En el Château Silvaine
1
«-Siempre ha habido ricos y pobres- le recordó el conde.
-Y ahora hay algunos que dicen que no siempre será así.
-Pueden decirlo, ¿pero qué pueden hacer?
-Algunos de los exaltados piensan que pueden hacer algo. No sólo están uniéndose en París, sino en todo el reino.
-Una banda andrajosa -opinó el conde-. Una chusma..., nada más. Mientras el ejército permanezca leal, no podrán hacer nada. -Se estremeció y se volvió hacia mí-. Ha habido inquietud durante siglos. Tuvimos un gran rey en el siglo pasado, Luis XIV, el Rey Sol, el supremo monarca, y a nadie se le ocurría discutir su poder. Bajo su mando, Francia gobernó el mundo. Nadie podía compararse a nosotros en ciencias, arte o guerra. Entonces, el pueblo no chistaba. Luego vino su nieto, Luis XV..., un hombre de gran encanto, pero no comprendía al pueblo. Cuando era joven, lo llamaban Luis el Bienamado, porque era extremadamente guapo. Pero con el tiempo, sus extravagancias, sus imprudencias, su indiferencia ante la voluntad del pueblo, lo transformaron en el monarca más odiado que haya conocido Francia. Hubo un momento en que ya no se atrevía a cruzar París y se hizo construir un camino para evitar hacerlo. Fue entonces cuando la monarquía comenzó a tambalear. Ahora tenemos un rey bueno y noble, pero ¡ay! débil. Los buenos hombres no siempre son buenos jefes. Sabéis bien, prima, que la virtud y la fuerza son dos extraños compañeros de lecho.
-No estoy segura de eso -dije-. ¿Afirmaríais que los santos, que han muerto por su religión, a menudo penosamente, carecen de fuerza, además de su indudable virtud?
Hubo un momento de silencio en la mesa. Margot parecía preocupada. Comprendí entonces que no era habitual interrumpir el discurso del conde, en especial si era para contradecírselo.
-Fanatismo -respondió-. Cuando mueren, creen que van a la gloria. ¿Qué son unas pocas horas de tormento comparadas con una eternidad de bendiciones... o lo que sea que piensen que van a encontrar? Para mandar de manera efectiva, uno debe ser fuerte y a veces es necesario ser expeditivo, lo cual podría ofender ciertos códigos morales. La cualidad esencial del liderazgo es la fuerza.
-Yo diría que la justicia.
-Mi querida prima, habéis aprendido historia en los libros.
-¿Y cómo, os lo ruego, aprenden los otros?
-A través de la experiencia.
-Nadie puede vivir lo suficiente. ¿Cómo debemos juzgar un acto que no hayamos experimentado?
-Si somos sabios, atemperaremos el juicio con prudencia. Os hablaba de nuestro rey. No tiene una figura real y por desgracia su esposa no lo ha ayudado mucho.
-¿Habéis oído cómo llaman ahora a la reina? -preguntó Etienne-. Madame Déficit.
-La culpan por el déficit -dijo León- y tal vez tengan razón. Dicen que las cuentas de sus modistas son enormes. Sus trajes, sus sombreros, los extravagantes adornos de su cabeza, sus diversiones del Petit Trianon, su llamada vida campestre en Le Hameau, donde ordeña a las vacas en cazos de porcelana... se habla de eso en todas partes.
-¿Por qué no podría tener lo que desea? -preguntó Margot-. Ella no pidió venir a Francia. Fue obligada a casarse con Louis. Jamás lo había visto antes del matrimonio.
-Mi querida Margot -interrumpió fríamente el conde-; naturalmente, una hija de María Teresa se sentiría honrada al desposar a un Delfín de Francia. Fue recibida aquí con el más extraordinario respeto. El difunto rey estaba encantado con ella.
-No es extraño que estuviera encantado con una niña bonita -dijo León-. Todos sabemos cómo lo arrebataban..., cuanto más jóvenes, mejor. Esto es bien conocido por el escándalo del Parque de los Ciervos.
-No es un tema apropiado para una cena familiar, León -observó Etienne.
El conde intervino.
-Nuestra prima es mujer mundana. Comprende estos asuntos. -Volvió a dirigirse a mí-. Nuestro difunto rey demostraba, a medida que envejecía, una parcialidad bastante común hacia las jovencitas que su camarilla estaba obligada a procurarle. Las guardaba en una mansión rodeada por un parque de venados. De ahí el nombre de Parque de los Ciervos.
-No me sorprende que dejara de ser Luis el Bienamado.
-Era un hombre encantador.
Y el conde me sonrió retadoramente.
-Tal vez mi noción de encanto es distinta de la vuestra.
-Querida prima, estas niñas eran salvadas de la pobreza. Debía ser así. No podía tomar a las hijas de los nobles. No las forzaba, ni siquiera ejercía coerción sobre ellas. Iban por su propia voluntad. A veces, las llevaban sus padres. Midinettes de las calles de París..., niñas que tenían pocas esperanzas de ganarse la vida honradamente. Muchas de ellas hubieran sido condenadas por llevar vidas malas e indecentes; otras hubieran trabajado, de conseguir un trabajo, hasta morir de enfermedades pulmonares o perder la vista por culpa de la costura. Su única ventaja era la belleza..., rosas creciendo en un estercolero atestado. Las veían, las elegían y se les enseñaba a divertir al rey.
-¿Y cuando se cansaba de ellas? -pregunté.
-Era un hombre agradecido. Les daba una dote apetecible. Los cortesanos encontraban esposos para ellas y vivían felices para siempre. Ahora, mi querida abogada de virtudes, decidme esto: ¿era mejor para esas niñas decaer y morir en aquel estercolero o, a cambio de una breve relación de la virtud, ganar para sí mismas una vida fácil y cómoda y, tal vez, buenos trabajos?
-Depende del valor conferido a la virtud.
-Soslayáis el problema. ¿Debían vender sus cuerpos a una fábrica o a un amo real?
-Sólo puedo decir que el sistema que permite plantear esa disyuntiva, me parece un mal sistema.
-Es un sistema existente, y no sólo en Francia. -Me miró con severidad-. Es este sistema contra el cual el pueblo murmura ahora.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Grijalbo, 1987, en traducción de Susana Constante. ISBN: 84-253-1520-4.]
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