jueves, 26 de septiembre de 2019

Un forastero llegó a la granja.- Mika Waltari (1908-1979)

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Capítulo VII

«-Primero pensé dedicarme a la jardinería -empezó-. Al principio, como ayudante de jardinero en los jardines de la fábrica. Luego fui llamado para el servicio militar. Al volver a casa, un año más tarde, murió mi padre y se acabó el dinero para que yo pudiera realizar mi propósito. Durante un par de años fui capataz en el departamento de pruebas de la fábrica. Ahorraba parte de mi salario para poder ir a la Escuela de Agricultura. Pero me sentía siempre solo... No podía llegar a ser como los demás. Conocí a una mujer; era mayor que yo. Solíamos encontrarnos en los bailes del sábado por la noche. Cuando la hube conseguido una vez, pensé que tenía que casarme con ella. Ella quería que me asegurara un empleo fijo en la fábrica; los tiempos eran buenos y la fábrica prosperaba. Se negaba a venir conmigo al campo donde decía no se encontraban diversiones ni había personas con quienes hablar. Al fin me comunicó que esperaba tener un hijo. Sin embargo, iba siempre de un lugar a otro, contraía amistades y daba fiestas. Mis ahorros empezaron a disminuir. Llegué a temerla y deseé romper con ella. Sin embargo, el niño iba a nacer y no pensé que podía no ser mío. Así fue como definitivamente me empleé en la fábrica y, en verdad, no tuve motivos de queja. Los jefes y el ingeniero estaban contentos de mí y no tardé en ganar un buen jornal. Luego me dieron una parcela de tierra y un préstamo para edificar; no podía seguir viviendo en la habitación que habíamos alquilado, sin jardín, sin árboles. Los gramófonos y las radios atronaban por todas las ventanas, las mujeres discutían en el patio y por todas partes colgaban pañales.
 Aaltonen permaneció silencioso con las manos grandes inquietas sobre las rodillas y los ojos fijos ante sí. Volvió a recordar el pasado... Sentía aún la sucesión de los días miserables y respiraba el aire saturado de olor a azufre de la fábrica...
 La mujer suspiró. Entonces él prosiguió:
 -Era difícil acostumbrarse a la fábrica una vez se ha trabajado la tierra. Las horas eran cortas, por supuesto, y el trabajo no era demasiado pesado... Pero no me gustaba. Era como si un peso aplastara mi pecho... no me dejaba respirar. Pasó cierto tiempo y no pude soportar a la mujer. Se portó bien el primer año; después empezó a aburrirse. Por fin no quiso quedarse en casa ni una sola noche, o bien tenía alguna reunión en el club o una película o un baile... Y si no tenía nada que hacer, se iba a charlar con los vecinos, antes que quedarse en casa. Insistía en que fuera con ella, y a mí me era imposible seguirla... No podía hablar, no sabía, como los otros, ni sabía reír de las cosas que no encontraba graciosas. Me era mucho más agradable arrancar hierbas de mi jardín. En invierno solía arreglar bicicletas y cerraduras, o hacer reparaciones eléctricas. Me había propuesto seguir ahorrando para no estar en deuda y lograr que la casa fuera completamente nuestra. Siempre nos peleábamos por esto. Muchas veces, al salir de noche, no volvía hasta que tenía la seguridad de que yo dormía. Estas salidas nocturnas se prolongaban algunos sábados hasta que se hacía de día cuando regresaba. Volvía con la boca pintada y oliendo a alcohol. Otras veces venía a casa con amigos para jugar a las cartas; los hombres traían coñac. No me hacían el menor caso. El asco se apoderaba de mí y salía; me quedaba fuera, a oscuras, maldiciéndolos. Me rompía la cabeza al pensar cómo podía salir de aquella situación. Todo me parecía inútil. Mi mujer también se portaba mal con la niña. Algunas veces se ocupaba de ella y entonces la emperifollaba, para presumir ante la gente; en otras ocasiones, no se acordaba ni de darle de comer... La criatura tenía que jugar en el patio de otras casas y pedir comida y acostarse, luego, sucia... Suponiendo que volviera, puesto que a veces tardaba varios días en aparecer. Además, acabaron por estar de acuerdo contra mí. Esto desde que la niña empezó a andar y a hablar. Yo era el hombre malo que no sabía reír ni jugar... el aguafiestas. Se burlaban las dos de mí, me injuriaban... Llegó que, a veces, el fuego de la cólera cegaba mis ojos y les pegaba a las dos. Hasta que me encerré en el cobertizo, me hice una cama allá y cuidaba yo mismo de mi comida.
 De nuevo calló Aaltonen y la mujer preguntó jadeante y con el rostro vuelto hacia él:
 -¿Era... era hermosa su esposa?
 El hombre sopesó sus palabras. Quería ser justo y todo estaba tan muerto y tan lejano que no se hacía difícil hablar de ello.
 -Tenía los ojos grandes y oscuros y la tez clara. Baja, mucho más baja que yo, y bien parecida. Los hombres le sonreían y no era mujer para cerrarles el paso. Tardé ocho años en saber lo que mi buena fe me impedía descubrir: no era una esposa, sino una prostituta. Sí, conmigo también. Se servía de su cuerpo para hacer que le diera cuanto deseaba... Hasta que sentía asco de mí mismo... Y obtenía cosas. Así era como obtenía cosas de los demás, del mismo modo... cosas que yo no quería darles. Trapos, bisutería, entradas de cine, y bebidas y bailes y cualquier otra fruslería que deseara... El hombre que la besaba tenía que pagar. Ignoro si veía o no mal en ello; estaba hecha así. Tardé ocho años en saberlo, porque me tenía miedo y no supo disimularlo. Esto era fácil, porque yo no tenía amigos en la ciudad que pudieran abrirme los ojos. Con la ayuda del tiempo supo envenenarlo todo... Se las componía siempre para que yo fuera el que no estuviese en lo cierto y la privara de sus diversiones. No hubo modo de hacerla cambiar, y si por casualidad pensaba algo más de lo que suelen pensar las prostitutas, creía sin duda que me estaba muy bien empleado el que me deshonrara y durmiera con otros hombres en mi propia casa. Desde el primer año me había parecido una desconocida. Luego, al desbordar su frenesí todo recato y disimulo, ya ni siquiera fue mi mujer... sino lo que he dicho... Me era imposible dormir por las noches... Retenía en casa a sus amigos más allá de medianoche. No le importaba que yo tuviera que ir al trabajo al día siguiente. Les oía reír y golpear la mesa al tirar las cartas de juego... Seguían los murmullos y el andar cauteloso, los crujidos y las risas...
 Aaltonen proseguía con la mirada fija ante sí. Y las manos apoyadas en las rodillas. Volvió la cabeza y miró a la mujer, que seguía a su lado sentada en los escalones, con la cabeza inclinada y el cabello como una aureola de luz. Sus brazos desnudos mostraban su inmaculada blancura y sus ojos miraban obstinadamente al suelo.
 -¿Continúo? -preguntó Aaltonen como si se hubiera dado cuenta de pronto de que nada de todo aquello tenía que ver con ellos dos.
 Era la historia de un mundo falso y contrahecho, con el que ya no existía ningún contacto. Estaba acabado y muerto.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés Editores, 1977, en traducción de Rosa S. de Naveira. ISBN: 84-01-44181-1.]

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