Introducción al curriculum vitae y al agua de rosas
El teatro de la muerte
Los años de la postguerra
«A todo esto, a mi padre se lo quieren fusilar, así, por las buenas. Porque había terminado de comandante en la intendencia del ejército republicano en no sé qué frente del Norte. Hecha un mar de lágrimas, mi madre va y se lo escribe a la tía Isabel, que ahora ya se llamaba Madre Pilar del Santo Niño Jesús y era la maestra de novicias en Córdoba, en el Monasterio de la Encarnación, y era además la que sabía el canto gregoriano y la que tocaba el armónium en el coro de las monjas. Y tía Isabel se puso a mover no sé qué ínclitos padres de la patria y el resultado fue que a mi padre no lo fusilaron, así que volvió a viajante de la manzanilla de Sanlúcar por la parte de Asturias y el País Vasco. Allí, en Málaga, mi tía Ana nos había alquilado una modesta casa en mitad de una barriada de jardines y gentes elegantes. Y era prácticamente vivir aislados y solos en mitad de un esplendor ajeno, lo cual resultó una desgracia capital. De la que fueron viniendo luego precisamente otras muchas como cerezas de un mismo ramo. Íbamos a Málaga a ganarnos la vida y allí a poco sí nos ganamos la muerte. Porque se nos echan encima unos años negros en retahíla y son la negra historia de nunca acabar. Y vamos dando bandazos entre prestamistas y penalidades y amenazas de embargarnos a cada momento. Y vuelve mi madre a conocer la calamitosa vía que pasando por el Monte de Piedad lleva rápidamente al Monte Calvario. Allá por el norte, y siempre lejos de casa, mi padre vuelve a sus amoríos del flamenqueo y no quiere saber nada de la familia. Nos pasa una ínfima mensualidad con lo cual no hay para nada porque somos seis bocas diariamente a comer. Mi madre siempre a bofetada limpia contra la peseta tratando de estirarla y la peseta no hay forma de estirarla en forma decente. Y tampoco hay forma de encontrarles una colocación de trabajo a mis hermanos y hermanas, que ya todos son mozos y mozas en la flor de la juventud.
Paradójicamente, a mí que sólo tengo diez años es al primero que mi madre consigue colocar en un trabajo seguro. De monaguillo en las monjas carmelitas. Todos los días me tengo que levantar a las seis de la mañana porque la misa es a las seis y media. En el otoño y el invierno todavía es noche cerrada cuando yo voy de camino hacia las carmelitas por mitad de aquellas calles de jardines y ricachos como bocas de lobo y me paso unos miedos de órdago porque son los años del hambre y hay muchos hombres a la desesperada con ganas de comer y muchos navajazos. Pero no hay más remedio que tragarse los miedos y apencar porque los cinco duros de sueldo que me dan las benditas monjas los necesitamos en casa. Para mi madre los cinco duros eran toda una bendición. Después de la misa, en el portal del convento las monjas me daban una taza de achicoria con sabor a café, con lo cual ya estaba yo bien desayunado. A mi madre yo le fingía un desayuno a base de bollo suizo y pan con mantequilla. Con lo cual ella se quedaba tranquila y se ahorraba un desayuno y algo es algo. Entre la achicoria de las monjas y los jardines del esplendor burgués yo me agarro una conciencia social de órdago. Así que le meto mano a la fruta en los jardines y le meto mano a las hostias en la sacristía porque me las engullo a puñaos. Otras veces me lleno de hostias los bolsillos y me las voy comiendo tranquilamente camino de la escuela. Lo que más me gustaba era robar almezinas y luego por mitad de un canuto disparar los huesos y arrearles a mitad del cogote a los otros chiquillos que había delante del todo en la escuela. De los cañaverales del bambú -los había en tales o cuales jardines, y había que meterse a robar las cañas en mitad del mediodía porque entonces el jardinero andaba almorzando en su casa- salían unos canutos estupendos. Entre canutos y hostias voy yo iniciando todo el camino de la sabiduría piadosamente.
Y visto que las cosas nos van mal, mi hermano Antonio -que por entonces tiene sólo diecinueve años- va y pone una industria de lejías, modestísima industria casera que resulta de mantener a remojo las cenizas del fogón dentro de unos barreños de agua, echarle luego al agua no sé qué producto de la droguería y luego ir llenando las botellas con un embudo. Con lo cual, a base de lejías y más lejías, a mi madre las manos se le ponen hechas una calamidad. Y así vamos tirando. Como con tales penurias mi madre no está como para imponer una disciplina familiar, la verdad es que los días yo me los paso valduendo, y voy creciendo más bien selvático y libre. Libérrimo, en muchas ocasiones. Voy a una escuela del Estado en la que los demás chiquillos son hijos de pescadores, hijos de jardineros, hijos de chóferes, hijos de carabineros, hijos de peones de albañil. Con gran desesperación de mi madre, mis amigos suelen ser los chiquillos más golfos. En los montes de El Morlaco, en los montes del arroyo de La Caleta, por allí a pedrada limpia jugamos a policías y ladrones. Por allí robamos en otoño las nueces y las almendras. Y en mayo nos atiborramos de moras en las grandes moreras, con las primeras calores. Por el invierno, asaltamos las mandarinas y las naranjas en los jardines de los ricachos, y les damos sus buenas batidas a los albaricoques. En verano asolamos los ciruelos que hay en torno a la iglesia. Y las enormes higueras allá por arriba del arroyo, en mitad de los montes. Y los higos chumbos en las pencas de El Morlaco. Y los dátiles gordos en las altísimas palmeras que -pedrada y operación relámpago- hay en la entrada del cuartelillo de la guardia civil. Y cuando no hay fruta mejor, les damos una batida a los algarrobos, y nos pasamos la tarde mascurriando algarrobas.
Entre un asalto a los nísperos y luego al día siguiente otro asalto a las moras, hice yo tranquilamente la primera comunión. De unas cortinas de seda blanca y con mucha pátina de años me hicieron un traje más o menos seráfico y decente. De cuando tuvo casa puesta, tenía mi tía Ana las cortinas bien guardadas en una cómoda y ya le amarilleaban. A base de mucha lejía las dejaron más o menos inmaculadas, aunque con algo de viso. A la primera comunión se nos vino el Paquillo -mi gran amigo de robos y pedreas- con los morros llenos de chocolate como si tal cosa. Y es que, con vistas a la solemnidad, su madre ya se la había festejado a base de un órdago chocolatero con bollos suizos. Como la primera comunión no obraba en mí ningún efecto taumatúrgico, de vez en cuando mi madre me agarraba de firme y me breaba el cuerpo con la zapatilla.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1978. ISBN: 84-376-0141-X.]
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