miércoles, 11 de septiembre de 2019

Las aventuras de un libro vagabundo.- Paul Desalmand (1937)

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10.-Un nuevo peligro
"¡Cómo progresamos! En la Edad Media me habrían quemado; hoy, se contentan con quemar mis libros."
Sigmund Freud, 1933 

«Siempre se  han quemado libros. Y, en general, no se ha tardado demasiado en quemar, a continuación, a seres humanos. Me escapé por los pelos de esta muerte ignominiosa en el transcurso de una estancia por fortuna breve en Irán. Al regresar, tenía la sensación de haber salido de un manicomio. Sobreviví gracias a una llamada telefónica.
 Geneviève Arenthon era una asidua del rastro y del puesto de Veyrier, por las razones que ya he apuntado. Me compró, junto con una decena de colegas, pensando en un largo viaje al extranjero que tal vez se prolongaría. Experta del Banco Central de Desarrollo, recorría el mundo a fin de llevar a cabo proyectos destinados a que el pueblo llano no fuera tan miserable, operaciones cuyo único resultado solía ser el enriquecimiento de la burguesía local, según la fórmula que denuncia que la ayuda al Tercer Mundo consiste en dar dinero de los pobres de los países ricos a los ricos de los países pobres.
 Geneviève jamás se desplazaba sin un enorme contingente de libros, cosa que le ocasionaba muchos problemas en los aeropuertos al pesar el equipaje. Era una gran lectora. Leía por gusto; formaba parte de una de esas generaciones que no se avergonzaban de creer en la cultura. Tal vez, de no haber sido por la fuga de la literatura, no habría resistido la tentación de recoger velas.
 Así fue como llegué a Teherán. Geneviève trabajaba en asuntos de salud y trataba a menudo con un cirujano que hablaba francés y lo leía con fluidez. Me prestó a ese médico, de modo que pasé a la categoría de libros prestados.
 Psicológicamente, aquel hombre estaba construido como muchos de los que se denominan, con un punto de racismo, los "evolucionados" del Tercer Mundo, aunque representaba un caso extremo. Tenía una doble personalidad, como Doctor Jekyll y Mister Hyde. En él se yuxtaponían, por una parte, el hombre occidentalizado que participaba del espíritu científico y, por otra, un individuo enmarañado aún en el espíritu mágico o religioso, que viene a ser lo mismo. Payam era un  buen cirujano. Huelga decir que en sus estudios -que cursó, en parte, en Francia- y en su práctica profesional se olvidaba por completo de Mahoma y de las suras.
 Más de una vez, antes de llevar a cabo una operación, incluso había dicho para sus adentros: "Alá, permíteme que repare tus tonterías", pero nunca lo había pronunciado en voz alta, pues habría corrido un gran peligro. Con todo, se lo contó a Geneviève, en mi presencia, porque ella había exaltado su fibra adoradora y porque el amor vuelve imprudente.
 Junto a ese hombre, digamos, moderno, vivía pegado un fanático del islam y, particularmente, un adepto incondicional del jefe supremo de la gran revolución islámica, el ayatolá Jomeini (que la misericordia del Todopoderoso esté con él). Este hecho me permitió asistir a comportamientos aberrantes, cómicos y trágicos a un tiempo.
 En el hospital en el que trabajaba y en los coloquios sobre salud a los que asistía, era un individuo "normal". Cortés, justo en sus razonamientos, daba la impresión de haberse integrado perfectamente en la cultura occidental. Una vez en casa, casi sin transición, el Mister Hyde integrista se imponía por completo.
 Su biblioteca era escasa. Apenas una cincuentena de ejemplares del Corán cuyo texto era idéntico (la versión canónica) y que sólo se distinguían por la encuadernación. Como complemento, colocada en dos estantes, la obra completa de Jomeini (que Alá le dé larga vida): El reino de los doctos, La llave de los misterios, La explicación de los problemas, etcétera; en total, varias decenas de títulos que poseía en persa pero también, algunos de ellos, traducidos, especialmente al francés y al inglés. Aparte del Corán, no poseía ningún libro en árabe.
 Payam había decidido encargarse de la educación de sus hijos (tenía cuatro mujeres). A horas regulares, los reunía (eran una veintena, algunos de ellos altos como tres tomos) en una sala que disponía del material más perfeccionado. En ocasiones contaba con la ayuda de un barbudo que se parecía a Rasputín. La enseñanza se basaba completamente en la filosofía del jefe de la República Islámica (que la paz de Alá esté con él) y en la memoria. Los chiquillos eran obligados (a golpes de bastón) a aprender de memoria los pasajes que debían regular cada instante de su vida.
 Mi memoria ha retenido, como es lógico, los pasajes más escabrosos; por ejemplo, algunos de un libro de síntesis, del capítulo titulado "Del modo de orinar y de defecar". Reconstituyo, pues, lo que las nuevas generaciones balbuceaban a lo largo del día: "Al defecar u orinar, hay que ponerse en cuclillas de modo que no se esté de cara ni de espaldas a La Meca." También es preciso velar por la orientación del sexo: "No basta con desviar el sexo de cara o de espaldas a La Meca; tampoco se puede tener el sexo expuesto frente a La Meca o en dirección a La Meca".
 He aquí algunos de los preceptos repetidos una y otra vez a lo largo del día: está prohibido defecar en los callejones sin salida (salvo con la autorización de los vecinos), en la propiedad de otro (sin su consentimiento), en los lugares de culto y de enseñanza y en la tumba de los fieles ("a no ser que se les quiera ofender"). Se puede limpiar el ano con una piedra, con agua o con un trozo de tela. No es necesario, como afirman ciertos teólogos, utilizar tres piedras ni tres trozos de tela.
 Cuando oía al barbudo explicar a los niños que más les valía entrar en los aseos con el pie izquierdo y salir con el derecho, que debían cubrirse la cabeza al evacuar, que no podían ponerse en cuclillas ante la luna o el sol, ni hablar (¡salvo a Dios!), me enfurecía y pataleaba con tanta indignación como pueda patalear un libro. Deseaba gritarles: "¡No escuchéis estas sandeces! Su único propósito es matar vuestra inteligencia, vuestra curiosidad y vuestro gusto por la aventura; convertiros en dóciles autómatas. Rechazad este embrutecimiento sistemático que aniquila vuestra humanidad. No os educan; os condicionan". No me oirían, por supuesto, pero si pudieran, ¿qué influencia hubieran tenido mis palabras sobre esos corderitos islámicos? 
 Ante la insistencia de Geneviève, Payam aceptó albergarme y leerme. Pero se escandalizó tanto por los pasajes eróticos y, sobre todo, por el ateísmo manifiesto y argumentado que halló en la lectura que decidió entregarme al Comité de Incineración, un organismo oficial encargado de la destrucción de los libros que se alejaban del pensamiento del Profeta. Así que me colocó en un enorme capazo, junto con unas revistas pornográficas que había confiscado en un instituto femenino y unos libros sediciosos que descubrió en casa de unos vecinos tras una delación.
 En el preciso momento en que abría la puerta de su casa para ir al Comité de Incineración, sonó el teléfono. Geneviève necesitaba verle cuanto antes. Se citaron en el centro de la ciudad al cabo de un rato. Al descubrir que su libro asomaba por el capazo, Geneviève pensó que Payam había aprovechado la ocasión para devolvérselo y lo cogió.»
   
      [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2010, en traducción de Palmira Feixas. ISBN: 978-84-233-42211.]

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