Judith del siglo XX. Ela Markman
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«Marina volvió a un Moscú dominado por el pánico a la represión, a los arrestos y a la muerte. La histeria se percibía en el aire, la gente se acostaba con un maletín preparado para la cárcel o para Siberia. Se arrestaba y ejecutaba sin miramientos y sin ningún tipo de lógica. En el verano de 1939, toda la familia vivía en una cabaña de madera cerca de Moscú con gente que había mandado el NKVD. El menor movimiento estaba bajo control estricto. Con todo, Serguéi Efrón, que se trataba allí el corazón, se recuperaba poco a poco gracias a la presencia de Marina y los hijos. Y entonces sucedió.
Al mes y medio del regreso de Marina, la noche del 27 al 28 de agosto, alguien llamó a la puerta. Varios policías secretos llevaron a cabo un registro domiciliario a fondo que se prolongó hasta el amanecer. Por la mañana se llevaron a Ariadna. "Incluso en tal situación se mantuvo todo el rato a la altura: se reía y bromeaba, si bien algo rígida", anota Marina. No se despidió ni de su madre ni de su padre ni del hermano: creía que volvería en cuanto se viera que se trataba de un malentendido.
"¿Te vas sin despedirte?, preguntó Marina.
Ariadna, entonces sí bañada en lágrimas, les dijo adiós con la mano.
No volvió a verlos.
Al padre lo encerraron el 10 de octubre. Una desesperada Marina escribió al ministro del Interior, Beria: "Mi marido está gravemente enfermo; he vivido con él treinta años y en la vida he conocido a mejor persona". Esta y otras cartas quedaron sin respuesta.
Desde este momento, Marina acudía en Moscú a dos prisiones: su marido y su hija se encontraban separados. Temblaba de miedo, le castañeaban los dientes. Después de una de las visitas, anotó: "Dentellaba de tal manera que no he sido capaz de dar las gracias".
¿Qué pasaba entretanto con los reclusos? En 1954, un año después de la muerte de Stalin, cuando las condiciones se relajaron un poco, Ariadna presentó una solicitud al fiscal general de la URSS en la que describía la experiencia de su encarcelamiento: "Cuando me encerraron, los que me interrogaron querían: 1.-Que confesara que era agente del servicio de inteligencia francés. 2.-Que confesara que mi padre lo sabía. 3.-Que confesara que mi padre también pertenecía al servicio de inteligencia francés. Me pegaron desde el primer interrogatorio. Me interrogaban de día y de noche, incluso en la celda; no me dejaban dormir, me encerraban descalza y desnuda en celdas heladas, me azotaban con porras de goma llamadas "interrogadores para mujeres", me amenazaban con fusilarme, representaban mi ejecución".
Ariadna aguantó meses de torturas y de presión psíquica para que acusara a su padre de algo que no había hecho.
Una vez más, la devolvieron a la celda con la cara morada, medio inconsciente. Mucho tiempo después escribió al respecto: "No podía creer que fuera yo: yo, todo esto, ¡no lo podría aguantar!", y suena como una paráfrasis de los versos de Anna Ajmátova, cuyo hijo se hallaba también en una prisión estalinista y cuyo primer marido fue fusilado después de la revolución, mientras que al segundo lo mandaron al gulag: "No soy yo esa, es otra quien sufre. Yo no lo resistiría".
Finalmente, destrozada física y psíquicamente, Ariadna firmó el papel que le tendían.
Después de un año de sufrimiento, interrogatorios y torturas en la cárcel, la condenaron de manera arbitraria, sin juicio, a siete años de trabajos forzados en el campo penitenciario con el régimen más estricto de todos.
Su padre, Serguéi Éfron, encarcelado también, nunca claudicó a pesar de que lo torturaron de modo parecido a la hija, si no más. En aquella época demostró tanta voluntad y carácter como nunca en la vida. Es algo común entre los presos que saben que ya no tienen nada que perder, porque en cualquier caso está todo perdido de manera irremediable y el único, el último resto de terreno humano que les queda y con el que pueden demostrarse que todavía son humanos es manifestar una fuerte voluntad y no traicionar a sus allegados, y por lo tanto tampoco a sí mismos. El empeño de Éfron era tanto más digno de admirar por el hecho de que se hallaba en un estado lamentable. Tras un intento desesperado de suicidio, el psiquiatra de la cárcel escribió sobre su estado: "El preso sufre alucinaciones, a menudo auditivas; tiene la impresión de que alguien habla de él en el pasillo, que lo quieren arrestar, que su mujer está muerta. Sufre ansiedad, muestra señales de abatimiento y extenuación, piensa sólo en el suicidio y tiene un temor y convencimiento insólitos de que le espera algo terrible".
Lo fusilaron tras dos años de prisión, un mes y medio después de la muerte de su esposa. Más tarde se encontró un papel con su firma totalmente deformada e ilegible que atestigua el estado en el que se encontraba.
Marina, entretanto, se había quedado sin medios siquiera para alimentar a su hijo Mur. Nadie quería darle trabajo a alguien que había emigrado y que estaba perseguido por el NKVD, todos temían relacionarse con una mujer cuyos marido e hija eran presos políticos: les daba miedo que les trajera la desgracia. El NKVD le pidió su colaboración: si no aceptaba, se encargarían de que le negaran el salario allí adonde fuera. Marina lo rechazó. Una de las últimas manifestaciones escritas que dejó fue una solicitud de trabajo: "Ruego me asignen un puesto de lavaplatos". Por orden del NKVD no se lo asignaron. La escritora que muchos consideran la mayor poeta del siglo XX se vio de ese modo empujada al suicidio.
En 1944 Mur, el hermano de Ariadna, murió en el frente, defendiendo la misma Unión Soviética que había destruido a su familia.
Ariadna no hablaba a menudo de los campos de trabajo, pero recordaba el viaje al gulag: la metieron en un vagón para ganado en el que había más de cincuenta ladrones y asesinos. Ella, que tenía entonces veintiocho años, comprendió al instante lo que le esperaba y, horrorizada, se dejó caer de rodillas junto a la puerta, ya corrida y cerrada.»
[El texto pertenece a la edición en español de Galaxia Gutenberg, 2017. ISBN: 978-84-17088-14-9.]
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