, un dinerito ahorrado, un novio que no me pegaba y radiadores eléctricos en la casita que estábamos reformando los dos juntos, así es que, en cuestión de felicidad, sabía que tenía toda la que podía aspirar a tener.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix-Barral, 2014, en traducción de Isabel González-Gallarza. ISBN: 978-84-322-2105-7.]

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