sábado, 12 de mayo de 2018

Claroscuro.- Nella Larsen (1891-1964)


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Primera parte: el encuentro

«Lo cierto era que sentía curiosidad y que le habría gustado preguntar a Clare Kendry algunas cosas sobre aquel arriesgado asunto de hacerse pasar por blanca, sobre la ruptura con el mundo conocido y cercano para buscar una oportunidad en otro ambiente, quizá no ajeno del todo, pero desde luego no del todo amable; por ejemplo, qué hacía uno con sus orígenes, qué explicaciones daba de su vida y qué sentía cuando se relacionaba con otros negros. En cambio, no pudo, fue incapaz de encontrar una sola pregunta que en su contexto o en su formulación no pareciera demasiado curiosa y hasta impertinente.
 Como si hubiera captado el deseo y la vacilación de Irene, Clare comentó con aire pensativo:
 -¿Sabes una cosa, Rene? A veces me pregunto por qué otras chicas de color como tú o como Margaret Hammer, Esther Dawson y... en fin, muchas más nunca pasasteis al otro lado. ¡Es tan sumamente fácil! Si das el tipo, sólo hace falta un poco de coraje.
 -¿Y tus orígenes? La familia, por ejemplo. No creo que puedas aterrizar de la nada y esperar que la gente te reciba con los brazos abiertos. ¿O me equivoco?
 -Casi -afirmó Clare-. Rene, te sorprendería lo fácil que es entre los blancos, mucho más que entre nosotros; tal vez porque son tantos o porque están más seguros y no tienen de qué preocuparse. Nunca sé qué pensar.
 Irene se mostraba incrédula.
 -¿Quieres decir que no tienes que explicar de dónde procedes? Me parece imposible.
 Desde el otro lado de la mesa, Clare le dirigió una mirada de guasa contenida.
 -El hecho es que no lo necesité, aunque imagino que en otras circunstancias habría tenido que proporcionarles una historia verosímil. Seguro que se me habría ocurrido algo convincente y creíble porque tengo imaginación, pero no hizo falta. Allí estaban mis tías, ¿comprendes?; auténticas y respetables para todos y para todo.
 -Ya, también se hacían pasar por blancas.
 -No, en absoluto. Ellas lo eran.
 -¡Ah! -Y en ese preciso instante a Irene se le vino a la cabeza que ya lo había oído por boca de su padre o, mejor aún, de su madre. Se trataba de las tías de Bob Kendry, el hijo bastardo de su hermano, aquel producto de una canita al aire.
 -Eran unas señoras muy agradables -explicaba Care-, muy religiosas y más pobres que un ratón de iglesia. Aquel hermano que ellas adoraban, mi abuelo, les ventiló hasta el último centavo cuando se le acabó lo suyo, que tampoco era mucho.
 Clare hizo una pausa en la narración para encender otro cigarrillo. A Irene no le pasó inadvertida la sombra de resentimiento que había en su sonrisa y su expresión.
 -Como eran buenas cristianas -continuó Clare-, cuando mi padre llegó a su achispado final, cumplieron con su deber y me dieron lo que podría llamarse un hogar. Desde luego se esperaba que me ganara la manutención haciendo todas las labores caseras y la mayor parte de la colada, pero comprenderás, Irene, que, de no haber sido por ellas, yo no habría encontrado una familia en este mundo.
 El cabeceo y el suave murmullo de Irene expresaron comprensión, entendimiento.
 Clare hizo un mohín malicioso antes de continuar.
 -Además, desde su punto de vista, me convenía el trabajo duro. Yo tenía sangre negra y ellas pertenecían a esa generación que ha escrito y ha leído largos artículos titulados: "¿Quieren trabajar los negros?". Para colmo, estaban convencidas de que el buen Dios no descartaba que los hijos y las hijas de Cam tuvieran que pagar con su sudor el haberle tomado el pelo al viejo Noé aquella vez que empinó el codo más de la cuenta. Recuerdo que las tías me contaban que el anciano borrachín maldijo a Cam y a sus hijos para toda la eternidad.
 Irene se echó a reír, pero Clare estaba seria.
 -Tenía poca gracia, te lo aseguro, Rene. Era una vida muy dura para una cría de dieciséis años, pero disponía de un techo y de comida y de vestidos... digámoslo así. Y luego estaban las Escrituras y las charlas morales y la frugalidad y la industria y la amorosa protección del buen Dios.
 -¿Alguna vez has pensado en cuánta desdicha y cuánta redomada crueldad se han justificado en aras de esa amorosa protección de Dios? Y siempre, según parece, por parte de sus más ardientes seguidores -preguntó Irene.
 -¿Tú qué crees? -exclamó Clare-. Eso, ellos, hicieron de mí lo que ahora soy, porque naturalmente yo estaba decidida a largarme. No quería ser un acto caritativo o un problema ni una hija del indiscreto Cam, sino una persona. Y, por descontado, tenía ambiciones. Sabía que no era fea y que podía pasar por blanca. Tú no lo imaginas, Rene, pero cuando iba al sur de Chicago me faltaba poco para odiaros a todos. El hecho de que tuvierais todas las cosas que yo no  tenía y que deseaba tener me daba más fuerza para conquistarlas, esas y otras. ¿Me comprendes? ¿Entiendes mis sentimientos de entonces?
 Levantó la vista con un gesto deliberado y conmovedor y, puesto que la expresión de simpatía en el rostro de Irene le pareció una respuesta satisfactoria, continuó hablando.
 -Las tías eran unas falsas. Mucha Biblia, muchos rezos y muchas monsergas sobre la sinceridad, pero no deseaban que nadie se enterara de que su querido hermano había seducido (perdido, decían ellas) a una chica negra. La pérdida podía pasar, pero lo que no perdonaban era el brochazo de alquitrán. Me prohibieron hablar de negros delante de los vecinos y hasta mencionar el sur de la ciudad. Ten por seguro que obedecí. Yo creo que ellas se arrepintieron después, y mucho.
 Se echó a reír y las campanillas de su risa sonaron duras y metálicas.
 -Cuando se presentó la ocasión de largarme, aquella omisión fue de enorme valor para mí. Y, cuando Jack, que era compañero de colegio de unos vecinos, regresó de América del Sur con una fortuna incalculable, no encontró a nadie en condiciones de decirle que yo era de color, pero sí muchas personas que le hablaran de la estricta religiosidad de la tía Grace y la tía Edna. Lo demás puedes imaginarlo. A su vuelta, dejé de escaparme al sur de Chicago y empecé a escaparme para verme con él, ya que las dos cosas eran incompatibles. Al final no me costó mucho convencerlo de que no serviría de nada hablar de boda con las tías, así que el día de mi decimoctavo cumpleaños nos escapamos para casarnos. Y ya está. Más fácil, imposible.»
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Contraseña Editorial, 2011, en traducción de Pepa Linares. ISBN: 978-84-937818-9-7.]
 

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