sábado, 14 de septiembre de 2019

El mandarín.- José María Eça de Queiroz (1845-1900)


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«El horror máximo estaba en una idea, que se me clavó entonces en la mente como un puñal imposible de arrancar: ¡yo había asesinado a un anciano!
 No había sido con una cuerda alrededor del cuello, al estilo musulmán; ni con una dosis de veneno en una copa de vino de Siracusa, a la manera renacentista italiana; ni con ninguno de los métodos consagrados que en la historia de las monarquías ha recibido una augusta consagración: el puñal, como don Juan II, o la carabina, como don Carlos IX...
 Había eliminado a aquella persona, desde lejos, con un campanillazo. Era absurdo, fantástico, gracioso. Pero no alteraba la vileza trágica del hecho: ¡yo había asesinado a un anciano!
 Poco a poco semejante certidumbre se elevó, cristalizó en mi alma, y como una columna en un terreno baldío se enseñoreó de toda mi vida interior; de modo que, aunque el camino que tomasen mis pensamientos se desviara ampliamente, siempre veían negro el horizonte por aquel recuerdo acusador; por muy alto que volaran mis fantasías, fatalmente terminaban por herirse las alas contra aquel monumento de miseria moral.
 ¡Ah! ¡Por más que se piense que la vida y la muerte son transformaciones triviales de la materia, da terror la simple idea de que se ha dejado helada una sangre caliente, de que se ha inmovilizado un músculo vivo! Después de comer, cuando olía a mi lado el aroma del café, me tendía en el sofá con languidez, con una sensación de plenitud, pero de inmediato se elevaba en mí, melancólico como el coro que viene de una mazmorra, todo un murmullo de acusaciones:
 -¡Hiciste que esta buena vida de la que gozas no fuera disfrutada nunca más por el venerable Ti-Chin-Fu!
 Era inútil que replicara a la conciencia recordándole la decrepitud del mandarín, su gota incurable... Llena de argumentos, anhelando discusión, ella aducía con furia:
 -Incluso en su manifestación más reducida, la vida es un bien supremo, ¡porque su encanto se halla en su principio mismo y no en la abundancia de sus manifestaciones!
 Yo me revolvía contra aquella retórica pedante de pedagogo rígido. Levantaba mucho la frente, y le gritaba con una arrogancia desesperada:
 -¡Bueno! ¡Lo maté! ¡Mejor! ¿Qué quieres? ¡Tu ampuloso nombre de conciencia me da miedo! No es más que una perversión de la sensibilidad nerviosa. ¡Puedo eliminarte con agua de azahar!
 E inmediatamente sentía pasar por mi alma, con la lentitud de una brisa, un rumor humilde de murmullos irónicos:
 -Bueno; entonces, come, duerme, báñate, haz el amor...
 Y eso hacía. Pero después las propias sábanas de hilo de mi cama tomaban ante mis ojos aterrados los tonos pálidos de una mortaja; el agua perfumada de mi baño se enfriaba sobre mi piel, con la sensación mortal de una sangre que se coagula, y los pechos desnudos de mis amantes me llenaban de tristeza como si fueran lápidas de mármol que encerraran un cuerpo muerto.
 Después me invadió una amargura mayor: empecé a pensar que Ti-Chin-Fu tendría, sin duda, una gran familia, nietos, tiernos bisnietos, que, despojados de la herencia que yo tragaba como un ogro en platos de Sèvres, con un derroche de sultán libidinoso, sufrían en China todas las penurias tradicionales de la miseria humana: los días sin arroz, el cuerpo sin abrigo, la limosna que no llega, por vivienda el fango de las calles...
 Comprendí por qué me perseguía la figura obesa del viejo consejero, y de sus labios, debajo de los pelos blancos y largos de su bigote espectral, me pareció que salía ahora esta queja dolida: "¡No me lamento por mí, que ya me hallaba medio muerto; lloro por los tristes a los que llevaste a la ruina y que a estas horas, cuando tú vienes de los brazos suaves de tus amantes, lloran de hambre, tiemblan de frío, hacinados, en un grupo sin aliento, entre leprosos y ladrones, sobre el puente de los Mendigos, junto a las terrazas del Templo del Cielo!".
 ¡Oh, qué tortura ingeniosa! ¡Tortura china de verdad! No podía ponerme en la boca un pedazo de pan sin que, de inmediato, surgiera la pandilla de niños hambrientos, los descendientes de Ti-Chin-Fu, desprotegidos, como pajaritos recién nacidos que abren sin esperanza el pico y pían en el nido abandonado; si mi gabán me daba calor, en seguida nacía la visión de unas señoras desdichadas que en otro tiempo habían disfrutado de la calidez de las comodidades chinas, hoy moradas de frío bajo unos harapos de girones de seda, en una mañana de nieve; el tejado de ébano de mi mansión me traía el recuerdo de la familia del mandarín dormida a la orilla de los canales, en medio de los perros, y mi cupé tan confortable me hacía estremecer pensando en las caminatas interminables, sin destino, por caminos llenos de agua y barro, bajo un duro invierno asiático...
 ¡Cuánto sufrimiento! ¡Sobre todo cuando la plebe, llena de envidia, venía a contemplar mi mansión, entre comentarios que pintaban las dichas inaccesibles existentes, sin duda, entre esas paredes!
 Por fin, viendo que mi conciencia parecía una víbora furiosa, decidí implorar el auxilio de aquel que, según dicen, está por encima de la voz de la conciencia, porque es el señor de la gracia.
 Por desgracia, yo no creía en Él... Recurrí, pues, a mi antigua divinidad particular, a mi ídolo dilecto y patrono de mi familia, Nuestra Señora de los Dolores. Pagado con largueza, un batallón de curas y canónigos, en las catedrales urbanas y en las capillas de las aldeas, pedía a Nuestra Señora de los Dolores que tendiera su mirada hacia mi mal interior... Pero los cielos inclementes no enviaron remedio para mi dolor, porque hacia ellos se alza inútil el vaho de la miseria del hombre.
 Entonces yo mismo me entregué a la práctica religiosa y Lisboa fue testigo de un espectáculo sin par: un ricachón, un nabab, arrodillado con humildad al pie de los altares, balbuceaba con las manos entrelazadas trozos de la salve, como si la oración y el reino de los cielos fuesen una conquista y no aquel subterfugio consolador medido por los que lo tienen todo, para aplacar a quienes carecen de lo indispensable... Soy un burgués y sé que mi clase pinta paraísos lejanos y deleites indescriptibles para que los pobres no tengan presentes las riquezas de que disfruta y las propiedades que las sustentan.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1987, en traducción de María Otero. ISBN: 84-85471-25-3.]
      

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