6.-La moralidad de la violencia
II
«B) A los sabios de la burguesía no les gusta ocuparse de las clases peligrosas; ésta es una de las razones por las que todas sus disertaciones acerca de la historia de las costumbres son siempre superficiales; y no cuesta mucho percatarse de que solamente el conocimiento de esas clases permite penetrar en los misterios del pensamiento moral de los pueblos.
Las antiguas clases peligrosas practicaban el delito más sencillo, el que más estaba al alcance de su mano, y hoy está relegado a los grupos de truhanes jóvenes sin experiencia ni discernimiento. Los delitos de brutalidad nos parecen hoy algo tan anormal que, cuando la brutalidad es enorme, nos preguntamos si el culpable está en su sano juicio. Esta transformación no se debe, evidentemente, a que los criminales se hayan moralizado, sino a que han mudado su manera de proceder, debido a las nuevas condiciones de la economía, como veremos más adelante. Este cambio ha ejercido una grandísima influencia en el pensamiento popular.
Todos sabemos que las asociaciones de malhechores consiguen mantener en su seno una excelente disciplina, gracias a la brutalidad; cuando vemos maltratar a un niño, instintivamente suponemos que sus padres tienen hábitos criminales: los procedimientos que empleaban los antiguos maestros de escuela, y que los establecimientos eclesiásticos se obstinan en conservar, son los mismos de los vagabundos que raptan niños y amaestran a sus víctimas para transformarlas en diestros acróbatas o en productivos mendigos. Todo aquello que recuerda las costumbres de las antiguas clases peligrosas nos es soberanamente odioso.
La antigua ferocidad tiende a ser sustituida por la astucia, y muchos sociólogos estiman que existe en ello un apreciable progreso; algunos filósofos, que no tienen la costumbre de seguir las opiniones del rebaño, no ven por parte alguna en qué constituye eso un progreso desde el punto de vista moral; dice Hartmann: "Nos choca la crueldad, la brutalidad de los tiempos pasados, pero no conviene olvidar que la rectitud, la sinceridad, el hondo sentimiento de la justicia y el piadoso respeto ante la santidad de las costumbres caracterizan a los antiguos pueblos; mientras que hoy vemos que reina la mentira, la falsedad, la perfidia, la trapacería, el desprecio hacia la propiedad, el desdén por la probidad instintiva y las costumbres legítimas, cuyo valor ya no se suele entender. El robo, el embuste y el fraude crecen a pesar de la represión mediante las leyes, en proporción mayor que la disminución de los delitos burdos y violentos como el pillaje, el asesinato, la violación, etc. El más rastrero egoísmo quiebra sin pudor los sagrados vínculos de la familia y la amistad, en todos los lugares en que se encuentra en oposición con ellos".
Hoy día, por lo general, se juzga que las pérdidas de dinero son accidentes que pueden suceder a cada paso que se da, y que son fácilmente reparables, mientras que los accidentes corporales no lo son; por consiguiente, se estima que un delito de astucia es menos grave que otro de brutalidad; los criminales se aprovechan de esa transformación que ha tenido lugar en los juicios.
Nuestro Código Penal había sido redactado en una época en la que se presentaba al ciudadano bajo los rasgos de un propietario rural, preocupado únicamente de administrar su hacienda como buen padre de familia y de procurar a sus hijos una situación honorable; las grandes fortunas realizadas en los negocios, mediante la política y la especulación, eran escasas y estaban consideradas como verdaderas monstruosidades; y la defensa del ahorro de las clases medias era una de las grandes preocupaciones de los legisladores. El régimen anterior había sido mucho más terrible en la represión de los fraudes, pues la declaración regia de 5 de agosto de 1725 castigaba con la pena de muerte a quien incurría en quiebra fraudulenta: ¡no cabe imaginar nada más distante de nuestras costumbres actuales! Hoy estamos dispuestos a creer que los delitos de esa clase solamente pueden cometerse mediando una imprudencia de las víctimas y que sólo excepcionalmente merecen penas aflictivas; y aun así, nos contentamos con condenas leves.
En una sociedad opulenta, ocupada en grandes negocios, en la que todos vigilan atentamente en defensa de sus intereses, como sucede en la sociedad americana, los delitos de astucia no tienen en modo alguno las mismas consecuencias que en una sociedad que se ha visto obligada a imponerse una rigurosa parsimonia; en aquella sociedad, en efecto, no suelen esos delitos causar graves y duraderas perturbaciones en la economía; por ello, los americanos soportan, sin gran protesta, los excesos de sus políticos y financieros. Compara P. de Rousiers al norteamericano con un capitán de barco que, en el curso de una travesía dificultosa, no tiene tiempo de vigilar a su cocinero que le está robando. "Cuando se les dice a los americanos que sus políticos les roban, os suelen responder: ¡Hombre, ya lo sé! Mientras marchen los negocios, si los políticos no se atraviesan en el camino, se libran, sin gran esfuerzo, de los castigos que se merecen".
Desde que en Europa se gana fácilmente el dinero, se han difundido entre nosotros análogas ideas. Importantes hombres de negocios se han librado de la represión porque han sido lo suficientemente hábiles, a la hora de su triunfo, para granjearse múltiples amistades en todos los círculos; y se ha terminado por considerar que sería muy injusto condenar a los negociantes que quebraban y a los notarios que se retiraban arruinados a raíz de mediocres catástrofes, mientras que los príncipes de la estafa financiera continuaban dándose la buena vida. Poco a poco, la nueva economía ha creado una nueva indulgencia extraordinaria con todos los delitos de astucia en los países de alto capitalismo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2016, en traducción de Florentino Trapero. ISBN: 978-84-9104-381-2.]
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